viernes, febrero 18, 2005

Viviendo en la fuerza del Espíritu (sobre el Espíritu Santo)

Viviendo en la fuerza del Espíritu


A la hora de reflexionar sobre el Espíritu Santo vemos que ya no es, como en otras épocas, "el gran desconocido". La Renovación Carismática, la importancia que tiene hoy el sacramento de la Confirmación, el número creciente de grupos de misión, y otras influencias dentro de la Iglesia han hecho que la tercera persona de la Trinidad vaya ganando en presencia en la vida espiritual del Pueblo de Dios. De todos modos, suele percibírselo de una manera vaga. Todos nos hacemos una imagen más o menos personal del Padre y de Jesús, pero el Espíritu Santo muchas veces parece asemejarse más a una especie de "fuerza", al mejor estilo de la Guerra de las Galaxias, que a una persona.

¿Cómo hacer para ir personalizando nuestra relación con el Espíritu Santo, para descubrirlo mejor y dejarlo entrar plenamente en nuestras vidas? Tenemos que mirar al Señor Jesús, el Ungido por el Espíritu, el hombre espiritual por excelencia. Y desde allí, descubrir al Fuego de Dios obrando también en nuestras vidas.


1. Jesús, impulsado por el Espíritu

"El espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido para anunciar
la buena noticia a los pobres;
él me ha enviado a proclamar
la liberación a los cautivos,
a dar vista a los ciegos,
a liberar a los oprimidos
y a proclamar un año de gracia del Señor."
[1]

Con este texto de Isaías empieza Jesús su ministerio, su misión pública. El Espíritu lo lleva a predicar el Evangelio. El poder del Reino se manifiesta en Jesús por la fuerza del Dedo de Dios[2]. Él lo acompaña a lo largo de todo su camino y lo guía hacia la Pascua. El Paráclito es a la vez el que impulsa a Jesús a lo largo de todo su sendero pascual, y el regalo máximo del Señor resucitado.
Cuando profundizamos en la Palabra, descubrimos que el Espíritu Santo está obrando ya en el principio de la vida terrena de Jesús. Ya en el seno de María él está actuando, haciendo que Jesús sea concebido en el vientre de la Virgencita[3]. Luego se manifiesta en su Bautismo[4], descendiendo sobre él. A partir de ese momento empieza a co-protagonizar su misión.
Vamos a desglosar de a poquito algunos de estos momentos en que el Espíritu Santo se revela especialmente ligado a la vida y la misión de Jesús para tratar de comprender mejor nuestra existencia y nuestra vocación misionera.

2. La concepción de Jesús[5]

El texto de la Anunciación es uno de los más amados y proclamados por la Iglesia. Sin embargo, solemos verlo desde la perspectiva de María, y nos olvidamos que aquí hay otro gran protagonista: el Espíritu Santo, que cubre con su sombra a María. Él concibe a Jesús en el seno de esta chiquita de Nazaret, y allí comienza una historia que todavía hoy sigue renovando al mundo.

La maternidad de Jesús como la vivió María es única y especialísima, vivida sólo por ella. Sin embargo, la tradición fue viendo como todos los que por el Bautismo y la vida de fe se abrían, como ella, a la acción del Espíritu Santo, vivían una cierta “maternidad espiritual” de Jesús. Cuando nos volvemos material dócil para la obra de Dios en nosotros, engendramos en nuestro corazón a Jesús para nosotros mismos, y para los demás.

La misión nos manifiesta de un modo especial esta "maternidad" de Jesús que podemos vivir todos los fieles. Por un lado, en ella (sobre todo en las primeras) experimentamos generalmente un fuerte crecimiento espiritual. A veces este crecimiento puede ser doloroso (se nos cae el velo de los ojos y percibimos de manera intensa nuestra limitación, debilidad o pecado). Pero esto no quita que sea crecimiento. ¡No hay embarazo ni nacimiento sin dolores de parto! Por otra parte, experimentamos como Jesús se va gestando en la vida de los demás, y como este alumbramiento también lleva tiempo y muchas veces sufrimiento, tanto nuestro como de los misionados[6].

Todo esto se va realizando por la fuerza del Espíritu. En el Antiguo Testamento, la palabra utilizada para nombrar al Espíritu era ruah, que es un término femenino para designar el aliento, la fuerza, la vida. Aletea en el principio de la creación[7] y empieza ahora esta nueva creación que es la obra salvadora de Jesús. Mirar al espíritu desde esta perspectiva femenina nos ayuda, pues su misión es generar vida. Un autor importante de nuestra América Latina lo designa el "principio divino-maternal".
Esta “maternidad” del Espíritu es clave en nuestra existencia, pues Jesús nos lo envía para no dejarnos solos[8]. Él nos hace descubrir al Abbá[9], nuestro Papá Dios, nos consuela y nos enseña a orar[10]... ¡como hacen nuestras mamás! Y nos descubren una clave importante de la misión de Jesús y la nuestra: misionar es generar vida[11] y destruir la muerte, haciendo que la vida de Dios se haga carne en todos los aspectos de la vida humana. Esta vitalidad que regala Dios por la fe se obra por el Espíritu, “Señor y Dador de Vida”[12].

3. El Bautismo de Jesús[13]

El Bautismo es un episodio clave para entender la persona de Jesús. Allí, él se descubre como el Hijo amado del Padre por la acción del Espíritu Santo. Esta experiencia impregnará todos los aspectos de su misión, sus palabras y sus gestos. Sólo desde la experiencia que Jesús tiene de su Abbá, su papá, podemos entender su vida y su Pascua.
¿Cuál es aquí la función del Espíritu? El Espíritu vincula al Padre con Jesús. Él le regala a Jesús el don de saberse hijo. Cumple una función de vinculación.

A medida que los primeros cristianos fueron profundizando en la vida y las palabras de Jesús, fueron descubriendo que este vínculo que el Espíritu realizaba entre el Padre y el Hijo era su misma esencia, que era el Amor entre el Padre y el Hijo. En el Espíritu, el Padre reconoce al Hijo y viceversa. Este mismo vínculo se manifestó en el Bautismo del Señor.

Pongamos ahora la mirada en nuestras vidas. El ir descubriendo que somos amados por Dios nos revela nuestra identidad más profunda: somos hijos en el Hijo. El amor de Dios también nos va vinculando con Él y "personalizando". Nuestro vínculo con el Padre nos hace sentirnos personas con dignidad ¡pues lo somos realmente! Y hace que no sucumbamos ante el pecado, o antes las distintas corrientes de muerte que suelen fluir en torno a nosotros. El pecado desfigura nuestro rostro interior, siendo su momento culminante cuando nos hace irreconocibles a nosotros mismos.

El Espíritu es quien obra este milagro de vinculación en nosotros. Como es el Amor, el Vínculo entre el Padre y el Hijo, su misión en la tierra es ir generando comunión. Nos regala el ser hijos de Dios, y también hermanos entre nosotros. Él es quien funda las comunidades, Él es quien mantiene la Iglesia[14]. Por eso, donde está el Espíritu, está la unidad. Unidad que no significa uniformidad. Vivir en comunión no quiere decir que seamos todos igualitos y cortados por la misma tijera. Es intentar vivir en nuestras familias, nuestras comunidades, esa misma unión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu: suprema diversidad y a la vez infinita unidad. El Espíritu hace que nosotros nos unamos sin perder nuestras peculiaridades, sino poniéndolas como dones al servicio de los demás (nuestros carismas).

¿De dónde beber el agua viva del Espíritu? Hay dos lugares que me vienen ahora a la mente.
La oración, especialmente la comunitaria[15], es donde podemos pedir con especial fuerza la venida del Consolador, que el Padre desea darnos ardientemente[16]. Cada vez que nos reunimos para rezar, reproducimos ese misterio de amor que es la Trinidad. Allí el Espíritu vuelve a repetir ese milagro de comunión que es la unidad de los Tres, y la apertura a la misión.

Los sacramentos son el otro camino. Por el Espíritu, las palabras y los gestos sacramentales se vuelven eficaces y así son un canal de divinización para nosotros, para que nuestra vida sea irrigada por la corriente de vida que es el Don-Persona de Dios, el Espíritu Santo.

4. La misión, tiempo del Espíritu

El Evangelio de Juan nos muestra que la misión y el envío del Espíritu están íntimamente unidos[17]. Compartir la vida de Jesús que se nos da en el Santificador nos hace también compartir su misión. Por eso, el Espíritu Santo es el gran protagonista de todo el proceso evangelizador. Él nos vincula con la Trinidad para que continuemos la misión del Hijo en Su fuerza y así llevemos a todos los hombres al Padre. Somos instrumentos de la Trinidad en la medida en que nos abrimos a la conducción del Espíritu Santo.

Así, volvemos a ver que la fecundidad de nuestra misión no depende de nuestras fuerzas, sino de la intensidad de nuestro amor, de nuestra unión en el Espíritu. Ahora sabemos que amarnos entre nosotros no es simplemente una cuestión de actitudes, sino algo infinitamente más profundo: es vivir en la fuerza del Espíritu la comunión que vive internamente la Trinidad, y por eso, es la mejor forma de misionar. Desde lo que somos, y no sólo desde lo que hacemos. Nuestra unidad es el mejor y el primer testimonio.

A la vez, el Espíritu siempre proyecta hacia fuera, hacia los demás, hacia la misión. Desde la comunión en que vivimos, nos vemos impulsados a compartir lo vivido, a buscar a los otros. En este éxodo hacia los hermanos, el Paráclito nos regala el don del discernimiento, pues en la misión estamos desprovistos de muchas ayudas humanas: es un tiempo para gustar especialmente el don de consejo. En general tenemos que tomar soluciones de manera rápida, y estar siempre flexibles, atentos a muchas situaciones nuevas[18] que nos piden reformular muchas de nuestras concepciones y expectativas.

5. María, sagrario del Espíritu Santo[19]

Quisiera terminar esta reflexión sobre el Espíritu mirando a María. Ella es de forma especial santuario del Espíritu de Jesús. En ella, la docilidad al Espíritu es total[20]; sus gestos logran que los demás también perciban su acción santificante[21]; y en la primera comunidad, en torno a ella se unen los discípulos para pedir su venida[22].
Todo esto nos muestra que María está unida de una forma especial a la acción del Espíritu Santo. La oración a María trae como fruto una docilidad más intensa a lo que Él quiera decirnos y una vitalidad más profunda por su acción en nosotros. Pidámosle a ella que nos sumerja en lo profundo de la hoguera del Espíritu, para ser, como María, sagrarios vivos, presencia comunicante de la acción de Dios en medio de los hombres.

Edu Mangiarotti
Parroquia Santa Teresita, 3 de septiembre de 2002

[1] Lc 4, 18-19
[2] Cf. Lc 11, 20. Esta era una forma de llamar al Espíritu de Dios que la Iglesia conservó. Por ejemplo, en el famoso Veni Creator: "En cada sacramento te nos das/dedo de la diestra paternal/eres tú la promesa que el Padre nos dio/con tu palabra enriqueces nuestro cantar".
[3] Lc 1, 35
[4] Lc 3, 21-22
[5] (Lc 1, 26-38)
[6] San Pablo, el gran misionero de la Iglesia Primitiva, le escribía a una de sus comunidades de esta manera: "¡Hijos míos, por quienes estoy sufriendo de nuevo dolores de parto hasta que Cristo llegue a tomar forma definitiva en ustedes!" (Gál 4, 19).
[7] Gn 1, 2
[8] Jn 14, 28
[9] Gál 4, 6
[10] Rm 8, 26
[11] Jn 10, 10
[12] Credo Niceno-Constantinopolitano
[13] Lc 3, 21-22
[14] Durante la celebración eucarística, se pide de forma explícita la acción del Espíritu Santo en dos momentos: antes de la consagración sobre el pan y el vino (se le llama epíclesis de consagración) y durante las intercesiones, sobre la Iglesia (se le llama epíclesis de comunión). Esto quiere decir que la fuerza que hace que el Pan y el Vino se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Jesús ¡hace que nosotros seamos Iglesia!
[15] Cf. Hchs 1, 14
[16] Cf. Lc 11, 13
[17] Jn 20, 21-23
[18] En nuestra primera misión en San Clemente, este último verano, nos sorprendimos por la proliferación de Iglesias Evangelistas en la ciudad. Después de pensarlo un poco hicimos una opción por incluir un trabajo ecuménico dentro de la misión, visitándonos mutuamente los miembros de las Iglesias y participando con ellos del culto hasta llegar a la oración por la Paz que compartimos el 1 de enero. Creo que esto fue un discernimiento obrado por don del Espíritu y un signo claro de que Él estaba obrando allí en la misión.
[19] Constitución Dogmática Lumen Gentium, sobre la Iglesia, n. 53
[20] Lc 1, 26-38
[21] Lc 1, 41-42
[22] Hch 1, 14

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