martes, agosto 30, 2005

Compasión

Vivimos en un mundo donde la gente sufre mucho. Aunque creo que lo más característico de nuestro tiempo no pasa tanto por esto (todos los tiempos han tenido heridas profundas), sino porque la gente parece estar más a la intemperie cuando pasa por experiencias dolorosas. El crecimiento de las comunicaciones no parece paliar la soledad. Las diferentes experiencias de diversión tampoco. Y menos aún la amplia gama de "estupidizantes" y adicciones que se le ofrece a todos hoy.
En este contexto, creo que una de las riquezas más grandes que el corazón humano hoy puede aportar es un renovado espíritu de compasión. Entendida en su sentido primordial y auténtico: sufrir con el otro, dejarse tocar por la miseria ajena en lo profundo del corazón. Implica aceptar el riesgo de perder nuestra preciada pero frágil estabilidad espiritual, para permitir que el otro entre con su mundo. Pero creo que el riesgo vale la pena.
Atreverse a ser compasivo implica abrirse para que una realidad nueva, rica y herida a la vez, ingrese en nuestro corazón y se vuelva parte de él. Pero si esto implica una "pérdida" - de serenidad, de "armonía"... de tiempo, ciertamente, para algunos - la "ganancia" es mucho mayor. Toda experiencia de compasión auténtica conlleva una revelación. Arroja nueva luz sobre el misterio de la vida, de las personas, de nosotros mismos y de Dios. Despierta en nosotros dones insospechados. Y, sobre todo, si es verdadera, se concreta en gestos sencillos pero sinceros. Alcanza al otro en su dolor. La compasión que no es efectiva no es verdadera compasión.
Cuentan que Santo Domingo guardaba a los sufrientes que encontraba en su caminar en "el más íntimo recinto de su compasión". Cada vez que permitimos que alguien ingrese a nuestra compasión, más grande, más receptiva y más activa se vuelve esta. Para todos, es la oportunidad de crecer en humanidad. Y, para el creyente, de ser, en la pequeñez de sus sentimientos y gestos, una reverberancia de la infinita compasión del corazón de Dios.

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