sábado, diciembre 31, 2005

Leyendo a Robert Frost

Después de varias búsquedas (todas igualmente infructuosas) por las librerías de San Isidro y alrededores, había abandonado la posibilidad de conseguir algún libro de poesía de Robert Frost. Gracias a Internet tuve la posibilidad de leer varios de sus poemas, lo cual no hizo más que aumentar mi obsesión por tener algún libro suyo entre mis manos.

Casi desesperanzado, acompañé a mi abuela a una librería especializada en textos en inglés y... ¡sí! Escondido entre grandes volúmenes estaba una pequeña selección de sus poemas. Si bien no traía muchos, esta edición venía con un aparato crítico interesante para entrar más profundamente en su lectura.

No sé de teoría literaria ni de la obra completa de Frost como para decir algo acertado o sintético sobre él. Sí puedo decir por qué me gusta tanto.

La poesía de Frost es sencilla, con rima, en general breve. Su mundo es rural, pero muy lejos de cualquier descripción idílica, describe de modo muy despojado el mundo campestre. Pero ese mundo le sirve como piedra de toque para reflexionar sobre la vida. Quizás por despojadas sus palabras tienen una fuerza elemental, un poder de hablar a alguna parte de nuestro corazón que no ha dejado de estar en contacto con la tierra y el agua, con la vida que brota de ellos.

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Into my own

ONE of my wishes is that those dark trees,
So old and firm they scarcely show the breeze,
Were not, as ’twere, the merest mask of gloom,
But stretched away unto the edge of doom.

I should not be withheld but that some day
Into their vastness I should steal away,
Fearless of ever finding open land,
Or highway where the slow wheel pours the sand.

I do not see why I should e’er turn back,
Or those should not set forth upon my track
To overtake me, who should miss me here
And long to know if still I held them dear.

They would not find me changed from him they knew—
Only more sure of all I thought was true.


Dificultades del proceso creativo

Algo que me alegra de este año es que he escrito mucho màs. Y creo que por eso, entre unas cuantas páginas pobres, también salieron algunas líneas al menos aceptables.

Animarme a escribir sin preocuparme tanto por el resultado final, o mejor, sin estar pensando tanto en la forma definida y perfecta que debe tomar una idea, me ha ayudado a producir más y mejor.

Alguna vez leí que los escritores son los más cerebrales de los artistas y por eso también los que más bloqueos sufren. Creo que a mí me pasa algo de eso: pienso tanto en la idea y el modo "perfecto" de plasmarlo que no le doy la oportunidad a que pase al papel hasta que pasa mucho tiempo. Y así muchos pensamientos, poemas, escritos, etc., van perdiendo su oportunidad y se van al tacho de los descartes sin pasar ni siquiera por el papel.

Pero cada vez percibo más que este momento de la escritura no es tan definitivo como pensaba; no estoy cincelando palabras inmortales en marfil. Apenas estoy bocetando un sentimiento o un recuerdo. Y cuando me suelto, cuando finalmente "muero" al deseo de plasmar ese texto "perfecto" pero que lamentablemente pocas veces ve la luz, puedo escribir. Entonces veo que dar el paso de escribir es más que la meta: introduce un nuevo círculo de interpretación. Cuando las palabras empiezan a aparecer en la hoja o en la computadora dicen cosas nuevas. Más aún: se dicen a sí mismas de un modo nuevo.

Es muy probable que así termine generando mucho material olvidable. Pero también abro la puerta a que los buenos escritos salgan a la luz. Cuanto más amplio el cauce de escritura, más amplia también la salida de buenos textos.

domingo, diciembre 11, 2005

La tentación

Y si miras al abismo, el abismo te devolverá la mirada. F. Nietzche



Es mentira que la tentación

es lo prohibido, la manzana

o la mujer de tu prójimo,

la violencia o la soberbia.

eso está hecho de tanta fragilidad...

La tentación, la de verdad,

el abismo

al que, si tenés suerte, te asomás poco

es esa voz

es una voz

que te llama del abismo

y te dice

que no hay luz

en vos

que no sos digno

la tentación de verdad es la desesperanza

cuando la oigas

no peleés

escapate

no mires el abismo

no te envalentones

decite frágil, cobarde, lo que quieras

pero escapate

domingo, octubre 30, 2005

Una parábola de la vida

Ciertas situaciones se vuelven para uno parábolas, relatos simbólicos mediante los cuales accedemos a una nueva comprensión de nosotros mismo, de los demás, de la vida o de Dios. Como si la vida comentara el Evangelio, en una especie de círculo de interpretación y profundización constante.

Creo que todos tenemos la experiencia de algún encuentro, algún acontecimiento que adquiere una densidad especial, como si el hecho mismo fuera el trampolín para zambullirse en aguas más profundas.

Esta historia es una de esas parábolas.

Hace dos años acompañaba a un grupo de chicos de Catequesis de Confirmación a una convivencia en Luján. Después de las actividades hicimos el obligatorio paso por la basílica y los infinitos puestos de regalos y recuerdos en torno a ella.

Yo caminaba tranquilo. Conmigo venían una catequista y una de las chicas asistentes a la convivencia, que nos contaba de su vida. Inmigrante, venía con una historia muy difícil desde su país de origen. Sin embargo, se la veía serena, con esa madurez precoz que tienen los chicos que han sufrido mucho.

Cuando llegamos a los puestos, ella frenó en uno donde vendían unas imágenes muy chiquitas de la Virgen. Quería comprar una para la mamá. "¿Cuánto cuestan?", preguntó. "Tres pesos", respondió la vendedora. "Ah", dijo un poco frustrada "¿y esas más chiquitas?" "Uno". Sacó su billetera, contó las monedas y, compró tres, quedándose sin nada en el bolsillo. Tomó las imágenes contentísima y nos dijo "Bueno, esta para mamá" y guardó una en el bolsillo "y estas para ustedes" y nos dio las otras dos a la catequista y a mí.

En seguida vino a mi mente el relato de la viuda del Evangelio, que puso sus dos moneditas en la ofrenda. Dio de su pobreza. Esta chica había compartido de lo poco que tenía para tener un gesto de afecto para con su catequista y conmigo. ¡Y me había conocido ese mismo día!

Guardo esa imagen como un sacramento, una invitación constante a la generosidad con lo que uno tiene y uno es, con la propia pobreza. Nuestras manos, nuestra capacidad de obrar, siempre es limitada en su alcance. Pero si vivimos esos gestos con amor, cobran una intensidad inesperada. Como el regalo de mi Virgencita.


viernes, octubre 28, 2005

Otros poemas

Como últimamente me encontré con bloggers que están muy enganchados con la poesía, mientras voy elaborando un nuevo "elogio" (se viene Miguel Hernández, o Juan Gelman... o alguien), quería poner tres: uno sobre el amor, otro sobre la vida y otro sobre la muerte. El primero es "Oración" de Jorge Olmos. Es una plegaria a la amada. En el fondo, toda experiencia de amor es una experiencia de misterio, puede ser un encuentro místico, un desborde que nos supera, al descubrir la íntima unión y a la vez la máxima diferencia con el otro. Y el lenguaje de la pasión toma prestado el ropaje de la plegaria. El otro es una "Elegía" de Miguel Hernández a su amigo muerto. El último, un poema sobre un nuevo hijo de Juan Gelman. ¡Que les aproveche!

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Oración

He aquí que vengo
en secreto pronuncio tu nombre.
De tu boca el zumo de la vida
agua dulce, miel en mis labios.
Anda, recita sin demora la oración
que arranque de la inmundicia nuestros cuerpos
los hunda en la luz del día
en la tela de la noche los recame.
Muéstrame la fe, la desnudez en el amor
dime cómo deshago este nudo cómo
desencajo el tiempo y te hurto.
Quiero pertenecer a tu misterio
y aún estoy aquí
pronunciando en secreto tu nombre.
Jorge Olmos

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Elegía

En Orihuela, su pueblo y el mío,
se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé,
con quien tanto quería.

Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.

Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento
a las desalentadas amapolas
daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.

Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.

Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.

No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.

En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.

Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.

Volverás a mi huerto y a mi higuera;
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera
de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.

Alegrarás la sombra de mis cejas,
y en tu sangre se irán a cada lado
disputando tu novia y las abejas.

Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.

A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata le requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
Miguel Hernández

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Tal vez el mundo cabe en la cocina
donde hablamos del hijo.
El futuro es un rostro, un dulce nombre,
una sangre en camino a este camino.

Amor se dice de un extraño modo:
cuna, pañal, la bata.
Estas cosas comunes.
Esas palabras blancas.

El amor ha crecido.
La primavera canta en mi pañuelo.

Juan Gelman

martes, octubre 25, 2005

Un poema de Robert Frost

Quería compartirlo...


The Road Not Taken


TWO roads diverged in a yellow wood,

And sorry I could not travel both

And be one traveler, long I stood

And looked down one as far as I could

To where it bent in the undergrowth;


Then took the other, as just as fair,

And having perhaps the better claim,

Because it was grassy and wanted wear;

Though as for that the passing there

Had worn them really about the same,


And both that morning equally lay

In leaves no step had trodden black.

Oh, I kept the first for another day!

Yet knowing how way leads on to way,

I doubted if I should ever come back.


I shall be telling this with a sigh

Somewhere ages and ages hence:

Two roads diverged in a wood, and I—

I took the one less traveled by,

And that has made all the difference.
Robert Frost (1874-1963), en Winter Interval

viernes, septiembre 09, 2005

Elogio de Neruda

Nueva sección, "Elogios". De a poquito voy a ir sacando algunas semblanzas de autores que admiro. Empiezo con el primer poeta que conocí...

Yo tomo la palabra y la recorro
como si fuera sólo forma humana,
me embelesan sus líneas y navego
en cada resonancia del idioma:
pronuncio y soy y sin hablar me acerca
al fin de las palabras al silencio.
La Palabra

Tenía 16 años cuando compré mi primer libro de poesía. Era una edición de "Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, que incluía una antología poética de varios de sus libros.

Ese año habíamos empezado a leer poesía en nuestro curso de literatura. Entre los poemas estudiados estaba "Oda al niño de la liebre", que me hizo adquirir una percepción distinta de lo que era la poesía. Meses después, entraba tímidamente en una librería para comprar el libro, que fue mi puerta al mundo de Neruda y su vasta obra.

Creo que a Neruda le cabe perfecto esa de denominación de Teilhard de Chardin, la de "hijo de la tierra". Sus versos están enamorados de lo terreno, desde el amor, las mujeres y el sexo hasta lo más trivial y cotidiano, como la cebolla y las naranjas... o un chiquito que intenta vender su liebre muerta al costado de la ruta. Quiso cantar a todos y a todo. Recorrió América y su historia con su "Canto General", transitó por el poema de amor regalándonos joyas como el último de los "Veinte poemas de amor" y tantos otros.

Muchos le reprochan que ha escrito demasiado. Pero creo que él hubiera dicho que escribió poco, poquísimo. Que no le alcanzó la vida y la tinta - aunque le alcanzaba y le sobraba el corazón, como a todos los poetas, que tienen un corazón demasiado grande y unas manos tan humanamente pequeñas - para escribir todo lo que hubiera querido.

Murió en 1973, de amor y de tristeza por Chile.

Quizás ahora sea, más que nunca, el poeta que quiso ser: invisible, recibiendo la vida de la gente para hacerla canto, desparramada su alma inmensa por todo el mundo.

Dadme para mi vida
todas las vidas,
dadme todo el dolor
de todo el mundo,
yo voy a transformarlo
en esperanza.
Dadme
todas las alegrías,
aún las más secretas,
porque si así no fuera,
¿cómo van a saberse?
Yo tengo que cantarlas,
Dadme
la lucha
de cada día
porque ellas son mi canto,
y así andaremos juntos,
codo a codo,
todos los hombres,
mi canto los reúne:
el canto del hombre invisible
que canta con todos los hombres.


miércoles, agosto 31, 2005

Pensamientos sueltos

Volver al mismo surco,
pero hundiendo la reja del arado
cada vez más adentro.
Hasta la tierra viva
de donde brota el Reino
P. Casaldáliga
Buscar lo esencial, siempre. Procurar no perderlo de vista. Hacerlo carne.
Encontrar las palabras para decirlo: palabras sencillas, que sean un sacramento, un puente de corazón a corazón. Decirlas sin perder la valentía ni la lucidez. Al contrario: que descubrir lo esencial nos lleve cada vez más a enraizarnos en lo concreto.
Y una vez asentados allí, decir a Jesús, decir el hombre, decir la Iglesia. Decirle al pobre que Dios lo ama.

martes, agosto 30, 2005

Compasión

Vivimos en un mundo donde la gente sufre mucho. Aunque creo que lo más característico de nuestro tiempo no pasa tanto por esto (todos los tiempos han tenido heridas profundas), sino porque la gente parece estar más a la intemperie cuando pasa por experiencias dolorosas. El crecimiento de las comunicaciones no parece paliar la soledad. Las diferentes experiencias de diversión tampoco. Y menos aún la amplia gama de "estupidizantes" y adicciones que se le ofrece a todos hoy.
En este contexto, creo que una de las riquezas más grandes que el corazón humano hoy puede aportar es un renovado espíritu de compasión. Entendida en su sentido primordial y auténtico: sufrir con el otro, dejarse tocar por la miseria ajena en lo profundo del corazón. Implica aceptar el riesgo de perder nuestra preciada pero frágil estabilidad espiritual, para permitir que el otro entre con su mundo. Pero creo que el riesgo vale la pena.
Atreverse a ser compasivo implica abrirse para que una realidad nueva, rica y herida a la vez, ingrese en nuestro corazón y se vuelva parte de él. Pero si esto implica una "pérdida" - de serenidad, de "armonía"... de tiempo, ciertamente, para algunos - la "ganancia" es mucho mayor. Toda experiencia de compasión auténtica conlleva una revelación. Arroja nueva luz sobre el misterio de la vida, de las personas, de nosotros mismos y de Dios. Despierta en nosotros dones insospechados. Y, sobre todo, si es verdadera, se concreta en gestos sencillos pero sinceros. Alcanza al otro en su dolor. La compasión que no es efectiva no es verdadera compasión.
Cuentan que Santo Domingo guardaba a los sufrientes que encontraba en su caminar en "el más íntimo recinto de su compasión". Cada vez que permitimos que alguien ingrese a nuestra compasión, más grande, más receptiva y más activa se vuelve esta. Para todos, es la oportunidad de crecer en humanidad. Y, para el creyente, de ser, en la pequeñez de sus sentimientos y gestos, una reverberancia de la infinita compasión del corazón de Dios.

jueves, agosto 18, 2005

¡Gracias Hermano Roger!







Durante la oración vespertina de este último 16 de agosto, el hermano Roger, prior de la comunidad de Taizé, murió asesinado por una mujer mentalmente perturbada.

Roger Schutz fundó una comunidad de hermanos congregada por la palabra de Dios y un deseo ferviente de trabajar por la reconciliación en todas sus dimensiones. Taizé era y es un lugar de encuentro y acogida, donde miles de hombres y mujeres de todas las confesiones cristianas se encontraban; donde jóvenes de todo el mundo podían volcar sus inquietudes; donde cada uno podía beber del manantial de Dios para volver a su vida cotidiana, más reconciliado consigo mismo y comprometido con los demás.

¡Qué increíble que alguien que dedicó su vida a la reconciliación y la paz muera así, víctima del absurdo y la violencia! No podía evitar pensar en la muerte de Gandhi, de Martin Luther King y tantos otros.

Conocí Taizé y al hermano Roger a través de algunos escritos suyos que llegaron a la biblioteca del seminario. Fueron para mí una fuente en la que sigo abrevando. Roger me consoló con sus palabras y me encontré con que sus cartas y reflexiones "me decían", y decían muchas cosas para las que yo estaba buscando un canal de expresión.

Dejo este fragmento de su última carta, que, como todas, lo pinta de pies a cabeza:


Jesucristo ha venido a la tierra no para condenar a nadie, sino para abrir a los humanos caminos de comunión.

Después de dos mil años, Cristo permanece presente por el Espíritu Santo, y su misteriosa presencia se hace concreta en una comunión visible: ella reúne a mujeres, hombres, jóvenes, llamados a avanzar juntos sin separarse los unos de los otros.



Pero he aquí que, a lo largo de su historia, los cristianos han conocido múltiples sacudidas: surgieron separaciones entre aquellos que se referían, sin embargo, al mismo Dios de amor.
Hoy en día resulta urgente restablecer una comunión, no se puede dejar continuamente para más tarde, hasta el final de los tiempos. ¿Haremos todo lo posible para que los cristianos despierten al espíritu de comunión?


Existen cristianos que, sin tardar, viven ya en comunión los unos con los otros allí donde se encuentran, con toda humildad, con toda sencillez.
A través de su propia vida, quisieran hacer a Cristo presente para muchos otros. Saben que la Iglesia no existe para sí misma sino para el mundo, para depositar en él un fermento de paz.
«Comunión» es uno de los más hermosos nombres de la Iglesia: en ella, no puede haber severidades recíprocas, sino solamente limpidez, la bondad del corazón, la compasión… y llegan a abrirse las puertas de la santidad.



En el Evangelio, se nos ofrece descubrir esta realidad asombrosa: Dios no crea ni el miedo ni la inquietud, Dios no puede sino darnos su amor.


Por la presencia de su Espíritu Santo, Dios viene a transfigurar nuestros corazones.
Y en una oración muy sencilla, podemos presentir que nunca estamos solos: el Espíritu Santo sostiene en nosotros una comunión con Dios, no por un instante, sino hasta la vida que no termina.

miércoles, agosto 17, 2005

Animarse a entrar en conflicto

En este tiempo vengo reflexionando sobre la agresividad. Algo que me llama la atención es que si bien parece (enfatizo el "parece") que en algunos aspectos referidos a la sexualidad y el mundo de los sentimientos y afectos en general estamos un poco más libres, seguimos sin saber qué hacer con nuestra ira. Nos da culpa pelearnos, y pasamos fácilmente de la agresión reprimida a la agresión desatada. Estamos los que preferimos eludir el conflicto y tratar de frenar la bronca; están los que la descargan de modo indiscriminado sobre los demás. En ambas situaciones, nos lastimamos a nosotros mismos y perjudicamos a los demás.

Quizás tengamos que encarar la cuestión desde otro ángulo. El mejor modo de que la ira no nos domine no es reprimirla, ni tampoco liberarla indiscriminadamente. Sino darle un buen uso. Tal vez el primer paso sea darle una valoración más positiva. Nuestra agresividad no tiene que ver simplemente con el deseo de hacerle daño al otro. Hace a nuestra capacidad de acometer, de buscar lo arduo a pesar de las dificultades, de defendernos frente a los ataques. ¡Sin agresividad nos habríamos muerto hace rato! La cuestión está en ordenarla, saber encauzarla. Si nos dejamos controlar por ella, se diluye en fuegos de artificio que podrán asustar mucho pero no llegan a nada; si la reprimimos, la depresión y el resentimiento están a la vuelta de la esquina.

No puedo evitar sentir que estas palabras me quedan grandes. Entrar en conflicto y darle un buen uso a la bronca me cuesta tanto como a todo el mundo. Pero me animo a compartir algunas cosas que me han dicho y que he ido cosechando, no desde la meta, sino desde el camino.

1. Hay que perder la culpa que a veces nos suscita la bronca. Como decía un cura amigo: "los sentimientos no son buenos ni malos: son míos". Si empezamos por juzgar de un modo negativo la bronca, hacemos que ésta fermente en algo bastante más complejo. Aceptarla es el primer paso, sin culpas ni vueltas. El primer paso para vivir bien el conflicto es la verdad.

2. Desde ahí, encontrar el momento, el lugar y la persona con quién expresarla. Y no demorarlo demasiado. Yo he encontrado que ayuda y me ayuda no objetivar la situación ("estuviste mal") y decirlo desde la vivencia de uno ("me lastimó" o "me dolió esto que dijiste o hiciste").

3. Una vez que la bronca está afuera, se reubica y en general descubrimos que no era tan terrible como nos la imaginábamos. Obviamente cada uno se conoce: hay gente más y menos colérica.

En fin, son divagues, puntas de reflexión. Y tipo nada.

martes, agosto 09, 2005

Pedro y la tempestad



El Evangelio de este último domingo los presenta a los discípulos en una realidad de lo más desoladora. Lejos de la orilla, golpeados por las olas y atormentados por el viento, agotados por el esfuerzo de una larga noche remando, transitando la madrugada, cuando el frío y la oscuridad se hacen presentes con mayor intensidad.



Y sin embargo, Jesús viene caminando hacia ellos en medio de la tormenta. Es lógico que no puedan reconocerlo. ¿Puede Jesús salir a nuestro encuentro en las tempestades?

Pedro se anima a jugarse. Y se manda, animado por la voz de Jesús. Pero se empieza a hundir, y grita pidiendo ayuda. En seguida Jesús responde asiéndolo fuertemente de la mano, con un reproche que parece casi cariñoso.

Lo interesante es que Pedro empieza a hundirse no por falta de fuerza, sino por dejar de mirar a Jesús y empezar a ver la fuerza del temporal que amenaza con tragarlo. Por suerte el Maestro está ahí para sostenerlo y acompañarlo de vuelta a la barca, con los demás discípulos.

Es un lugar común pensar que los requisitos para el encuentro personal con Jesús son numerosos y exigentes. No pareciera que los momentos conflictivos o de crisis pueden ser un camino hacia Jesús, porque implican justamente no poder controlar los acontecimientos. Pero aquí el encuentro se da en un contexto de suma fragilidad: sin horizontes ni fuerzas, sin dominio de lo que sucede.

A veces, sin embargo, en medio de la tempestad reconocemos a lo lejos la figura de Jesús, y nos atrevemos a caminar sobre las aguas. Pero puede ocurrir que a mitad de camino nos concentremos más en las dificultades que en Jesús, y empecemos a ahogarnos como se ahogaron las semillas en medio de las espinas de la de parábola del sembrador. El desafío es animarnos a confiar y pedir ayuda. Para que la duda no sea motivo de ahogo, sino de crecimiento.

El relato termina con el reconocimiento de los discípulos de Jesús como Hijo de Dios. Si la tempestad sirve para encontrarnos con nuestra fragilidad, nos regala también una comprensión más profunda de Jesús, de su misterio y su presencia en nuestras vidas.

Ojalá podamos abrir la mirada y el oído para escucharlo por encima de los ruidos de la tormenta: "¡Confíen! Soy yo, dejen de temer".

¿Para qué sirven las despedidas?

Para recordar que estamos vivos y seguimos caminando.
Para descubrir que el dolor de la separación es también parte del afecto compartido.
Para hacer del encuentro recuerdo y acción de gracias.
Para agrandar el corazón a la medida del adiós.
Para habitar un poco en otras partes y otros recuerdos, que siguen más allá de nosotros.
Para ser habitados por los distantes, y llevar su presencia más allá de ellos mismos.
Para construir un nuevo hola, un nuevo abrazo, un sacramento cada vez más hondo
del reencuentro.

domingo, julio 24, 2005

Reflexiones trasnochadas para evitar la depresión post-vacaciones

Llegué esta mañana después de dos semanas de pura vida familiar junto a mis viejos y algunos de mis hermanos. Más allá de la típica bajoneada que viene con la despedida y separación hasta un próximo encuentro, volvía sobre este tiempo y pensaba en lo fundante de nuestras relaciones familiares. Qué paradójico que el lugar donde más fuerte palpamos en general las limitaciones del amor, las miserias del otro que forzosamente quedan expuestas por la cercanía de la convivencia, es también donde vivimos el amor incondicional, donde entremezcladas con estas pequeñas mezquindades que a veces nos lastiman tanto, vivimos una fidelidad que parece a prueba de todo.
Nuestra experiencia familiar nunca será perfecta, siempre estará recorrida por errores, palabras que no debiéramos haber dicho, gestos que tendrían que haber estado y no estuvieron. Pero es también donde vivimos una entrega que antecede a cualquier gesto posible nuestro. Es el primer lugar donde aprendemos el misterio del amor gratuito, porque sí, porque somos. Casi diría más: el amor que nos hace ser. Descubrimos que hemos sido queridos, antes de cualquier posible hecho que nos haga ganar el amor del otro.
Sé que son muchos los que no han hecho esta experiencia, que en la balanza tienen que poner más peso en las heridas que en las caricias. Creo que es entonces necesario destacar que si bien esta experiencia nos marca, nadie está determinado. Siempre somos libres, más grandes que nuestra historia. Pero no podemos negarla ni olvidarla, salvo que queramos repetirla o dejarnos ahogar por ella. Y, ¿quién sabe? Tal vez aún los más lastimados puedan encontrar un resquicio por donde se cuele la luz, para ver su vida con una mirada nueva y dar gracias.
Hoy siento ganas de eso: de dar gracias por mis viejos, por mis hermanos. Por esas personas maravillosas, increíblemente humanas, que me dieron todo.
Cuando empezaba mi segundo año de seminario, tenía un enorme escritorio en mi cuarto con un vidrio encima, debajo del cual empecé a poner fotos de amigos, familiares y lugares queridos. Cuando terminé, caí en cuenta de algo que no había hecho conscientemente. En el medio de todas las fotos, estaba una de mis papás bailando el vals el día de su casamiento.
No pude evitar pensar que todas las otras fotos, todas las experiencias de amor y vinculación, estaban atadas a ese primer encuentro entre ellos, a esa danza de la cual fuimos naciendo mis hermanos y yo. Cada día descubro con más fuerza como mi vida y mi entregada brotan de ese amor. Como decía León Gieco en Soy como un tren: "Yo por amor doy la vida/porque de amor mi vida un día nació".

viernes, julio 22, 2005

No es paranoia si en verdad te persiguen (o ¿por qué a todo el mundo le copan las conspiraciones?)


Los últimos años parecen proliferar en películas que develan la verdadera trama que mueve los oscuros acontecimientos del mundo en una dirección determinada. Casi siempre esta trama está impulsada por un grupo que se mantiene oculto del resto de la ignorante y feliz humanidad.
Hasta que alguien, por revelación, suerte o desventura, descubre las maquinaciones de este grupo (siempre malignas), y arremete contra ellas, perseguido muchas veces por aquellos a quienes intenta salvar, intentando desesperadamente liberarlos de su inconsciencia.
Saquen y pongan algunos elementos y aquí está la trama de una inmensa multitud de películas y libros más o menos recientes que la gente ha puesto en el podio de los best-sellers. ¿Algunos ejemplos? Matrix, Blade, El Código Da Vinci, Estigma, Hombres de Negro, Tomb Raider... y la lista continúa. La cantidad de literatura paranoide que circula tanto en las librerías como en la red denunciando complots y mafias es igual de inagotable.
¿Cuál es la idea? ¿Qué hay detrás de semejante éxito?
Sin ánimo de agotar la respuesta, pensaba en algunas posibilidades que quizás ayudan a entender el interés ligeramente morboso que este tipo de explicaciones de realidad suscita.
Vivimos en un mundo sumamente complejo, fragmentario y "fragmentante" (¡ya estoy poniendo neologismos! Voy camino a ser un teólogo de verdad), que nos hace vivir inseguros, faltos de fundamento y sentido. Saber que hay una inteligencia planeando todas las desgracias, aunque por un lado nos desconsuela, por otro lado, nos da la seguridad que siempre otorga el encontrar un por qué . Es el lado oscuro de lo que un creyente llamaría la divina providencia, quizás similar al genio maligno de Descartes.
Por otro lado, este sentido oculto no parece ser para todos, sino que sólo un selecto grupo está en posesión de él. Y a la seguridad del sentido, le agregamos la del "ser parte". O, dicho en criollo, "ser de los que tienen la papa". No es nada nuevo, los gnósticos vendían, con un sentido fuerte de marketing religioso, esta misma idea en la Antigüedad: conocimiento para unos pocos... que salva.
Ese sería el elemento definitivo: los que se salvan también, en general, este grupo selecto. Así, se reduce el mundo a una enorme arena donde la mayoría permanece ajena al conflicto que define la historia: la lucha de buenos contra malos. Habría que ver qué hacen los buenos si ganan.
Quizás, resulta más exasperante de esta mentalidad paranoide es el hecho de que es completamente compacta sin fisuras. No admite críticas, sino que se retroalimenta permanentemente. ganando en certezas. Siempre podrá poner al cuestionador del lado del enemigo.
En el fondo, me parece que la paranoia viene de una exacerbación de la razón, necesitada siempre de una causa, un motivo, un hueso más que le afile los dientes para morder el mundo. Por eso el perseguido siempre posee una lógica demoledora.
Para un creyente, la mirada sobre los acontecimientos nunca es ingenua. Sabemos que hay mal en el mundo, y que este puede llegar a tomar dimensiones estructurales en las culturas y las instituciones, tanto como en el corazón de las personas. Pero, desde el corazón, confiamos en un Dios que acompaña la historia desde adentro, dando a los hombres la capacidad de transfigurar aún los peores males y hacerlos fuente de esperanza.
Quizás haya un plan maligno para dominar a todos, o una "evil mastermind", como gustan de decir los cómics. Pero no es el primer plan. Ni el mejor.

miércoles, julio 20, 2005

Trigo y Cizaña


La lectura de este último domingo (Mateo 13, 24-43) viene repicando en mi cabeza desde hace tiempo. Escucharla una vez más en la misa me hizo sorprenderme por la profunda humanidad que tienen las palabras de Jesús. No pude reprimir las ganas de escrbir algunas notas sueltas, como para despuntar el vicio homilético antes de tiempo.

1. La primera realidad que plantea la parábola es la de la buena semilla: Muchas veces olvidamos que lo primero en nuestra vida, la realidad más profunda, el marco en el cual podemos entender la presencia del mal, de la cizaña, es lo bueno: el trigo que Dios pone en nuestro mundo, en nuestra Iglesia, en nuestro corazón. Lo primero (y lo más fuerte) será siempre la gracia, el regalo.
2. Toda realidad humana goza (o sufre) de una cierta ambigüedad: la parábola, a la vez, invita al realismo. No podemos condenar ni canonizar a nadie antes de tiempo. Lo mismo a la hora de evaluar nuestras acciones. En nuestros actos más generosos hay motivaciones no tan santas ni puras como a veces nos gustaría suponer; y quizás nuestros momentos menos brillantes tengan alguna riqueza oculta, o al menos ¡unos cuantos atenuantes!
3. Entre el Señor que deposita la buena semilla, y el enemigo (que trabaja de noche, esto es, en el ámbito donde no se puede ver, ni controlar, en aquellos lugares que están más allá de las capacidades humanas de orar o responder adecuadamente) que siembra cizaña, están los peones sorprendidos y atolondrados. ¡Es tan fácil encontrarnos reflejados en ellos! Por un lado, no pueden entender la presencia de la cizaña (¿y quién podría juzgarlos? Al fin y al cabo, nosotros reaccionamos del mismo modo cuando el misterio del mal, el mysterium iniquitatis del que hablan los teólogos, aparece abruptamente en nuestra existencia). A la vez, quieren responder a lo bruto, arrancando de raíz la cizaña, sin pensar que no pueden distinguir una semilla de la otra, todavía.
4. La siega, sin embargo, está reservada a otros (los segadores no parecen ser los mismos que los trabajadores en este texto). A nosotros nos toca ser pacientes, y aceptar los ritmos de un Dios que estás más reconciliado con las contradicciones internas de nuestra condición humana que nosotros mismos.

Y eso, y nada.

lunes, junio 27, 2005

Sobre la importancia de respirar

Respirar es uno de los actos más importantes, y que realizamos menos conscientemente.
La tradición oriental da una importancia fundamental a la respiración adecuada, como elemento indispensable para la meditación (y esto no sólo en el budismo, o las otras religiones, sino también en el oriente cristiano).


Tomar conciencia de nuestra respiración nos hace centrarnos en el aquí y ahora, prestar atención al hecho de que estamos vivos, detener el fárrago de pensamientos y preocupaciones que generalmente nos ancla a un pasado estéril o nos lanza a un futuro tan angustiante como inexistente.

Es interesante ver que una de las primeras acepciones de la ruah, del aliento de Dios, es la de la atmósfera. Y desde entonces el aire, el viento, son imágenes para describir a Dios y su acción.
A veces, cuando me concentro en mi respiración, me agrada pensar que así como hay un reflujo de aire que renueva mi cuerpo, hay un respirar del Espíritu en mí que oxigena mi corazón, lo ensancha y vigoriza, sacándola de la inercia y el estrechamiento.

Así, el Espíritu utiliza nuestros “pulmones espirituales”. Y no sólo en nosotros: él es el fuego de pentecostés, pero también es el viento que abre las puertas y ventanas de la Iglesia encerrada por el miedo. ¿No decía Juan XXIII al convocar el Concilio Vaticano II que la Iglesia necesitaba “un soplo de aire fresco”? Ese soplo lo trae el Espíritu de Dios, directo del corazón del Padre, que sabe lo que la Iglesia y los hombres necesitan... una bocanada de aire puro.

martes, junio 21, 2005

Cuatro Invocaciones al Espíritu Santo

Acá van cuatro oraciones-poemas cortitos. Pensé en cómo los cuatro elementos entran en la simbólica que en general utilizamos para referirnos al Espíritu y me salió esto. Espero que le guste.

Viento

Ven, sopla en nuestra casa, cerrada por miedos y prejuicios.
Ven de la boca de Jesús, con su palabra siempre nueva.
Ven, danos el aliento, abre nuestra garganta para que gritemos “¡Abbá!”.
Llévanos a la otra orilla desconocida, impúlsanos al encuentro, sostennos para que anunciemos el Evangelio.
En las hojas del árbol del tiempo, tú, viento eterno, haciendo sonar el rumor de la voluntad del Padre.
En los abatidos, en los agobiados, tu torbellino abre las puertas del canto y la alabanza.
Sacude nuestros cimientos, empújanos a la misión; que tu voz, sonido sutil del silencio, nos susurre al oído el amor trinitario y los anhelos de los necesitados.

Fuego

Tu presencia incendia nuestras vidas, consumiendo nuestra humildad para hacerla ofrenda.
Bajas del cielo: el secreto de la Pascua, el tesoro escondido que brotó de Su corazón ardiente. ¿Qué miseria, qué pecado puede ser más grande que tu fuego? Ni todos los torrentes del mal podrían apagarte.
Sin consumirnos, transfiguras nuestra vida, haciendo de nuestros gestos sencillos un sacramento. Avivas el deseo dormido, purificas nuestros ojos de toda ceguera, reduces a cenizas nuestros ídolos.
Ven ahora, devuélvenos el amor primero. Danos la palabra ardiente, que denuncia y revive, enciende en cada uno de nosotros la llama de la presencia. Haz de nuestra Iglesia lucernario, calor y orientación para los que van ateridos por el frío de la soledad y el pecado.
Danos pasión por el Reino, ardor para la misión, deseo profundo de intimidad en la oración. ¡Fuego de Dios, ven a nuestras vidas!

Agua

Su cuerpo es el manantial desde donde te donas a todos; Su cruz es el bastón que quiebra nuestra piedra y la hace fuente viva.
Como los ríos, te vas acomodando a nuestro cauce, desgastando con paciencia nuestras mezquindades.
Te deslizas despacio por nuestras sequedades. Cualquier lastimadura de nuestra tierra es una invitación para tu curso, donde te derramas generosa.
Por donde pasas, renace la vida, y los hombres se acercan, intuyendo saciedad para sus búsquedas.
Hoy te necesitamos tanto... Baja como deshielo, desbordando de Dios por donde vayas, regálate fresca a nuestros labios resecos y mudos de Evangelio.
Que tu correr oculto por las acequias alegre nuestra ciudad, y haga germinar en nuestros surcos las semillas escondidas de la Palabra, que esperan tu caricia para despertar en el tiempo.

Unción

Signo de la tierra, que entrega, generosa madre, su fruto pobre, y en manos del hombre, se convierte en amor y alegría. Embebes lo que tocas, y lo haces resplandecer.
Llevas a Cristo a lo más profundo, y, desde allí, el amor llega hecho luz a nuestro rostro. El que nos ve, sabe que somos de Él y para Él.
En nosotros la prenda y prueba del amor; en cada uno distinto, nuevo en dones y llamados; en cada uno, igual al regalarte todo entero. Al Cristo siempre joven y eterno, lo sellas en nuestra vida.
Nuestra Iglesia te pide que unjas con tu amor su frente. Despierta los dones y fortalece a los combatientes. Baja para hacer surgir a los profetas y doctores. Que el perfume de tu elección nos empape e inunde con la fragancia de Jesús la casa de los hombres. Haznos cántaro quebrado, ignorante de cálculos y miedo, vertidos a los pies de los hermanos como regalo del Padre.

viernes, febrero 18, 2005

Ora et Labora: Una fórmula que todavía funciona (para desarrollar una actitud distinta frente al trabajo)

Ora et labora: una fórmula que todavía funciona


Hace casi ya mil quinientos años, San Benito, el fundador de numerosos monasterios que se agruparían más tarde para ser conocidos como monjes benedictinos, acuño una frase que sería el lema de sus hermanos y pasaría a la historia como la síntesis de su misión y espiritualidad: "Ora et labora", "reza y trabaja".

Hoy en día nos puede resultar muy extraña la unión de dos palabras que no parecen tener demasiado que ver. ¿En qué se relaciona nuestra oración con el esfuerzo por ganar el pan de cada día? ¿Cómo nuestro diálogo con Dios influye o es influido por nuestro oficio u profesión? Pareciera que sólo los monjes pueden unir sin grandes complicaciones dos términos tan distintos. Y sin embargo, hoy queremos adentrarnos en el profundo vínculo que tienen, y trazar algunos caminos para unirlos cada vez más. Pero antes, pongamos las cosas en claro.

Despejando la maleza

Una de las mayores complicaciones a la hora de rezar es que no entendemos bien qué es exactamente la oración, o, si se prefiere, tenemos una cierta idea de qué significa rezar "bien", y descartamos cualquier otro modo como inválido, poco apropiado, o no tan bueno. Así, confundimos a veces la oración con repetición de fórmulas, o con un tiempo y un espacio que sólo podemos experimentar en un retiro o en la iglesia. Así vamos poniendo alambradas de púa en torno a la oración. La separamos de la vida, y no pueden encontrarse.

Otra dificultad reside en elegir la "materia" de nuestra oración. La Biblia, un buen libro de espiritualidad, una canción, los textos litúrgicos, son buenos trampolines para el encuentro con el Señor. Sin embargo, hoy queremos, sobre todo, encontrar la fuente de nuestra oración en los acontecimientos cotidianos, en lo que nos pasa en nuestro trabajo.

¿Y cuál es el sentido de todo esto?

La misión del bautizado, especialmente de los laicos, está en santificar la realidad en la que vive. Por el bautismo, recibe el participar en el sacerdocio de Jesús. Esto quiere decir que está llamado a santificar, a ofrecer a Dios su vida, sus afectos, su trabajo cotidianos, sus alegrías y dolores, para llenarlos con la buena noticia de Dios.

Esto trae dos consecuencias. La oración se vuelve entonces una necesidad para irradiar el amor del Señor en nuestras tareas. Pero a la vez, sabemos que nuestras ocupaciones pueden ser un sacramento para el encuentro con Dios, esto es, un signo de su presencia salvadora. ¡Dios nos está esperando en la oficina, en el aula, en el consultorio! ¡En el campo y en la ciudad, nos dirige su Palabra! De aquí que, por un lado, estemos llamados a una vida de oración intensa, que nos haga transparentar cada vez más la presencia del amor del Padre, y, por otro lado, busquemos enriquecer nuestra oración con el trabajo cotidiano.


¿Y cómo hacemos?

No existe "la oración" como tal. Existen personas orantes, mujeres y hombres que buscan a Dios y se dejan encontrar por él. Sería muy arriesgado pensar que hay sólo uno, dos, o tres caminos para la oración, pues hay tantos como personas. Dios es eterna novedad, manifestándose siempre de un modo distinto, buscando hablar en nuestro dialecto para que podamos entenderle. Aún así, sí podemos proponer algunos senderos a recorrer. Que cada uno tome a su gusto lo que le sirva, y lo someta a la mejor prueba de fuego que hay: la propia experiencia.

Detenerse y contemplar

Uno de los grandes males de nuestra cultura es la ansiedad (lo digo como víctima más que como denunciante). Nos cuesta detenernos, llevados por el vértigo y el miedo a que el vacío esté esperándonos detrás de nuestro ritmo afiebrado pero también anestésico. Además, admitámoslo: hoy da un cierto prestigio "estar a mil", y a quien no tenga cantidades monstruosas de actividad se lo tiene por vago. La oración se nos antoja más un privilegio o un entretenimiento para gente sin responsabilidades que una parte de nuestra vida.

No obstante, una posibilidad al alcance de todos en medio del trabajo cotidiano es frenar y... respirar. Para la contemplación hace falta detenerse, tomar un poco de distancia. Al menos por algunos segundos (quizás algún afortunado pueda dedicarle cinco minutos), pensar que estamos realizando algo importante. Que somos parte del trabajo fecundo de Dios; que lo que estamos haciendo en ese preciso instante forma parte del inmenso impulso de vida del Padre, que sigue sosteniendo el mundo y lo hace crecer. Descubrir que estamos inmersos en el amor creativo y creador de Dios, haciéndolo llegar a nuestra realidad. Dar gracias, pedir, ofrecer... y seguir trabajando. Quizás nos puede ayudar alguna breve jaculatoria, o simplemente, dejar que nuestro corazón se eleve a Dios por unos instantes.

La intercesión: dejar que los demás entren en nuestro corazón

Nuestro trabajo nos inserta en la sociedad, nos involucra en el ritmo de nuestras ciudades y pueblos, nos hace entrar en relación con mucha gente. Algunos pasan brevemente por nuestras vidas; otros comparten un buen tramo del camino. De un modo u otro, su presencia nos recuerda que la vida y el trabajo siempre son compartidos, tienen su origen y su destino en otros.

Algunos, por su tipo de trabajo, tienen más acceso al mundo de estas personas. Conocen sus vidas, sus preocupaciones y deseos, sus inquietudes y necesidades. Otros simplemente comparten el ajetreo de cada día con ellas. De un modo u otro, se vuelven una parte de nuestra vida. Y delante de Dios, la forma de expresarlo se llama intercesión. Quizás después de algún encuentro, o de un saludo (o de alguna discusión), presentarle esa persona a Jesús, pedirle por ella o ponerla en su presencia. Abrirse a la presencia del Señor en la oración nos llevará forzosamente a comprometernos más con el prójimo. Y ese compromiso a la vez alimentará nuestra oración delante de Dios, haciendo de la vida del hermano una parte de la nuestra.

Las dificultades y el cansancio

Pero no todas son rosas en el trabajo. Experimentamos a menudo nuestros propios límites en el mundo laboral: cuando el cansancio, la presión o los nervios nos juegan una mala pasada; cuando a pesar de nuestros esfuerzos las cosas no salen como quisiéramos; cuando no logramos relacionarnos con algún compañero o no sabemos cómo prestar nuestra ayuda a quien la solicita. Tocamos entonces el dolor del otro y el nuestro.

En esos momentos nos aproximamos al misterio de la cruz de Jesús. Vivimos la distancia entre nuestro corazón (nuestro deseo de amar y entregarnos) y nuestras manos (nuestra capacidad de obrar y actuar, nuestra eficacia). Nos toca, quizás, de un modo u otro, morir un poco: cediendo en criterios, sufriendo una crítica innecesaria o un cambio en nuestros planes... son muchas las dificultades que tenemos que enfrentar.

Vividos desde Dios, los momentos de dolor pueden ser portadores de salvación. Entregamos gratuitamente nuestro amor unido al de Jesús, para seguir salvando. Pero además, el dolor trae como fruto un despojo que nos une más a Dios y a los hombres. Pues todo sufrimiento nos va quitando la coraza que a veces llevamos puesta. Nos recuerda que estamos vivos y nos pone en contacto con nuestra fragilidad. La profunda necesidad que tenemos de Dios y de los demás (para ser consolados y escuchados) aflora en nuestro corazón. Y nuestra capacidad para compadecernos, para entender el dolor del otro, gana en profundidad y en luz.


Un camino extraordinario

El unir el trabajo a la oración hace que ambos se enriquezcan. La oración se encarna, se hace vida en nuestra vida; el trabajo gana una nueva dimensión, se hace un puente entre Dios y los hombres, y recibe una capacidad de transformación insospechada.
Unir estas dos dimensiones de nuestra vida nos ayudará en un camino de integración y plenitud, para que nuestro corazón, tanto en el trabajo como en la oración, vaya latiendo cada vez más en sintonía con el corazón de Dios y el de tantos hombres que día a día, salen al mundo a transformarlo con su afán.

Octubre de 2003

Carta a un amigo sobre el voluntariado

Querido Diego:

Hace tiempo ya que vengo pensando mucho en todo lo que ustedes están haciendo allá en Virreyes [Nota: Trabajan acompañando una escuelita de hockey para chicas del lugar y otras iniciativas de promoción humana] . En mi propia experiencia trabajando en barrios, y en todo lo que de un modo u otro se relaciona con el trabajo de promoción humana. Pensaba en lo que contaban vos e Iván de la dificultad para conseguir gente que se comprometa a largo plazo. Pienso que en parte es porque a veces este compromiso brota de un impulso generoso pero que no está sustentado por una convicción profunda o una idea clara sobre qué significa realizar este trabajo.

Pensando en eso me fue saliendo esta especie de carta/reflexión sobre lo que significa el trabajo social y de promoción humana, sobre todo desde el Evangelio. Me encantaría que me digas, cuando tengas un tiempito, qué te parece y qué reflexiones te suscita vos. Son más que nada notas sueltas, pero por ahí te sirven. Te mando un gran abrazo y nos estamos viendo.

Una opción en la crisis

Hoy, de un modo u otro, la crisis toca a nuestra puerta. A diferencia de épocas anteriores, los medios, pero, sobre todo, nuestra experiencia cotidiana en la calle, en el tren, en el trabajo, nos acercan de un modo ineludible la situación dramática de la gran mayoría de argentinos.
A la vez, la inseguridad nos deja con miedo y una profunda incertidumbre, invitando más a cultivar la alienación y el resentimiento que a pensar respuestas creativas para ir saliendo de este difícil momento que atravesamos.

Sin embargo, este tiempo también es testigo de numerosos brotes de solidaridad que surgen en distintos lugares, emprendiendo de distintas maneras caminos nuevos, tendiendo puentes para un país mejor. Pocos fenómenos sociales llaman hoy tanto la atención como el voluntariado y las distintas iniciativas de trabajo social y humano.

No todo es fácil. Muchos empiezan estas tareas con entusiasmo pero pronto se desaniman y abandonan. Otros se resienten o se amargan al experimentar el rechazo.
Sin ánimos de juzgar a nadie, y sin negar las más que reales dificultades y frustraciones, creo que parte del problema en el abandono y la continuidad en el voluntariado es la falta de motivaciones profundas, o, al menos, la falta de explicitación de las mismas. Desde una perspectiva cristiana, estas líneas quisieran ayudar a descubrir, nombrar y profundizar esas motivaciones.

Una elección y un llamado

Optar por el trabajo de promoción humana puede sonar a utópico. ¿Qué puede cambiar un pequeño grupo de personas en un país enorme y tan herido? No sólo eso, a la hora de encarar la tarea concreta que nos hemos propuesto palpamos nuestras propias limitaciones.

Con este horizonte delante, ¡qué bien nos hace recordar que Dios es un enamorado de los pequeños comienzos! El Evangelio nos muestra a Jesús convocando a este grupo de hombres y mujeres increíblemente frágiles, increíblemente “normales”, con dudas y miserias, riquezas y grandes pobrezas, para anunciar el Reino. Jesús no se asusta de la pequeñez de su comunidad. Al contrario, apuesta a confiar en ellos. Y no por ingenuidad, sino porque intuye la semilla de vida que Dios ha puesto en cada uno de ellos y que pugna por salir.

Así, vemos cómo despierta la vida en las personas que se encuentran con él. Todos hacen la experiencia de ser aceptados y curados en lo profundo de su corazón. Sus discípulos primero que nadie. Ellos reciben de Jesús el encargo de continuar esa misión. Les da su Espíritu para que ellos también den frutos de vida.

Trabajar en promoción humana es aceptar esa invitación de Jesús para comprometerse al servicio de la vida. Para que, como Jesús, despertemos el don de Dios que está dormido en los otros, a causa de la pobreza, de la ignorancia o de las heridas de la vida.

La primera condición es ponernos en manos de Jesús y descubrirnos a nosotros mismos profundamente amados y aceptados en nuestra pequeñez. De otro modo, no sólo corremos el riesgo de chocarnos contra nuestros idealismos y amargarnos la vida, sino peor aún, nos exponemos a la posibilidad de encarar nuestro trabajo como si nosotros fuéramos el Mesías y los demás, pobres destinatarios pasivos de nuestra caridad.
En cambio, al arrojar nuestro amor, sencillo y pobre, en el corazón de Cristo, nuestro voluntariado gana una raíz profunda, sólida, no dependiente ya sólo de nuestras fuerzas, sino de la gracia.


El encuentro

Si, como decíamos, aquellos con los que nos relacionamos para trabajar, dejan de ser meros receptores para ser parte activa del proceso de promoción, necesariamente encararemos el trabajo de otro modo, sin caer en asistencialismos ni condescendencias. Sólo cuando es el otro el que se compromete activamente en su crecimiento podemos esperar frutos duraderos. Es mucho más desafiante, pero también más fecundo. Implica una profunda confianza en la bondad de las personas y en su libertad. A la vez, nos pide firmeza para no caer en la tentación de ahorrarles el camino, o de dejar pasar una corrección.
En el Evangelio descubrimos que ésta es la pedagogía de Jesús. Se adapta siempre a las necesidades de cada uno, sin forzar, sin imponer, pero apelando a la vez a la responsabilidad de las personas, exigiendo lo justo en cada momento[1]. No pide de más, pero tampoco de menos.

La frustración

Pero todo esto no quita que experimentemos obstáculos muy concretos que pongan a prueba nuestro compromiso. Un hombre muy dedicado el trabajo social especialmente en el área de la Patagonia, el P. Miguel Petty SJ, afirma que “la primera virtud del agente de promoción humana debe ser una alta capacidad de frustración”.
Quizás una de los dolores más grande en este campo sea el del rechazo precisamente de aquellos a quienes intentamos ayudar, manifestado en reproches, críticas o inclusive violencia.
Estamos sin dudas encarando un camino arduo. Tenemos que estar preparados para sembrar y regar, confiando mientras los brotes no aparecen que lo entregado a la tierra ya está dando vida, aunque oculta. Y tratando, mientras tanto, de hacer de esos dolores una fuente de crecimiento. Es una forma de entender la cruz: tener una enorme disposición para amar y entregarse, pero encontrarse incapacitados para hacerlo por la cerrazón de los otros. Será cuestión entonces de confiar y abandonarse en Dios. Es el momento más difícil: y por eso, también el más fecundo.

De un modo u otro, lo que no debemos dejar de tener presente es que todo esfuerzo, todo diálogo, todo proyecto, por más pequeño y atravesado de dificultades, si está hecho con espíritu de servicio, ya es fecundo, ya es vida. Más todavía: ya es Buena Noticia para los demás, que experimentan, aún sin saberlo, el amor de Dios por manos humanas. Y así quedan abiertos al anuncio explícito de Jesús.

Les dejo, para terminar, una cita que a mí me inspira mucho. Eloi Leclerc, su autor, la pone en labios de San Francisco en su libro “Sabiduría de un Pobre”:

El Señor nos ha enviado a evangelizar a los hombres, pero ¿has pensado ya en lo que es evangelizar a los hombres? Mira, evangelizar a un hombre es decirle: “Tú también eres amado de Dios en el Señor Jesús”. Y no sólo decirlo, sino pensarlo realmente. Y no sólo pensarlo, sino portarse con este hombre de tal manera que sienta y descubra que hay en él algo de salvado, algo más grande y más noble de e lo que él pensaba y que se despierta así a una nueva conciencia de sí. Eso es anunciarle la Buena Nueva y eso no podemos hacerlo más que ofreciéndole nuestra amistad: un amistad real, desinteresada, sin condescendencia, hecha de confianza y de estima profunda. Es preciso ir hacia los hombres. La tarea es delicada. El mundo de los hombres es un inmenso campo de lucha por la riqueza y el poder, y demasiados sufrimientos y atrocidades les ocultan el rostro de Dios. Es preciso, sobre todo, que al ir hacia ellos no les aparezcamos como una nueva especie de competidores. Debemos ser en medio de ellos testigos pacíficos del Todopoderoso, hombres sin avaricias y sin desprecios, capaces de hacerse realmente sus amigos. Es nuestra amistad lo que ellos esperan, una amistad que les haga sentir que son amados de Dios y salvados en Jesucristo

Eduardo Mangiarotti
Seminario San Agustín
19 de octubre de 2004
[1] Los ejemplos son numerosos, pero quizás se ve más claramente en una leída global del Evangelio de Lucas, que está pensado como un verdadero itinerario que Jesús recorre con sus discípulos detrás.

Viviendo en la fuerza del Espíritu (sobre el Espíritu Santo)

Viviendo en la fuerza del Espíritu


A la hora de reflexionar sobre el Espíritu Santo vemos que ya no es, como en otras épocas, "el gran desconocido". La Renovación Carismática, la importancia que tiene hoy el sacramento de la Confirmación, el número creciente de grupos de misión, y otras influencias dentro de la Iglesia han hecho que la tercera persona de la Trinidad vaya ganando en presencia en la vida espiritual del Pueblo de Dios. De todos modos, suele percibírselo de una manera vaga. Todos nos hacemos una imagen más o menos personal del Padre y de Jesús, pero el Espíritu Santo muchas veces parece asemejarse más a una especie de "fuerza", al mejor estilo de la Guerra de las Galaxias, que a una persona.

¿Cómo hacer para ir personalizando nuestra relación con el Espíritu Santo, para descubrirlo mejor y dejarlo entrar plenamente en nuestras vidas? Tenemos que mirar al Señor Jesús, el Ungido por el Espíritu, el hombre espiritual por excelencia. Y desde allí, descubrir al Fuego de Dios obrando también en nuestras vidas.


1. Jesús, impulsado por el Espíritu

"El espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido para anunciar
la buena noticia a los pobres;
él me ha enviado a proclamar
la liberación a los cautivos,
a dar vista a los ciegos,
a liberar a los oprimidos
y a proclamar un año de gracia del Señor."
[1]

Con este texto de Isaías empieza Jesús su ministerio, su misión pública. El Espíritu lo lleva a predicar el Evangelio. El poder del Reino se manifiesta en Jesús por la fuerza del Dedo de Dios[2]. Él lo acompaña a lo largo de todo su camino y lo guía hacia la Pascua. El Paráclito es a la vez el que impulsa a Jesús a lo largo de todo su sendero pascual, y el regalo máximo del Señor resucitado.
Cuando profundizamos en la Palabra, descubrimos que el Espíritu Santo está obrando ya en el principio de la vida terrena de Jesús. Ya en el seno de María él está actuando, haciendo que Jesús sea concebido en el vientre de la Virgencita[3]. Luego se manifiesta en su Bautismo[4], descendiendo sobre él. A partir de ese momento empieza a co-protagonizar su misión.
Vamos a desglosar de a poquito algunos de estos momentos en que el Espíritu Santo se revela especialmente ligado a la vida y la misión de Jesús para tratar de comprender mejor nuestra existencia y nuestra vocación misionera.

2. La concepción de Jesús[5]

El texto de la Anunciación es uno de los más amados y proclamados por la Iglesia. Sin embargo, solemos verlo desde la perspectiva de María, y nos olvidamos que aquí hay otro gran protagonista: el Espíritu Santo, que cubre con su sombra a María. Él concibe a Jesús en el seno de esta chiquita de Nazaret, y allí comienza una historia que todavía hoy sigue renovando al mundo.

La maternidad de Jesús como la vivió María es única y especialísima, vivida sólo por ella. Sin embargo, la tradición fue viendo como todos los que por el Bautismo y la vida de fe se abrían, como ella, a la acción del Espíritu Santo, vivían una cierta “maternidad espiritual” de Jesús. Cuando nos volvemos material dócil para la obra de Dios en nosotros, engendramos en nuestro corazón a Jesús para nosotros mismos, y para los demás.

La misión nos manifiesta de un modo especial esta "maternidad" de Jesús que podemos vivir todos los fieles. Por un lado, en ella (sobre todo en las primeras) experimentamos generalmente un fuerte crecimiento espiritual. A veces este crecimiento puede ser doloroso (se nos cae el velo de los ojos y percibimos de manera intensa nuestra limitación, debilidad o pecado). Pero esto no quita que sea crecimiento. ¡No hay embarazo ni nacimiento sin dolores de parto! Por otra parte, experimentamos como Jesús se va gestando en la vida de los demás, y como este alumbramiento también lleva tiempo y muchas veces sufrimiento, tanto nuestro como de los misionados[6].

Todo esto se va realizando por la fuerza del Espíritu. En el Antiguo Testamento, la palabra utilizada para nombrar al Espíritu era ruah, que es un término femenino para designar el aliento, la fuerza, la vida. Aletea en el principio de la creación[7] y empieza ahora esta nueva creación que es la obra salvadora de Jesús. Mirar al espíritu desde esta perspectiva femenina nos ayuda, pues su misión es generar vida. Un autor importante de nuestra América Latina lo designa el "principio divino-maternal".
Esta “maternidad” del Espíritu es clave en nuestra existencia, pues Jesús nos lo envía para no dejarnos solos[8]. Él nos hace descubrir al Abbá[9], nuestro Papá Dios, nos consuela y nos enseña a orar[10]... ¡como hacen nuestras mamás! Y nos descubren una clave importante de la misión de Jesús y la nuestra: misionar es generar vida[11] y destruir la muerte, haciendo que la vida de Dios se haga carne en todos los aspectos de la vida humana. Esta vitalidad que regala Dios por la fe se obra por el Espíritu, “Señor y Dador de Vida”[12].

3. El Bautismo de Jesús[13]

El Bautismo es un episodio clave para entender la persona de Jesús. Allí, él se descubre como el Hijo amado del Padre por la acción del Espíritu Santo. Esta experiencia impregnará todos los aspectos de su misión, sus palabras y sus gestos. Sólo desde la experiencia que Jesús tiene de su Abbá, su papá, podemos entender su vida y su Pascua.
¿Cuál es aquí la función del Espíritu? El Espíritu vincula al Padre con Jesús. Él le regala a Jesús el don de saberse hijo. Cumple una función de vinculación.

A medida que los primeros cristianos fueron profundizando en la vida y las palabras de Jesús, fueron descubriendo que este vínculo que el Espíritu realizaba entre el Padre y el Hijo era su misma esencia, que era el Amor entre el Padre y el Hijo. En el Espíritu, el Padre reconoce al Hijo y viceversa. Este mismo vínculo se manifestó en el Bautismo del Señor.

Pongamos ahora la mirada en nuestras vidas. El ir descubriendo que somos amados por Dios nos revela nuestra identidad más profunda: somos hijos en el Hijo. El amor de Dios también nos va vinculando con Él y "personalizando". Nuestro vínculo con el Padre nos hace sentirnos personas con dignidad ¡pues lo somos realmente! Y hace que no sucumbamos ante el pecado, o antes las distintas corrientes de muerte que suelen fluir en torno a nosotros. El pecado desfigura nuestro rostro interior, siendo su momento culminante cuando nos hace irreconocibles a nosotros mismos.

El Espíritu es quien obra este milagro de vinculación en nosotros. Como es el Amor, el Vínculo entre el Padre y el Hijo, su misión en la tierra es ir generando comunión. Nos regala el ser hijos de Dios, y también hermanos entre nosotros. Él es quien funda las comunidades, Él es quien mantiene la Iglesia[14]. Por eso, donde está el Espíritu, está la unidad. Unidad que no significa uniformidad. Vivir en comunión no quiere decir que seamos todos igualitos y cortados por la misma tijera. Es intentar vivir en nuestras familias, nuestras comunidades, esa misma unión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu: suprema diversidad y a la vez infinita unidad. El Espíritu hace que nosotros nos unamos sin perder nuestras peculiaridades, sino poniéndolas como dones al servicio de los demás (nuestros carismas).

¿De dónde beber el agua viva del Espíritu? Hay dos lugares que me vienen ahora a la mente.
La oración, especialmente la comunitaria[15], es donde podemos pedir con especial fuerza la venida del Consolador, que el Padre desea darnos ardientemente[16]. Cada vez que nos reunimos para rezar, reproducimos ese misterio de amor que es la Trinidad. Allí el Espíritu vuelve a repetir ese milagro de comunión que es la unidad de los Tres, y la apertura a la misión.

Los sacramentos son el otro camino. Por el Espíritu, las palabras y los gestos sacramentales se vuelven eficaces y así son un canal de divinización para nosotros, para que nuestra vida sea irrigada por la corriente de vida que es el Don-Persona de Dios, el Espíritu Santo.

4. La misión, tiempo del Espíritu

El Evangelio de Juan nos muestra que la misión y el envío del Espíritu están íntimamente unidos[17]. Compartir la vida de Jesús que se nos da en el Santificador nos hace también compartir su misión. Por eso, el Espíritu Santo es el gran protagonista de todo el proceso evangelizador. Él nos vincula con la Trinidad para que continuemos la misión del Hijo en Su fuerza y así llevemos a todos los hombres al Padre. Somos instrumentos de la Trinidad en la medida en que nos abrimos a la conducción del Espíritu Santo.

Así, volvemos a ver que la fecundidad de nuestra misión no depende de nuestras fuerzas, sino de la intensidad de nuestro amor, de nuestra unión en el Espíritu. Ahora sabemos que amarnos entre nosotros no es simplemente una cuestión de actitudes, sino algo infinitamente más profundo: es vivir en la fuerza del Espíritu la comunión que vive internamente la Trinidad, y por eso, es la mejor forma de misionar. Desde lo que somos, y no sólo desde lo que hacemos. Nuestra unidad es el mejor y el primer testimonio.

A la vez, el Espíritu siempre proyecta hacia fuera, hacia los demás, hacia la misión. Desde la comunión en que vivimos, nos vemos impulsados a compartir lo vivido, a buscar a los otros. En este éxodo hacia los hermanos, el Paráclito nos regala el don del discernimiento, pues en la misión estamos desprovistos de muchas ayudas humanas: es un tiempo para gustar especialmente el don de consejo. En general tenemos que tomar soluciones de manera rápida, y estar siempre flexibles, atentos a muchas situaciones nuevas[18] que nos piden reformular muchas de nuestras concepciones y expectativas.

5. María, sagrario del Espíritu Santo[19]

Quisiera terminar esta reflexión sobre el Espíritu mirando a María. Ella es de forma especial santuario del Espíritu de Jesús. En ella, la docilidad al Espíritu es total[20]; sus gestos logran que los demás también perciban su acción santificante[21]; y en la primera comunidad, en torno a ella se unen los discípulos para pedir su venida[22].
Todo esto nos muestra que María está unida de una forma especial a la acción del Espíritu Santo. La oración a María trae como fruto una docilidad más intensa a lo que Él quiera decirnos y una vitalidad más profunda por su acción en nosotros. Pidámosle a ella que nos sumerja en lo profundo de la hoguera del Espíritu, para ser, como María, sagrarios vivos, presencia comunicante de la acción de Dios en medio de los hombres.

Edu Mangiarotti
Parroquia Santa Teresita, 3 de septiembre de 2002

[1] Lc 4, 18-19
[2] Cf. Lc 11, 20. Esta era una forma de llamar al Espíritu de Dios que la Iglesia conservó. Por ejemplo, en el famoso Veni Creator: "En cada sacramento te nos das/dedo de la diestra paternal/eres tú la promesa que el Padre nos dio/con tu palabra enriqueces nuestro cantar".
[3] Lc 1, 35
[4] Lc 3, 21-22
[5] (Lc 1, 26-38)
[6] San Pablo, el gran misionero de la Iglesia Primitiva, le escribía a una de sus comunidades de esta manera: "¡Hijos míos, por quienes estoy sufriendo de nuevo dolores de parto hasta que Cristo llegue a tomar forma definitiva en ustedes!" (Gál 4, 19).
[7] Gn 1, 2
[8] Jn 14, 28
[9] Gál 4, 6
[10] Rm 8, 26
[11] Jn 10, 10
[12] Credo Niceno-Constantinopolitano
[13] Lc 3, 21-22
[14] Durante la celebración eucarística, se pide de forma explícita la acción del Espíritu Santo en dos momentos: antes de la consagración sobre el pan y el vino (se le llama epíclesis de consagración) y durante las intercesiones, sobre la Iglesia (se le llama epíclesis de comunión). Esto quiere decir que la fuerza que hace que el Pan y el Vino se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Jesús ¡hace que nosotros seamos Iglesia!
[15] Cf. Hchs 1, 14
[16] Cf. Lc 11, 13
[17] Jn 20, 21-23
[18] En nuestra primera misión en San Clemente, este último verano, nos sorprendimos por la proliferación de Iglesias Evangelistas en la ciudad. Después de pensarlo un poco hicimos una opción por incluir un trabajo ecuménico dentro de la misión, visitándonos mutuamente los miembros de las Iglesias y participando con ellos del culto hasta llegar a la oración por la Paz que compartimos el 1 de enero. Creo que esto fue un discernimiento obrado por don del Espíritu y un signo claro de que Él estaba obrando allí en la misión.
[19] Constitución Dogmática Lumen Gentium, sobre la Iglesia, n. 53
[20] Lc 1, 26-38
[21] Lc 1, 41-42
[22] Hch 1, 14

miércoles, febrero 16, 2005

Que venga tu Reino

“...venga tu Reino...” (Lc 11, 2b)

La idea del “Reino de Dios”, pedir “la venida del Reino” y expresiones similares resuenan constantemente en nuestros oídos. Cada vez que rezamos el Padre Nuestro, en las oraciones de la misa, en numerosos textos bíblicos el Reino se hace presente en nuestra oración y reflexión.
Sin embargo, la experiencia nos muestra que la mayoría de las veces la “categoría” del Reino de Dios no es algo muy vinculado a nuestra vida espiritual, ni siquiera en el caso de los misioneros. Así, nos perdemos uno de los aspectos centrales de nuestra fe, y se nos escapa una de las grandes pasiones de Jesús: el anuncio del Reino. Vamos a poner nuestra mirada en el Señor, para que él vuelva a descubrir el velo de su corazón y así podamos acercarnos a este misterio tan hermoso y especialmente vinculado a la misión.

1. “... empezó Jesús a predicar diciendo: - Conviértanse, porque está llegando el Reino de los Cielos.”
[1]

Así empieza la vida pública de Jesús, con este anuncio un tanto misterioso. La expresión “Reino de Dios”, sólo aparece ¡una vez! en todo el Antiguo Testamento. Y de hecho, después de Jesús, no parece ser el tema más abarcado por los primeros misioneros. Los apóstoles no predican el Reino, sino que anuncian a Jesús muerto y crucificado. ¡Estamos ante algo que nos viene directamente de él!

Ahora, ¿qué significa “Reino de Dios”? No es algo que se pueda definir. Es una realidad muy rica y profunda como para decir: “El Reino es esto o aquello”. Nos podemos acercar a él viendo las palabras y los gestos de Jesús. Esto ya nos revela algo: el lugar privilegiado para entender el Reino es el mismo Jesucristo. Volveremos un poco más adelante sobre este aspecto. Una buena “descripción” de qué es el Reino me fue dada por uno de mis profesores: “El Reino es Dios que se empieza a meter en la vida de la gente”. Viendo cómo obra Dios entre los hombres, empezamos a entender el dinamismo del Reino. Y podemos sacar muchas conclusiones para nuestra vida misionera. Para esto, tomemos algunos pasajes del Evangelio y profundicemos desde ellos. Tengamos en cuenta que no agotan la realidad del Reino. Simplemente los elegí porque creo que de una forma u otra arrojan más luz en este momento de nuestro camino. Así que desempolvemos la Biblia y emprendamos el viaje

2. El Reino que sana e integra: el leproso (Mc 1, 40-45) y Mateo (Mt 9, 9-12)

El leproso

El relato del leproso nos muestra a este Jesús, que, como veíamos en la primer ficha, traspasa fronteras. Aquí vemos una de las características del poder del Reino que se manifiesta en Jesús: salir a buscar a los olvidados. La curación del leproso no tiene por fin simplemente sanar, sino restituir al enfermo a su comunidad. Esto es, lo importante eran los vínculos que se quebraban al quedar enfermo (porque para los judíos la enfermedad era un castigo por el pecado cometido, así que se cortaban los lazos entre el enfermo, la comunidad y Dios). La fuerza del Reino hace que los que estaban afuera recuperen sus vínculos.
La sanación nos muestra que el Reino se hace presente dondequiera que la gente crece en libertad, supera y rompe sus cadenas. Y esto por la compasión de Dios, porque la acción de Dios es compasiva (sufre-con la gente). Jesús asume el dolor del otro, lo toca. El Reino es Dios que se inclina sobre el sufrimiento del hermano y lo libera de él.

Mateo

La vocación de Mateo está puesta en el centro de una seguidilla de milagros que manifiestan el poder de Jesús. ¿Qué hace en medio de tantos signos grandiosos este llamado, sencillo, que culmina con Jesús almorzando con los pecadores?
El secreto es que este relato también es una historia de sanación. Pero de una sanación más importante que la de la enfermedad física: la del corazón. El relato de Mateo está en el centro porque el Reino no se manifiesta con fuerza donde los enfermos se curan, sino donde la vida de la gente cambia[2]. Y que aquí se empieza a adelantar el cielo. ¡El cielo cristiano no está al final del camino! Se va manifestando en la vida de cada día, cada vez que el Espíritu de Jesús va haciendo presente “en semilla” el amor definitivo que viviremos en el Paraíso.
Mateo, como el leproso, se descubre amado por Jesús, y eso lo invita a seguir al Nazareno, a abandonar su mesa de cambios (el lugar del pecado, donde se encuentra sentado-estancado), y a ponerse en camino detrás de él.

Como misioneros, nosotros somos un signo de este Reino de Dios, que se manifiesta justamente en los lugares más alejados. Cada acto de amor gratuito que realizamos (y la misión es un tiempo especialmente fuerte para esto), hace llegar a los demás la iniciativa misericordiosa del Señor, partiendo desde nuestra propia experiencia de ser salvados, amados, valorados. Compartimos lo que hemos recibido, como nos dice Jesús al enviarnos: “... gratis lo han recibido, entréguenlo también gratis.”[3]
Somos quienes muchas veces vemos y tocamos las situaciones que otros no pueden o quieren tocar. Cada vez que por nuestras palabras, nuestros gestos o nuestra sencilla presencia, alguien puede ser consolado u alegrado, cada vez que alguien vuelve a la comunidad por el ministerio de los misioneros, el Reino de Dios sigue llegando con poder a los más necesitados, los preferidos del amor de Dios.

3. El Reino que crece: la semilla de mostaza (Mt 13, 31-32) y la que germina por sí sola (Mc 4, 26-29)

La semilla de mostaza

Esta parábola nos muestra que el crecimiento del Reino no obedece a nuestros criterios de efectividad y producción. El Reino sigue las leyes de la vida, y el crecimiento de la vida siempre es lento. No podemos pretender cambios de la noche a la mañana, ni pensar que una semana de misión hará milagros. Pero este texto nos llena de esperanza, porque nos recuerda una constante de la Historia de Salvación: que Dios es un enamorado de los comienzos pequeños. Pensemos en la locura de un Anciano como Abraham que se pone en camino en su vejez tras la promesa de descendencia. En la miseria de un pueblo explotado por el imperio más poderoso del mundo antiguo que es liberado por el Señor y sobrevivirá a lo largo de 5000 años. En la sencillez de un carpintero y sus amigos pescadores que empiezan una aventura distinta. Y en la locura de un grupo de chicos que hace cinco años armaron un grupo de misión que sigue creciendo más y más. Por eso, nos animamos a seguir, descubriendo que en la pobreza de medios de la misión, se manifiesta más transparentemente la fuerza del Reino.
Y que justamente porque somos pocos, allí el Señor quiere estar con más intensidad[4].

La semilla que crece por sí sola

Una vez más, Jesús se vale de la naturaleza para explicarnos cómo se desenvuelve el Reino. Sorprende escuchar que el sembrador no cuida de la semilla. Simplemente la deja ser y ella crece sola.
Al leerla tomamos conciencia de una dimensión fundamental del Reino: este brota de la iniciativa de Dios.
El Reino no crece a fuerza de voluntarismo ni de planes bien armados. Es el amor del Padre el que hace que su acción siga manifestándose en la vida de los hombres.

Como misioneros, a veces podemos olvidar esta iniciativa primordial del Señor. Estamos para ayudar a preparar la venida del Reino[5]. Pero no somos los que dimos el puntapié inicial. En la oración recordamos especialmente esta verdad: que toda nuestra fecundidad depende de la respuesta entusiasta al primer paso de Dios.
A la vez, la imagen que Jesús nos regala es muy liberadora. Es muy difícil captar la eficacia de nuestras palabras y gestos durante la misión. En más de una oportunidad, gente a la que creíamos muy entusiasmada con nuestra propuesta no responderá, y personas que parecían habernos atendido tibiamente aparecerá en los encuentros o en la misa. Y aunque así no fuera, nosotros sabemos que la semilla ha sido sembrada. Y que esta crece, aunque no sepamos cómo. Este es quizás uno de los aspectos más difíciles de la vida del misionero: ir aprendiendo que nos movemos pensando en ser fecundos, no productivos. Pero a la vez, nos sentimos en paz al porque hemos depositado nuestra confianza en la acción de Dios, el único que puede tocar los corazones.

4. Un Reino que no es algo, sino alguien

Decíamos un poco más arriba que al ver las palabras y los gestos de Jesús (basten los ejemplos anteriores para demostrarlo) descubrimos que es justamente en su vida donde descubrimos el Reino y cómo este trabaja.
Después de la Pascua de Jesús, los apóstoles empiezan a predicar a Cristo muerto y resucitado. ¿Qué sucedió? Simplemente que fueron descubriendo este misterio del Reino llegando a su plenitud entre la Cruz del Viernes y la Luz del Domingo. Dios se había metido tan a fondo en la vida de los hombres que había traspasado los umbrales de la muerte y, así como su poder había brillado en los cuerpos enfermos de los paralíticos y en los corazones de los pecadores, reengendrando la vida, ahora llegaba a su punto culminante, trayendo de entre los muertos a Cristo. Mostrándonos no sólo el poder de Dios sobre la muerte por su gran amor, sino la vida en abundancia a que nos invitaba[6].
Juan Pablo II lo sintetiza de forma notable en la encíclica Redemptoris Missio:

“El Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen de Dios invisible.”[7]

Así, descubrimos que el misterio de la acción de Dios en la vida de los hombres, se revela a través de la acción de una persona. Es a través de la mediación de hombres como el Reino se va haciendo paso.
Uno de los grandes misterios de la Historia de la Salvación es que Dios nunca quiere actuar solo: siempre pide nuestra participación. Él puede (y de hecho a veces lo hace) obrar directamente. Pero casi siempre elige que nosotros participemos libremente de su obra salvadora.

La misión es un tiempo especial para comprobar existencialmente esta verdad. Cada vez que nos abrimos al amor de nuestro Padre abriéndose paso en nuestra vida por la fuerza del Espíritu, el rostro de Jesús vuelve a manifestarse en la vida de los demás (y en la nuestra). Las misiones son fuertes tiempos “del Reino”. Nuestra pobreza de medios y de tiempo, la pequeñez de nuestros gestos, y todos los límites morales y espirituales que experimentamos durante la misión hacen que la fecundidad de nuestros esfuerzos sean aún más notables. Se debe a que el Señor está actuando a través nuestro.

Es bueno recordar esta doble dimensión del Reino (la acción de Dios en la vida de la gente –primera dimensión- que se manifiesta plenamente en la muerte y resurrección de Jesús –segunda dimensión-.) Pues si olvidamos la primera pensamos que nuestra misión es estéril si no llegamos a hablar directamente de Jesús. Pero el Reino llega en cada gesto de amor. Y si no recordamos la segunda estaremos haciendo buenas obras, pero perderemos de vista el corazón que une cada palabra y gesto de nuestra vida: el amor de Jesús. No debemos desdeñar esta polaridad.

Como comunidad misionera, somos una pequeña Iglesia. Y ella es siempre signo, instrumento y germen del Reino[8].
Signo, porque cada vez que nos hacemos presentes frente al sufrimiento y la necesidad del hermano, lo hacemos ver más allá de nosotros, hacia el designio amoroso de Dios que nos hace llegar hasta él.
Instrumento, siempre que elegimos libremente colaborar con la obra de la Trinidad entre los hombres.
Germen, porque, como la semilla de la parábola, vamos creciendo de a poco, y así, esperamos la venida definitiva del Reino, cuando Dios sea todo en todos.


Eduardo Mangiarotti
Parroquia Santa Teresita, 25 de agosto de 2002
[1] Mt 1, 16
[2] En la diócesis de San Isidro funciona un retiro-impacto que trabaja especialmente con adictos a la droga. Se llama Columna. Los que lo coordinan han pasado exactamente por las mismas situaciones que los “columnistas”: son ex drogadictos, ex convictos, ex ladrones o asesinos. Cuando los chicos llegan a la Columna todavía el primer día se pueden drogar. Cuando uno llega al cierre de una Columna no puede creer el cambio interior de los columnistas. Y entonces se vuelve a descubrir que el mayor milagro del Reino es la conversión. Que en donde reina la muerte con más fuerza, que no es en el cuerpo, sino en el corazón, irrumpe el Dios de la vida con toda su fuerza.
[3] Mt 10, 8b.
[4] Esta relación entre pobreza de medios y fecundidad que regala el Señor está en toda la Biblia, pero les recomiendo especialmente el relato de Gedeón, un joven que con un puñado de israelitas vence a sus enemigos, y un texto de Pablo muy conocido: 2 Cor 4, 7- 5, 10 y Jueces 7
[5] Pleg. Euc. sobre la Reconciliación I
[6] Jn 10, 10
[7] Redemptoris missio, nº 18
[8] Ídem.