martes, mayo 31, 2011

De cimientos y andamios

Una distinción muy importante a la hora de hacer nuestro camino espiritual es que no hay itinerario verdadero sin disciplina, es decir, sin una serie de hábitos que nos ayuden a crecer en libertad interior. Una vida de oración constante; un espacio de pertenencia comunitario y fraterno; algún tipo de servicio a los demás y un trabajo sincero por el autoconocimiento y la integración-superación personal en el plano de lo afectivo y moral son dimensiones insoslayables de cualquier recorrido hacia la plenitud. La palabra disciplina hoy no goza de buena prensa, pero quizás sea porque no logramos distinguirla de la estructura. No es lo mismo una persona disciplinada que una estructurada. 

La disciplina nos exige, pero tiene sentido de la gradualidad y del contexto. Brota del interior y lleva a su vez a una vida "interiorizada", que por eso mismo se hace más espontánea y con el tiempo más sencilla. Por eso mismo la disciplina engendra libertad. Encauza energías y potencia capacidades. Necesita un marco, costumbres y ritos, pero estos están al servicio de quien los realiza, y así deben entenderse. Por eso la disciplina subsiste a lo largo de la vida y se convierte en una parte del corazón.
La estructura, por el contrario, se impone desde fuera y la persona tiene que adaptarse a ella a costa de sí misma. Está construida por ideales que se deben alcanzar a cualquier precio, y en general no se preocupa por el proceso interno de quienes las aceptan para sus vidas. Se trata de asimilar su propuesta sin una verdadera apropiación personal. Por eso mismo en general frente a los cambios y las crisis se viene abajo. No hay un núcleo íntimo que la sostenga.

Una buena manera para entender esta distinción (hasta ahora bastante teórica) es la que existe entre los cimientos y los andamios. Un cimiento sostiene por debajo, de manera invisible pero fundamental. Es el sustrato imprescindible para cualquier construcción sólida. 

Por el contrario, un andamio es algo que sostiene desde fuera algo que por sí solo se vendría abajo. Pero no fortalece el interior. Simplemente aguanta y protege de un exterior que de todas maneras puede derrumbar todo con un descuido.

Frente a una realidad tan compleja como la de hoy, muchas personas hoy manifiestan una sed de espiritualidad sincera y profunda. Uno de los desafíos, sin embargo, es que para muchos esa sed está teñida de un anhelo por una estructura protectora de este mundo tan desbordante. No es fácil sostenerse en la perplejidad. Muchos optan, entonces, por caminos espirituales que resuelvan todo sin matices ni procesos. Si bien es cierto que todo inicio adolece de una cierta rigidez, el problema es cuando ésta no es un momento del viaje sino el hilo conductor de este camino. Esto se manifiesta en la inquietud frente a las preguntas, la dificultad para dialogar, el miedo a las personas y la obsesión con las normas y el cumplimiento, entre otras cosas. 

Parece mentira, pero a despecho de tantos que profetizaban el fin de la religión, el inicio del nuevo milenio nos pone delante de los nuevos fundamentalismos, tanto en los nuevos movimientos espirituales como al interior de las grandes religiones tradicionales.

El riesgo es irse para el otro lado y negar la necesidad de marcos, hábitos y normas. Pero si estos se viven al interior de un proceso (con todo lo que esto implica: darle primacía a la persona, interioridad, autenticidad existencial, matices, etc.), entonces podemos hablar de una disciplina liberadora. Y de creyentes que construyen sobre cimientos sólidos.


domingo, mayo 29, 2011

Preparando el Evangelio del domingo que viene (6° Domingo de Pascua - III)

No digo que sea la versión final, pero...



A quién le puedo preguntar
Qué vine a hacer en este mundo?
Por qué me muevo sin querer,
Por qué no puedo estar inmóvil?
Por qué voy rodando sin ruedas,
Volando sin alas ni plumas,
Y qué me dio por transmigrar

si son de Chile mis huesos?


Pablo Neruda, El libro de las preguntas, XXXI




Todos tenemos anhelo de verdad, de sentido. Queremos tener luz sobre nosotros: ¿hacia dónde vamos? ¿qué va a ser de mí? ¿Dónde está Dios en esto que me está pasando? Le tenemos miedo a las preguntas porque incomodan. Sacan de lo habitual. Despiertan. Sin embargo, cuando algo nos sacude, cuando aparece un cambio, las preguntas surgen. Es lo que les pasa a los discípulos. Jesús se está por ir, y  vienen las preguntas, y el no entender. ¿Qué va a pasar?

Frente a estas preguntas, Jesús nos promete la venida del Espíritu. Un Espíritu “de la Verdad” que nos lleva a un conocimiento más profundo del mundo, del Pecado y del mismo Jesús. Donde el Espíritu llega, trae consigo una capacidad nueva para conocer, para encontrar, por la fe, el sentido real de la historia, las personas, la Iglesia…

Nos hace bien descubrir que nuestras preguntas, nuestras inquietudes más acuciantes, son parte de nuestro camino de fe. Es más, muchas veces son la condición necesaria para dar un salto, porque abren el camino a la búsqueda de verdades más profundas (y acá no hablo de afirmaciones abstractas, sino de los interrogantes que todos tenemos en cuanto a nuestra vida, nuestro amor, nuestras pérdidas y heridas, nuestra misión y nuestro futuro).  En general nadie llega a estas intuiciones y claridades de la noche a la mañana. Brotan de las crisis y lleva su tiempo que la luz que está en el interior de estas oscuridades aflore.
Esta puede ser una buena clave para llegar a Pentecostés: ¿cuáles son mis preguntas hoy? ¿Qué me inquieta, qué me hace sentir en búsqueda, incompleto, en tensión? No hay que tenerle miedo a esa pregunta. Puede ser el espacio abierto donde el Espíritu se manifieste… el caos y la confusión previos a una creación nueva, a una nueva luz donde, desde la experiencia de la pregunta y la búsqueda lleguemos a certezas profundas. De esas que son escasas porque con ellas solas alcanza para seguir caminando y buscando.

martes, mayo 24, 2011

Preparando el Evangelio del domingo que viene (6° Domingo de Pascua - II)

Para seguir pensando. El Espíritu aparece acá con el atributo "de la Verdad". Es el que nos permite conocer la verdad con respecto a Jesús y con respecto al mundo, el que revela el pecado y también el juicio. Es interesante ver que este conocimiento de la verdad parece ser algo progresivo. Nos lleva tiempo que el Espíritu nos vaya revelando el sentido de las cosas.

En esto también hay una sabiduría de Jesús: no podemos saberlo todo de una vez ni al mismo tiempo. Vivir la Pascua con Jesús es también aceptar que vamos ingresando de a poco en la luz verdadera de las cosas. Tenemos interrogantes profundos y a veces angustiantes con respecto a nuestra vida: ¿por qué me pasó esto? ¿qué va a ser de mí? Nos cuesta tener luz verdadera sobre nuestra historia, sobre el sentido de ciertas heridas y reveses que tenemos que atravesar. Comprender esto lleva su tiempo.

Rolheiser en "En búsqueda de espiritualidad" nos ayuda a descubrir que podemos vivir nuestros procesos personales en clave pascual, y que justamente hasta llegar a nuestro pentecostés tenemos que antes hacer un camino. Encontrar la verdad sobre las realidades decisivas de nuestras vidas no se da de la noche a la mañana. Necesitamos muchas veces vivir la cruz de nuestras incertidumbres, de renunciar a certezas que a veces nos han acompañado durante mucho tiempo para recibir eso nuevo que viene del Espíritu de Dios. Es importante entonces recordar también que el Espíritu no es simplemente quien nos espera al final del camino para introducirnos en la verdad de lo que estamos buscando sino también el Paráclito, el consuelo, la compañía y fortaleza para atravesar el proceso.

Por eso lo primero es reconocer que estamos anhelantes de esa verdad y que estamos también trabados para salir a buscarla. Porque para que el Espíritu venga, lo que necesita es un espacio de deseo, un lugar de nuestro corazón que necesite que este se manifiesta. Por eso siempre que se le reza al Espíritu el lenguaje es el de la invocación. Se lo llama, y se lo llama además con conciencia profunda de necesidad: ¡Ven! ¿Dónde estamos hoy más luz, más verdad? ¿Y dónde necesitamos una compañía para encarar un proceso de crecimiento? Sobre esas oscuridades invocamos el Espíritu, para que, como al principio de la creación, nos lleve del caos a la luz de un sentido nuevo y más profundo sobre nosotros y nuestras vidas.

lunes, mayo 23, 2011

Preparando el Evangelio del domingo que viene (6° Domingo de Pascua - I)

Un cura amigo me dijo de ir escribiendo cosas para adelantarnos en la preparación de la prédica dominical. Mando por acá lo primero que se me ocurrió con respecto a este domingo. ¡Veremos qué sigue suscitando la Palabra de lo largo de la semana!

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:
«Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen, porque él permanece con ustedes y estará en ustedes.
No los dejaré huérfanos, volveré a ustedes. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero ustedes sí me verán, porque yo vivo y también ustedes vivirán. Aquel día comprenderán que yo estoy en mi Padre, y que ustedes están en mí y yo en ustedes.
El que recibe mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él.»


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Vamos acercándonos a la plenitud de la Pascua. No es que la Pascua llega a su fin, sino a su cumplimiento. ¿Qué va a pasar con tanto recibido en este tiempo? Tiene que hacerse más profundo, más real, más encarnado en nuestro corazón. 

Esta era la inquietud de los discípulos. Jesús se va, no va a estar más físicamente presente. ¿Y entonces? ¿Vivimos de recuerdos y de ausencias? Al contrario. Jesús no nos deja huérfanos. Promete una presencia nueva, un nuevo don: el Paráclito, que podemos traducir como “el abogado”, pero más apropiadamente como “el que está a nuestro lado”. 

¿Qué viene a hacer el Espíritu? El Espíritu viene para hacer interior la presencia de Jesús en nuestros corazones, a hacerla más encarnada y real todavía que antes. Puede parecer un concepto raro, pero en realidad, es una ley de la vida que cuanto más profundo es el amor, más interior se hace y en ese sentido necesita menos de la presencia física. El Espíritu quiere llevarnos a esa madurez del amor, a que el vínculo con Jesús se haga más hondo. 

Esto se expresa en una visión: “ustedes me verán”. Ver a Jesús es uno de los dones que el Espíritu nos otorga. Este es uno de los rasgos principales de la madurez en la fe: la de poder verlo a Jesús en las personas, los acontecimientos, en uno mismo. 

Es ser “místicos de ojos abiertos”, como expresa tan bien en su libro “Ver o Perecer” Benjamín González Buelta. 

“¿Está Dios vivo? ¿Tiene Dios algo que hacer en este mundo? ¿Le falta a Dios la imaginación para crear nuevas posibilidades, la sabiduría para abrirse paso a través de la “puerta pequeña” y el “callejón estrecho” de tantas vidas honestas que en todas partes lo buscan de todo corazón? […] Necesitamos crear una sensibilidad nueva para poder percibir cómo Dios llega hoy hasta nosotros en la discreción de los brotes incontables que crecen por todas partes y anuncian el futuro [ ] No se trata sólo de creer en Dios, sino de ver cómo trabaja, de saborear el gusto de esforzarnos juntamente con él por el futuro más humano que él alienta, de abrazar lo nuevo que llega desde él, de besarlo con unción en las sonrisas y también en los cruces de tantos hijos e hijas suyos"

Una apostilla al Evangelio de este domingo

Dándole vueltas al Evangelio de este domingo recordé un episodio de mi último año en el seminario. 
Durante los fines de semana iba a una parroquia en Virreyes, San Pablo y me dedicaba sobre todo a acompañar la vida de la capilla San Roque, ubicada en el barrio del mismo nombre. Era una comunidad integrada en su mayoría por paraguayos que habían llegado acá como tantos otros buscando probar suerte. 

Un domingo a la mañana, después de la misa, me fui a visitar a Mirta, una chica apenas un poco más grande que yo con tres hijos que participaba de la catequesis de primera comunión. Vivía en una de las casillas más pequeñas del barrio. Compartíamos una gaseosa y un vaso entre los cuatro mientras charlábamos de la catequesis y de la vida en el barrio y en Paraguay. 

En eso, pasó por la puerta una chica que saludó a Mirta y siguió su camino. Le pregunté quién era y me dijo: 

- ¡Ah! Es una amiga, estuvo viviendo acá hasta la semana pasada.

Me asombré mucho, por supuesto, y le pregunté:

- ¿Acá en tu casa? ¿Y cómo hicieron?

- Y, nos acomodamos. ¿Sabe qué pasa, padre? Cuando yo llegué acá, no tenía nada ni a nadie. Estaba sola con mis tres chicos. Y Margarita me recibió en su casa hasta que yo me pude acomodar.

Margarita era una señora del barrio con diez hijos y muy presente en el barrio y la capilla. No pude dejar de conmoverme. Mirta continuó:

- Ella me hizo un lugar. ¿Cómo no iba a hacer lo mismo yo?

sábado, mayo 21, 2011

Un lugar en el mundo (Sobre el 5° Domingo de Pascua)

Pensando en el Evangelio de este domingo, me quedé sobre todo con esta parte:

"En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, se lo habría dicho a ustedes. Yo voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes."

Una de las certezas que más llenan el alma es la de tener un lugar. Un lugar al que podamos llamar nuestro espacio, nuestro rincón. Donde nos sintamos seguros, reconocidos, esperados y amados. Si tenemos suerte, se nos van varios de estos rincones dando a lo largo de nuestro camino (yo tengo muy presentes los míos).

Pero en realidad lo que esos lugares representan es el espacio que otras personas hacen para nosotros en su corazón. Saber que otros nos dejan entrar en su intimidad y nos permiten estar a gusto en su vida y a su vez que nosotros les compartamos la nuestra. Ser alguien en el corazón de alguien. 

¿Cómo no conmoverse, entonces, cuando es Jesús quien nos dice que tenemos un lugar asegurado en la casa del Padre (es decir, en su amor, en la comunión de la Trinidad)? Y más cuando ese lugar no es simplemente ofrecido sino preparado y además al cual somos acompañados por él. No sé si podemos llegar solos al Padre. Creo que es imposible si él no nos lleva. Él es el Camino. 

Por eso todo cristiano sabe que, aun cuando esté y se sienta profundamente solo, aún en la hora de abandono más dura, siempre tiene un lugar en Dios. Siempre está en el Padre, así como el Padre habita en él. Tenemos un lugar donde se nos llama por nuestro nombre y se nos aguarda con amor infinito.

Esto no deja de ser a la vez un enorme desafío para reproducir en nuestra vida. ¿Podemos ofrecer algo así a quienes tenemos cerca? ¿Dejar que caigan las barreras que tantas veces el espíritu de competición, de individualismo y aislamiento crea dentro de nosotros? Ser personas con un enorme espacio interno, donde los demás puedan encontrar el refugio y la compasión que necesitan. No hace falta tener mucho. Es más, creo que tener demasiado puede hacer que quienes se acercan se sientan incómodos. Cuanto menos, mejor, para que puedan entrar más personas. Hay una canción de Pedro Guerra que me hace pensar en ese tipo de personas, tan imprescindibles, y me lleva a desear que haya más de ellas:


Aquí hace menos frío
que en la calle,
hay leña para un fuego,
no mucha pero, bueno,
un poco de calor
no viene mal.

Aquí hay una canción
que nos descansa,
un hueco para el alma,
sentirse como en casa,
un alto en el camino
nada más.

Pasa, entra
y siente que hay quien duda como tú
y no se descubre nada, nada de las cosas
que ha escuchado y desespera.
Pasa, entra
y siente que hay quien duda como tú
pero se abraza a lo que tiene
y se levanta con la fuerza que le queda.
Pasa, entra
y siente que hay quien duda como tú
pero no tiene más canción
que la que sabe y la cantó
y si no la sabe tararea.

Aquí hace menos frío
que en la calle,
los labios para un beso,
oídos para un sueño,
la brisa que precisa
tu dolor.

Pasa, entra
y siente que hay quien duda como tú
y no se descubre nada, nada de las cosas
que ha escuchado y desespera.
Pasa, entra
y siente que hay quien duda como tú
pero se abraza a lo que tiene
y se levanta con la fuerza que le queda.
Pasa, entra
y siente que hay quien duda como tú
pero no tiene más canción
que la que sabe y la cantó
y si no la sabe tararea.
Pasa, entra
no importa lo que fue porque será
lo que será y alguna forma encontrarás
para pasar por esa puerta.
pasa, entra
después de algún traspiés algún color
dibujará lo que hace falta
para estar de nuevo en pie
y no perder fuerza.
Pasa, entra
y siente que hay quien duda como tú
pero no tiene más canción
que la que sabe y la cantó
y si no la sabe tararea.

viernes, mayo 13, 2011

En el último instante

Dicen los que saben de oración que el Señor te visita muchas veces en los últimos cinco minutos. Por eso siempre hay que perseverar en el tiempo que uno se ha propuesto de antemano a pesar de la aridez a veces experimentada. A través de desolaciones y consuelos inesperados Dios nos recuerda que la oración es un don que él nos hace; somos llamados a dejarnos conducir y guiar tanto en ella como en la vida. Por eso ayuda vivir cada tanto esas gracias que llegan "en el minuto cuarenta y cinco", por usar una imagen futbolística. Es una certeza que se afirmó en mi en un retiro que realicé hace pocos meses.



Eran literalmente los últimos instantes de esos días de oración y silencio, ricos en paz, en luchas, en intuiciones y nuevas preguntas. En el lugar donde estaba todos los viernes por la tarde se realiza una adoración a la cruz. El crucifijo, en un estilo entre románico y moderno a la vez, pinta a Jesús crucificado con una oveja en los hombros y debajo de sus brazos la frase de la parábola: "Encontré la oveja que había perdido". 

Cuando la adoración iba llegando a su fin se invitó, como de costumbre allí, a que cada uno se acercara a a la cruz para adorarla en la manera que pareciera más conveniente. Cada uno lo fue haciendo a su modo, reflejando en la sencillez de la postura el estado de su corazón. Al llegar ante la cruz, contento pero sin esperar nada, me arrodillé e incliné mi cabeza contra el costado herido de Jesús. 

Y entonces, me arrebató una paz y un gozo enormes, una alegría de esas que hacen que te duela un poco el corazón porque se derriten tantas durezas y barreras de golpe... y pude sentir con claridad que Jesús me hacía saber lo que me quería decir, y que evidentemente había guardado como un regalo para ese último abrazo: "Te encontré".

jueves, mayo 12, 2011

La hora de la luz

A veces pienso que estoy en este mundo sólo para un instante. Para dar la palabra precisa, el gesto necesario, el amor indispensable en un momento que toque (o roce apenas) una vida y permita que la música del universo continúe. El truco es que yo no sé cuál es ese instante. Si puedo vivir cada uno de ellos con la certeza de que en alguno está la oportunidad de tener ese chispazo de gloria... entonces hasta el segundo más insignificante se vuelve la promesa de algo grande.

martes, mayo 10, 2011

Sobre el camino de Emaús

Aquel día, el primero de la semana, 
dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo 
llamado Emaús, 
situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. 
En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido.

Así vamos todos por la vida, caminando y discutiendo, con la vista nublada por el peso de lo cotidiano. Y al lado nuestro hay alguien caminando. Una Presencia intuida pero no reconocida. 

El camino de Emaús es un relato que sintetiza de manera perfecta el encuentro con Jesús resucitado, la manera que él tiene de acercarse a cada uno de nosotros respetando nuestros tiempos, nuestro andar. No se impone ni avasalla: al contrario, da lugar para que uno pueda volcar lo que pesa en el corazón, para que suelte toda su historia desesperanzada (“nosotros esperábamos... pero...”). 

El sinsentido de la vida es recibido por Jesús, y sólo entonces comienza a hablar. Las cosas tienen un sentido, tienen un plan. Aún cuando nosotros no podamos terminar de percibirlo, hay un designio, un hilo de oro que recorre la Historia del cual nosotros también somos parte. No vamos hacia la nada ni estamos sometidos al azar. Somos cuidados por el amor de un Padre que a través de su gracia nos saca del pecado y nos invita a vivir en la fe y la caridad, en un amor expresado en gestos concretos. 

Pero para esto es necesario descubrirlo a Jesús. Todo habla de Él, de su centralidad en nuestras vidas, su amor de Amigo, Maestro y Señor. Su mirada y su Palabra encienden el corazón y de a poco nos devuelven la esperanza. Es preciso crecer en oración, animarse a pedirle que se quede con nosotros y encontrarlo en la Eucaristía para que se abran nuestros ojos a su presencia viva y real en medio nuestro.

Entonces entendemos: Él siempre estuvo, manteniendo viva la llama del corazón que nos trajo hasta este encuentro. Es necesario ponerse en marcha, volver a los hermanos, a la Iglesia, como apóstoles de su Evangelio de vida y amor. 

Emaús es entonces el lugar del encuentro con el Resucitado, el momento del envío, de la gracia. Es un camino que arranca en tristeza y termina en alegría, que uno comienza perdido y desorientado y termina con la certeza de una misión, de una propuesta. 

Es hacer historia de salvación, o mejor, descubrir progresivamente que nuestra historia es una historia de salvación.

miércoles, mayo 04, 2011

El Espíritu y la Esperanza

“¿Hijo de hombre, podrán revivir estos huesos?” Así le preguntaba Dios al profeta Ezequiel cuando frente a una multitud de huesos secos la sensación era la de la desesperanza total. Por eso hace falta invocar al Espíritu: Él es la fuerza de Dios, la novedad permanente, la presencia viva del amor en medio de la muerte, que puede superar todo obstáculo, derribando barreras y suscitando vida nueva por donde quiera que pasa.

Por eso cuando la vida se reseca, invocamos al Espíritu; cuando las palabras se acaban, invocamos al Espíritu; cuando los sepulcros se tapan y las puertas se cierran… invocamos al Espíritu. “Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado.” (Rm 5, 25)

El Espíritu es la fuente de la esperanza porque él trae la novedad de Dios. El mismo Espíritu que aleteaba al principio de la creación, cuando todo era caos y confusión; ese Espíritu que transformó las tinieblas en luz, es el que quiere soplar una esperanza nueva en los corazones de todos.

Esta esperanza nace del amor. Sólo el amor puede suscitar esperanza, porque es el que abre caminos nuevos donde el odio, la violencia y el pecado parecen tener la última palabra. El amor ofrecido, inocente y vulnerable. Por eso para los cristianos esa esperanza nueva nace de la Pascua de Jesús, que celebramos en estos últimos días. Jesús muere y se entrega “en el Espíritu” (Hb 9), y al resucitar, sopla sobre sus discípulos el Espíritu Santo, repitiendo en ellos el milagro de la creación. Él es quien hace de los temerosos que habían huido en la noche de la pasión testigos convencidos de Jesús; es quien convierte a ese grupo de hombres y mujeres en una comunidad, una Iglesia.

Hoy Jesús quiere derramar sobre nosotros el don de su Espíritu una vez más. Quiere que  nos abramos a la posibilidad de una vida nueva, a un don de amor que nos permita mirar hacia delante confiados y sin miedo. Con la certeza de que Él nos irá acompañando a cada paso del  camino, suscitando los dones y carismas necesarios para que podamos seguir adelante.

Como antes, ¡más que antes! Invoquemos a aquel que puede darnos esa esperanza cierta, el anticipo del cielo en nuestra tierra, la luz necesaria para seguir avanzando en el camino de Jesús.