sábado, agosto 23, 2014

Una puerta entreabierta

Hace mucho que no lo doy tantas vueltas a una idea antes de sentarme a escribir. Quizás porque ésta, como pocas, es más personal y al mismo tiempo sobre algo que me desborda y de lo cual sólo puedo hablar con mucho respeto y cuidado. Espero no decir ninguna barbaridad.

Ayer me invitaron a comer un grupo de señoras de la parroquia. Veinticinco viejas tanas, una más simpática que la otra, con una fe a prueba de balas (y de curas). De la charla anecdótica y superficial, típica entre gente que no se conoce tanto, la conversación con las dos mujeres que estaban más cerca mío en la mesa derivó lenta e imperceptiblemente hacia la pastoral, la vida de los curas y las realidades que encontramos en el ministerio. Y una me preguntó: "¿Y cuándo alguien muere, en los funerales, usted qué le dice a la gente?". Un poco seco, cosa rara en mí, le dije: "Nada. Bah, mejor dicho, casi nada".

En realidad no es exactamente así. Pero les expliqué que, frente a dos realidades tan desbordantes, tan inmensas como la muerte y el dolor que ella produce, mejor decir poco que mucho. Uno está tocando el borde del misterio en esos momentos. Es una de esas ocasiones donde aún el más inconsciente está especialmente sensible y donde el corazón se agita y debate entre mil sentimientos. Hablo del consuelo que nos quiere dar Dios; de un Cristo que nos entiende porque él mismo se dejó atravesar por el misterio; del permiso que nos tenemos que dar para desahogar el corazón frente a Dios y del acompañarnos mutuamente. Y basta. Todo lo demás me parece dicho más para ahogar el momento que otra cosa.

Esto para mí no es estrategia ni sentido de la ubicación. Es lo que experimento cada vez que me acerco a acompañar momentos de esa intensidad. Realmente no me sale decir mucho. Porque cuando la vida está así de expuesta, el lenguaje es el silencio, el gesto, la oración. El abrazo.

Me llamó la atención que justo fuera éste el tema de nuestra charla en la cena. Porque dos días antes había ido a Pisa básicamente movido por el deseo de sentarme delante de un sarcófago. El mismo que había visto un año antes en el Camposanto de la Plaza de los Milagros. Es el de esta foto. 

Sarcófago en el Camposanto de la Piazza dei Miracoli de Pisa.

Las ondas que rodean el bajorrelieve central son típicas del arte mortuorio grecorromano. El mar era símbolo de la eternidad, y por eso adorna muchos monumentos fúnebres de la época, retomados también más tarde por los cristianos.
Lo que me atrajo en su momento, sin embargo, es la puerta entreabierta. Como invitando a pasar. O tal vez, como si el difunto, olvidadizo, hubiera dejado, al atravesarla, un resquicio del otro mundo, abierto a los que seguimos de este lado.

Como sea, me quedé fascinado e impactado mirándolo aquella vez. Y regresé para verlo y fotografiarlo. Para pensar en lo que vendrá, algún día, en algún momento. Para recordar a los que ya cruzaron el umbral de la puerta. Aquellos que, al abrirla, me hicieron pensar en esa Pascua que nos espera a todos.

Sé que hoy es tabú hablar de estas cosas. La muerte, como decía Philippe Ariès, ha reemplazado al sexo como principal censura. Me da pena cuando a veces, con la mejor de las voluntades, los creyentes aportamos nuestra cuota a la cuestión poniendo una pátina de piedad, frases hechas y lugares comunes tan ineficaces como molestos.

Creo, por el contrario, los cristianos tenemos una palabra para decir. Una que sea al mismo tiempo humana y divina, es decir, dicha desde Jesús y su Evangelio. Respetuosa y compasiva. Con el sentido del abismo al que nos asomamos. Con la esperanza de que alguien ya lo ha franqueado y nos acompaña. Como la pequeña cruz que adorna el dintel en la puerta de este sarcófago. Como el Buen Pastor representado en sus hojas.

Mientras tanto, sigo viendo la puerta. Para no perder de vista lo importante. Para que este misterio de dolor y amor me ayude a percibir que en realidad siempre estamos de cara a algo que nos sobrepasa. Y frente al cual, todavía hoy, podemos decir muy poco. O nada.

sábado, julio 19, 2014

Una parábola de madurez (Domingo XVI del Tiempo durante el año, Ciclo A, 2014)

Todo el evangelio es novedad permanente que renueva, rompe, sana, limpia, acrecienta, sacude… pero cada tanto me encuentro con alguna página que hace más eco. La parábola del trigo y la cizaña es de ésas.
Las parábolas son un don de Jesús para entrar en el corazón del Reino, para poder estar más abiertos y perceptivos al modo en el que Dios se manifiesta y actúa en nuestra realidad: nuestra historia, nuestra Iglesia, nuestro corazón.

Y si bien todas ellas nos llaman a dar pasos de crecimiento, me animaría a decir que esta parábola es especialmente adecuada para acercarse a la madurez. Tal vez porque tiene tintes de aquellos que se avecina con la vida adulta, o mejor, con las crisis que nos pueden ayudar a crecer en esa etapa de la vida. La imagen de la cizaña es sumamente evocativa. La pregunta de los servidores es entre ingenua y desgarradora, con esa carga de desilusión e incomprensión que tiene el encuentro con la realidad del mal (con mayúscula o minúscula): “Señor, ¿no habías sembrado buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que ahora hay cizaña en él?”.

La pregunta no es menor, y es más acuciante aún para el creyente. Para quien cree en un Dios amoroso, que es Padre, el encuentro con el mal en sus distintas dimensiones (sea moral, natural, espiritual, etc.) es más chocante que para quien no cree. ¿Cómo conjugar nuestra fe con esta experiencia? No quiero hacer (no me da ni la cabeza ni el corazón) una teoría sobre el mal y temas afines a partir del texto. Pero sí creo que la parábola da luz para avanzar en el camino.

El dueño del campo responde con austeridad a la pregunta de los servidores: “Un enemigo ha hecho esto”. Nada más. Queda claro que la presencia de la cizaña no es obra del hombre que ha sembrado trigo. El resto se pierde en la noche, donde el hombre tiene que renunciar al control y a ver todo claro. Quizás misterio no sea la mejor palabra para hablar de la cizaña, pero sirve para entender que nos enfrentamos a algo que nos desborda y cuyo sentido más profundo no siempre se puede desentrañar. No siempre se encuentra un por qué. Pero más real aún es que, si se lo encuentra, no siempre conforta.  A una persona que descubre que está enferma; a alguien que ha perdido un ser querido, podemos darle mil explicaciones científicas, filosóficas o religiosas… y no servirán para nada.

La reacción de los siervos no se hace esperar. La ansiedad, la necesidad de hacer algo frente a la cizaña, pide una acción directa, severa, total. Pero el propietario les recuerda que hay algo anterior a esta semilla maligna, y que el apuro puede destruir lo que también hay de bueno. Este dato es clave: antes que todo mal, antes que la irrupción de aquello que parece frustrar el destino del campo, hay un don de vida, de bondad, de belleza, que aún está presente y quiere crecer. Esta certeza permite el “dejar crecer”, permite la paciencia, que pareciera ser la virtud fundamental a desarrollar en este “mientras tanto” que es la vida.

Dejar crecer, porque creemos en el Reino. Porque confiamos en que no está todo dicho. La cizaña está, pero no podemos asustarnos ni ser arrastrados por la angustia.

Dejar crecer… la historia no está cerrada, la cosecha aún no se ha realizado. No anticiparnos a juzgar ninguna historia, a cerrar un destino (ni propio ni ajeno). El Señor está actuando. En lo secreto de la tierra, se está fermentando algo nuevo que no puede ser ahogado por el mal.

Dejar crecer con paciencia, pero no con pasividad. Aprovechando el tiempo que tenemos entre manos, porque la semilla crece, y estamos llamados a esperarla, a celebrarla, a compartirla.

Por sobre todo, dejar crecer, porque no podemos no unir esta parábola a otra historia. De otro campo, donde al contrario, parecía que la cizaña tomaba el mundo, porque en él se enterraba al Señor. Pero esta vez, era el dueño de la mies quien aprovechaba la noche para sembrar la semilla de un Hijo, el don de un trigo que explotaría en vida, amor y esperanza. La certeza de que nuestra espera tiene un sentido. Mientras tanto, un Dios atravesado por el enigma del mal y vencedor del mismo, nos comprende, nos acompaña y nos alienta.

Es el misterio que se nos ofrece aquí, en la Eucaristía. El alimento que abre los ojos y el corazón, que siembra a Jesús en lo más profundo de nuestra historia personal y comunitaria, y nos ayuda a seguir transitándola. Hasta que llegue la hora de la cosecha.

viernes, febrero 14, 2014

San Valentín, "Her" y las relaciones de pareja

Apenas empiezo a escribir me doy cuenta que un texto escrito por un cura para el día de San Valentín es como si Kim Jong-Un diera una conferencia sobre la democracia o la libertad de prensa. Con todo, la verdad el día de hoy me parece de lo más simpático. Independientemente de la furiosa comercialización sufrida por la jornada, me gusta que haya un día para festejar el amor de pareja. No deja de ser cierto que, como con prácticamente todas las festividades, el evento suscita sentimientos encontrados. No todo el mundo tiene con quién celebrar. Está toda la movida en contra de San Valentín que celebra la soltería y la independencia, o quienes no quieren celebrar lo que llaman una “fiesta Hallmark” (por la famosa marca de tarjetas). Pero la fiesta ahí, nos guste o no, y es una oportunidad para tomar conciencia de alguna que otra cosa.

Hace unos días vimos, con mis compañeros de casa, Her, de Spike Jonze, con Joaquin Phoenix y Scarlett Johannson. Peliculón por donde se lo mire, el film es una fábula contemporánea sobre las relaciones amorosas (y en menor medida, sobre los vínculos en general). El bueno de Theodore, protagonista principal, se debate entre el enorme anhelo por entrar en relación con alguien y todos los temores que eso suscita, sobre todo cuando hay una experiencia previa (como en su caso) de fracaso. “A veces pienso que ya he sentido todo lo que voy a sentir. Y de ahora en más, no voy a sentir nada más. Sólo versiones reducidas de lo que ya sentí”. Un sistema operativo de inteligencia artificial, Samantha, se vuelve la oportunidad para empezar a reconectarse (perdón por el juego de palabras) consigo mismo, con la vida… y con otro, por electrónico que este “otro” sea. Y empieza una vez más la montaña rusa emocional de sentimientos, inquietudes, diálogos y decisiones que constituyen el entramado de una relación.

No voy a entrar en detalles para no develar la trama de la película. Solamente me quedo con una idea que la película retrata tan bien: ¡es tan difícil entrar en comunión, verdadera, sincera con otro! ¡Es tan difícil amar! Tal vez por eso vivimos siempre oscilando entre el miedo a salir del cascarón y el deseo de encontrar ese lazo que nos salve del anonimato y la soledad. “Todos queremos ser alguien en el corazón de alguien”, nos decía un profesor del seminario. Y es así. Todos necesitamos esa experiencia.

Quizás hoy más que nunca, cuando estamos asaltados por el temor al anonimato. En un mundo que crece cada vez más, la percepción de nuestra pequeñez se puede volver aplastante. La experiencia de un vínculo significativo nos saca de esa trampa y nos revela una verdad más profunda sobre nosotros mismos.
¿Es difícil? Lo es. No hay aventura más grande. Ni menos edulcorada. En cierto sentido, vivir el amor es lo menos romántico que hay. “El amor hace salir el niño herido que todos llevamos dentro”, afirma el psiquiatra Jack Dominian. Pero la alternativa es mucho peor: es quedarse en un mundo ideal, donde no hay peligros pero tampoco encuentro. Como dice el maestro, Timothy Radcliffe: “Aprender a amar es un asunto difícil. No sabemos a dónde nos llevará. Nos encontraremos nuestra vida vuelta del revés. Seguramente a veces nos haremos daño. Sería más fácil tener corazones de piedra que corazones de carne, ¡pero entonces estaríamos muertos!”.

Por eso, me gusta que tengamos esta fiesta. Debajo de los corazoncitos, las tarjetas y los chocolates, late una intuición profunda: vale la pena arriesgarse, vale la pena salir al encuentro de otro y construir una historia común, con todos los riesgos que esto conlleva.

Así que feliz día para todos los enamorados, para todos los que, de una manera u otra, se animan a decir que sí a construir un proyecto tomados de la mano. Es un gran desafío, pero sobre todo es una fuente de esperanza. Cada vez que dos personas se animan a quererse de verdad, algo de Dios se hace presente en este mundo y eso nos permite a todos seguir caminando. ¡Feliz día de San Valentín! Y para que la cosa no termine tan homilética, dejo un texto muy apropiado para hoy, “Estar enamorado”, de Francisco Luis Bernárdez:


Estar enamorado, amigos, es encontrar
el nombre justo a la vida.
Es dar al fin con las palabras que para hacer
frente a la muerte se precisa.
Es recobrar la llave oculta que abre la cárcel
en que el alma está cautiva.
Es levantarse de la tierra con una fuerza que
reclama desde arriba.
Es respirar el ancho viento que por encima de
la carne respira.
Es contemplar, desde la cumbre de la persona,
la razón de las heridas.
Es advertir en unos ojos una mirada verdadera
que nos mira.
Es escuchar en una boca la propia voz
profundamente repetida.
Es sorprender en unas manos ese calor de la
perfecta compañía.
Es sospechar que, para siempre, la soledad
de nuestra sombra está vencida.

Estar enamorado amigos, es descubrir dónde
se juntan cuerpo y alma.
Es percibir en el desierto la cristalina voz de
un río que nos llama.
Es ver el mar desde la torre donde ha quedado
prisionera nuestra infancia.
Es apoyar los ojos tristes en un paisaje de
cigüeñas y campanas.
Es ocupar un territorio donde conviven los
perfumes y las armas.
Es dar la ley a cada rosa y al mismo tiempo
recibirla de su espada.
Es confundir el sentimiento con una hoguera
que del pecho se levanta.
Es gobernar la luz del fuego y al mismo tiempo
ser esclavo de la llama.
Es entender la pensativa conversación del
corazón y la distancia.
Es encontrar el derrotero que lleva al reino de
la música sin tasa.

Estar enamorado, amigos, es adueñarse de
las noches y los días.
Es olvidar entre los dedos emocionados la
cabeza distraída.
Es recordar a Garcilaso cuando se siente la
canción de una herrería.
Es ir leyendo lo que escriben en el espacio las
primeras golondrinas.
Es ver la estrella de la tarde por la ventana de
una casa campesina.
Es contemplar un tren que pasa por la montaña
con las luces encendidas.
Es comprender perfectamente que no hay
fronteras entre el sueño y la vigilia.
Es ignorar en qué consiste la diferencia entre
la pena y la alegría.
Es escuchar a medianoche la vagabunda
confesión de la llovizna.
Es divisar en las tinieblas del corazón una
pequeña lucecita.

Estar enamorado, amigos, es padecer espacio
y tiempo con dulzura.
Es despertarse una mañana con el secreto de
las flores y las frutas.
Es libertarse de sí mismo y estar unido con
las otras criaturas.
Es no saber si son ajenas o son propias las
lejanas amarguras.
Es remontar hasta la fuente las aguas turbias
del torrente de la angustia.
Es compartir la luz del mundo y al mismo
tiempo compartir su noche obscura.
Es asombrarse y alegrarse de que la luna
todavía sea luna.
Es comprobar en cuerpo y alma que la tarea
de ser hombre es menos dura.
Es empezar a decir siempre, y en adelante no
volver a decir nunca.
Y es, además, amigos míos, estar seguro de
tener las manos puras.

miércoles, diciembre 18, 2013

Meditación apocalíptica sobre la Navidad

Después vi en la mano derecha de aquel que estaba sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, y sellado con siete sellos. Y vi a un Ángel poderoso que proclamaba en alta voz: «¿Quién es digno de abrir el libro y de romper sus sellos?». Pero nadie, ni en el cielo ni en la tierra ni debajo de ella, era capaz de abrir el libro ni de leerlo. Y yo me puse a llorar porque nadie era digno de abrir el libro ni de leerlo. Pero uno de los Ancianos me dijo: «No llores: ha triunfado el León de la tribu de Judá, el Retoño de David, y él abrirá el libro y sus siete sellos».

Entonces vi un Cordero que parecía haber sido inmolado: estaba de pie entre el trono y los cuatro Seres Vivientes, en medio de los veinticuatro Ancianos. Tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete Espíritus de Dios enviados a toda la tierra.

El Cordero vino y tomó el libro de la mano derecha de aquel que estaba sentado en el trono. Cuando tomó el libro, los cuatro Seres Vivientes y los veinticuatro Ancianos se postraron ante el Cordero. Cada uno tenía un arpa, y copas de oro llenas de perfume, que son las oraciones de los Santos, y cantaban un canto nuevo, diciendo: «Tú eres digno de tomar el libro y de romper los sellos, porque has sido inmolado, y por medio de tu Sangre, has rescatado para Dios a hombres de todas las familias, lenguas, pueblos y naciones. Tú has hecho de ellos un Reino sacerdotal para nuestro Dios, y ellos reinarán sobre la tierra».

Probablemente este texto no sea el más apropiado para hacer una reflexión sobre la Navidad. Yo mismo lo vuelvo a leer y me pregunto si alguien podrá avanzar un poco más allá de los primeros tres renglones. No obstante la dificultad de esta página del Apocalipsis, cuando le doy vueltas al misterio que se aproxima y que celebraremos, éstos son los versículos que se me presentan para rezar y meditar. Estoy bastante seguro de que el clima escatológico del adviento, tan afín a hablar de las últimas cosas, ha colaborado para que estas líneas del último libro de la Biblia vuelvan a colarse entre mis trasnochadas cavilaciones.

Encuentro especialmente sugerentes dos signos en esta lectura. El primero es el rollo, el libro sellado. Es el símbolo de la historia. La historia humana, tan difícil de entender, de interpretar, de escrutar. Por eso está sellada. Nadie puede abrirla. El llanto del vidente es el dolor provocado por la imposibilidad que encuentra el entendimiento y el corazón para penetrar en el interior de los acontecimientos. No puedo dejar de pensar en la dificultad que tenemos también muchas veces para analizar nuestra propia historia, para descubrir el hilo de oro que la conduce y le da sentido. Una traba que se vuelve aún más difícil de desatar por las heridas, por la fuerza del mal que una y otra vez nos golpea.

¿Es que al final del día son el poder, la violencia, la muerte los que dominan? Si la historia la escriben los que ganan, el panorama es oscuro. Las lágrimas de Juan son un reflejo del dolor de tantos frente a una vida que a tantos se les presenta dura, irremontable. La impotencia a la hora de querer cambiar la propia realidad o la de otros. ¿Cómo cavar un surco de amor en esta historia, cómo encontrar en ella una luz que nos permita caminar con esperanza?

Entra en escena en ese momento otra imagen. El Cordero, inmolado pero de pie. Muerto y resucitado a la vez. Alguien que se ha ofrecido (no es cualquier muerte, es muerte de Cordero, de entrega de sí, de sacrificio) y que ha pasado por la oscuridad. Alguien que ahora está de pie. Triunfante y viviente. Es Jesús.

Hay decenas de símbolos y títulos para referirse a Él. Pero creo que pocos llegan a sintetizar y al mismo tiempo sugerir el núcleo, la raíz de la persona de Jesús como la figura del Cordero. Es el amor manso, inocente, sacrificado. La imagen misma de la vulnerabilidad y la ternura.

Contra todo pronóstico y perspectiva humana, es él quien puede abrir el libro. El secreto de la historia (la universal y la nuestra) está en manos de un corazón expuesto. No del poder ni de la violencia. Es el Cordero el Señor de todos nuestros acontecimientos. Es su amor el que nos da la clave para entender el mundo. Para poder descubrir la esperanza aún en las situaciones más oscuras. Puede parecer una locura o un pensamiento para azucarar la amargura de la existencia. Pero el que tiene experiencia de amor, de amor de verdad, lo sabe:

“Sólo el amor es capaz de las más profundas intuiciones” (Pablo VI). Sólo quien ama (quien ama bien) puede revelar a los demás su misterio más profundo. Solamente el que te mira como te mira el Cordero te puede ayudar a abrir el libro de tu historia. Solamente quien ama como el ama el Cordero llega a transformar en serio la realidad: exponiéndose, no imponiéndose.[1] Es el secreto de la historia, el que aprenden los locos, los santos, los sabios, los frágiles.

Pero no es fácil (nadie dijo que lo fuera). Tal vez por eso el misterio se nos va regalando de a sorbos, se va tejiendo de a retazos. Y sobre todo se manifiesta claramente en sus dos extremos: el Niño y el Crucificado. Nadie puede dudar de ver allí un amor manso. Alguien que parece no hacer nada, y sin embargo cambia todo (lo sabe toda madre o padre primerizo). Delante del Niño, acurrucados en el pesebre, podemos creer en ese amor sereno. Hecho así de pequeño para que ningún pequeño se sienta intimidado. En un rincón, en un lugar de ausencia total de poder, para que nadie tema ser aplastado u oprimido. En el borde de la historia para transformar la historia. Desde su reverso, desde el lugar del olvidado y el excluido, para que nadie lo sea. Para que todos sepan que hay un lugar donde todos se pueden encontrar. En el corazón de Jesús. En la sencillez del pesebre.

Delante de este amor, en estos días de esperanza y anhelo, pido sobre todo una cosa. Que podamos dar al menos un paso más de fidelidad a este misterio. Que esta manera de amar se introduzca en cada resquicio de la vida eclesial: en nuestro ejercicio de la autoridad, en nuestra manera de relacionarnos, de mirarnos, de acercarnos unos a otros. Y sobre todo, que, como el Cordero, vayamos al encuentro de todos aquellos que hoy nos reflejan su misterio. Los que el mundo quiere olvidar. Los que hoy lloran porque no encuentran quién les abra el libro de su historia. 

Estoy convencido, realmente convencido, de que esto se nos está dando aquí y ahora. Que hoy, en medio de tanto dolor, de tantas situaciones que nos golpean y nos lastiman, se escucha todavía la voz del Cordero. Aún están los que lo siguen a dondequiera que va, a llevar a otros algo de su misericordiosa ternura.


Yo rezo para ser uno de ellos. Para que todos lo podamos ser.


[1] Expresión del jesuita-poeta B. González Buelta.

domingo, diciembre 08, 2013

Desprolijos apuntes para la fiesta de la Inmaculada

Una señora amiga de Tokyo me regaló hace unos años unas estampas de María "a la japonesa" y quedé perdidamente enamorado de ellas. Va una acá, para acompañar la reflexión.

Es así: los que no tenemos facilidad para los arreglos florales (o cualquier cosa que pida un mínimo de coordinación psicomotriz, en mi caso), tenemos que encontrar otras maneras de arrimarle un gesto de cariño a la Virgen. Ramo improvisado (típico de hijo varón medio bestia), pero ojalá que sirva para estar un poco más cerca de María en este día muy suyo, y por eso, muy de la Iglesia también.

Estamos celebrando una fiesta de María en un contexto litúrgico particular, el del Adviento. Dios viene para intervenir en nuestra historia, para irrumpir en ella con lo nuevo, con la novedad de su amor que transforma nuestra historia.

Es en este tiempo que celebramos un aspecto del misterio de la Virgen. Celebramos que ha sido concebida sin pecado, que su vida ha sido preservada de eso que a todos nos lastima y nos hace lastimar. Por eso en María brilla algo de esta novedad de Dios. Con todo, si esta fiesta fuera para mirar a la Virgen en vitrina, sería algo triste. Decir algo sobre ella es decir algo que siempre se refiere a nosotros también. María nos hace de espejo, nos recuerda lo que somos y estamos llamados a ser. Esta plenitud que se da en María es también para sus hijos, para la Iglesia. Como a ella, Dios también se nos acerca con una promesa de alegría, de plenitud, de vida. Una vida que viene de abrirse a la presencia de Jesús, a su adviento, su venida.

Es interesante, entonces, ver que, frente a esta venida, al escuchar el anuncio, María se ve sacudida. La novedad de Dios la desconcierta. Se pregunta “¿cómo?”. El futuro se le presenta desbordante, la avasalla. Se anima a presentar su interrogante delante de Dios.

Este aspecto de la vida de María nos hace mucho bien. La Inmaculada es una mujer que no sabe todo, que no tiene todo claro, que se anima a poner una pregunta delante de Dios. Y es que la promesa de Dios llega en medio de la complejidad de la vida. El porvenir, aunque en teoría somos un pueblo de la esperanza, muchas veces nos inquieta. Creo que a los católicos nos cuesta demasiado conjugar el futuro. Los pretéritos nos salen con mayor facilidad.

María se pregunta. Se permite la perplejidad. Pero confía. No deja de buscar. No necesita tener todo claro para seguir avanzando, y quizás sea eso lo que le permite justamente ir hacia adelante. Este tiempo de Adviento quiere reavivar nuestra esperanza frente al futuro. Lo que vendrá también viene de Dios. No porque todo sea directamente de parte suya, sino porque su amor puede transformar nuestro futuro, puede hacer de nuestra historia una historia de promesa, de gracia, como lo hizo con la historia de María, atravesada también de dolor, de cruz, pero llena de promesa, de vida. Entonces quizás este adviento podemos animarnos a confiar. Poner nuestras preguntas delante de Dios. Nuestros "cómo puede ser", nuestra perplejidad. Pero no dejar de confiar. Dios es quien tiene nuestro futuro en sus manos. Eso nos permite entregarnos. Y cuando el corazón se abre a esa confianza, Dios puede hacer algo nuevo con nosotros

domingo, noviembre 24, 2013

Notas en torno al a fiesta de Cristo Rey (2013, Ciclo C)

No es fácil para nuestra sensibilidad democrática celebrar la fiesta de Cristo Rey. Probablemente no ayude tampoco saber que nace en un tiempo donde la Iglesia estaba a la defensiva frente al mundo y la cultura que la rodeaban . Con todo, la solemnidad tiene muchos filones ricos para la reflexión. Es una celebración que recuerda la centralidad de Jesús en la vida de la Iglesia y del mundo: "todo fue hecho por él y para él". Y con una gran sabiduría, los textos bíblicos propuestos ayudan a meditar sobre cómo Jesús es Rey.

El Evangelio nos muestra el momento de máxima pobreza e impotencia de Jesús. Es la hora del poder de las tinieblas, como ha afirmado antes al comenzar la pasión. Las invectivas de los que están en torno a la cruz ponen en duda la realeza del Señor. Recuerdan las tentaciones del desierto: salvarse a sí mismo, poner el poder de Dios a su propio servicio.

Pero Jesús no entra en el juego de la tentación. En la cruz se estrellan todos los criterios de revancha, autoreferencia, egoísmo y violencia. El Reino del Padre que Jesús anuncia, presenta y encarna no puede construirse sobre ellos. "Salvarse a sí mismo" iría en contra de esta novedosa lógica, la lógica del Reino. La cruz es el gesto definitivo de fidelidad a este Reino y su proyecto. Es Jesús viviendo hasta las últimas consecuencias el amor que se derramó en cada gesto y palabra de su vida pública. Es la coronación del Rey, y la cruz es su trono, como dicen tantos autores. El Reino de Dios, el poder de su Reinado, no se apoya sino en la confianza y el amor vulnerable de Jesús. Él no salva imponiendo sino exponiéndose (B. G. Buelta).

Lo sorprendente es que es este acto y no otro, el que pone el mundo patas para arriba. El que transforma todo. Esta ofrenda de sí, este entregarse ha sido el que ha cambiado la realidad. Y no es un momento de la vida de Jesús, como si fuera una etapa a ser superada: el Cristo resucitado sigue siendo humilde y pobre. Muestra las llagas, transfiguradas por el soplo del Espíritu, pero que siguen estando allí. Las únicas joyas del Rey, si se me permite la alegoría (que en general no me gustan, pero quizás aquí se aplican). Es el Cordero de pie pero degollado. El que revela el sentido de la historia. El universo entero no está sostenido simplemente por las fuerzas de la naturaleza. Por debajo de todo hay un amor inocente que corre como un río escondido y nos sostiene.

Esta revelación de la realeza del Señor tiene profundas consecuencias para nuestra vida cristiana. Si cada discípulo de Jesús es rey por el bautismo, esto dice algo de la manera en que él o ella debe encarar su misión, su relación con sus hermanos y su mundo.

El Reinado de Dios se hace presente hoy de la misma manera que siempre. Hay una cierta manera de amar, una caridad "al estilo del Reino" que es nuestro modelo. Si bien obviamente el amor del cristiano reviste numerosas características, la fiesta de hoy nos invita a recordar especialmente el despojo de todo anhelo de poder, autoreferencialidad y dominio que muestra Jesús en el Evangelio. Pero no simplemente por convicción moral, porque es "lo que hay que hacer". Sino porque además esta es la manera de evangelizar. Es el único amor que transforma en serio, desde adentro.

Creo que puede ser un buen parámetro de revisión de nuestras relaciones. Tenemos tan metido adentro el deseo de dominar, de ganar, de imponernos... Jean Vanier, un profeta de la fragilidad lanzaba esa pregunta inquietante: "'¿Qué queremos, realmente? ¿Queremos ganar, o queremos entrar en comunión?". El amor del Reino, del Rey, elige la comunión. Esa manera de relacionarse que porque no se impone hace lugar para todos. Son los gestos que, como el de Jesús con el buen ladrón, abren el cielo una y otra vez. Esos que nuestra sociedad necesita, especialmente con nuestros hermanos excluidos.

Pienso en nuestra Iglesia, y en la necesidad urgente de seguir sacudiéndonos de encima tanta lógica de poder que rige más de una actitud y una estructura. "Entre ustedes no debe ser así", decía el Señor a los apóstoles. Creo que hoy hay pocos testimonios tan importantes como el que la Iglesia puede dar de cara a su manera de entender, presentar y vivir su relación con el poder y la autoridad.

Es en la Eucaristía, como siempre, donde se nos regala este amor que nos convierte y nos lleva por el camino del Reino. El Rey Cordero, el Crucificado y Resucitado, pone la mesa y se acerca para hacernos entrar en comunión con él y entre nosotros. En este gesto de servicio supremo, su Pascua renovada, se hace presente otro mundo, el definitivo, que se anticipa en cada celebración. Así, intuimos que las cosas pueden ser de otra manera. Pero sobre todo, renovamos nuestro entusiasmo en trabajar para que así sea. Para que nuestro mundo, nuestra tierra, nuestra Iglesia, sean más parecidas al Reino, más según el Evangelio... según el corazón de Jesús, nuestro Rey.

domingo, octubre 20, 2013

Ego Vobis Romae Propitius Ero
(“Yo les seré propicio en Roma”
Palabras de Dios Padre en una visión a San Ignacio, 
después del proyecto frustrado
de ir con sus primeros compañeros a Jerusalén)


A veces un sueño roto
es el principio
de un mundo nuevo


¿Quién puede decir
lo que se gesta
en un giro inesperado
del camino?
¿Quién puede anticipar
la esperanza?
¿O ponerle nombre
a lo que otro sueña para él?

Podemos
darnos tiempo
llorar los virajes
los desgarrones de la ilusión

pero no olvidar
que detrás de ese camino nuevo
hay una Sonrisa
una Palabra
una Canción
que se nos va regalando
con cada paso

Y cuando nos damos cuenta
algo tan nuestro
que sólo puede ser regalado
empieza a amanecer en nuestro interior

jueves, octubre 17, 2013

Final a una relación enfermiza

Te fuiste este mediodía. Después de años juntos, te fuiste.

Qué desgarrón. Mis amigos me habían dicho que lo mejor era que te fueras, pero no me animaba. Qué difícil es cortar una relación, por más que te haga mal, ¿no? Pero vos no dejabas de empujar y de empujar. No había lugar para los otros si estabas vos. Y no había otra manera. Teníamos que cortar. Aunque fuera un desgarrón. Aunque me quede la herida sangrando, como sangro todavía.

Pensé que te ibas a ir más fácil, pero una relación enfermiza no se puede terminar si no es con dolor y tironeos, ¿no es cierto? En todo caso, ya se terminó.

Pero ya me empiezo a sentir mejor. Sé que era el paso que tenía que dar. Y en cuanto a vos… bueno, todavía tengo muchas. No creo que me hagas tanta falta.

Mientras tanto, me tomo un helado para pasar el dolor de la separación. Lo puedo hacer tranquilo ahora, sin miedo. Al fin y al cabo, me lo recomendó el dentista.


Adiós, muela del juicio, donde quiera que estés. Nunca te olvidaré.

lunes, julio 08, 2013

Algo se mueve bajo las calles de Roma

Muchas veces me he preguntado si estoy en este mundo para dar todo de mí en un instante preciso. Una palabra justa, un gesto necesario, un "sí" o un "no" que de alguna manera aporten algo significativo. Y nada más. Por supuesto, yo no sé cuándo o cómo se dará esto. Tal vez lo perciba cuando llegue. En todo caso, este interrogante me ayuda cada tanto a desempolvar el entusiasmo y el asombro. Me permite estar alerta. En espera.


Lo más probable es que no sea así. Sería una visión demasiado mezquina y pobre de la vida. Con todo, sí es cierto que hay momentos, lugares, situaciones especiales. Encuentros donde parece jugarse el todo por el todo. O mejor, lo que el Nuevo Testamento llama un "kairós". Un tiempo oportuno, favorable, pleno porque Dios se manifiesta en él. Y cuando él se hace presente, trae consigo toda novedad y barre a fondo con nuestras certezas. Lo imprevisible se vuelve el pan de cada día.


¿Habrá sido eso lo que vivimos con unos amigos hace algunas semanas? Un matrimonio muy cercano y amigo pasó por Roma. Rezamos juntos, caminamos la Ciudad Eterna y aprovechamos para disfrutar de la historia, el arte y la vida que se respira a cada paso por sus calles infinitas.


Una de las paradas de nuestro recorrido fue una visita a las Catacumbas de Priscilla, la "Reina" de estas necrópolis subterráneas, según los expertos. Hoy ya sabemos que no eran refugio de los cristianos perseguidos. Pero siguen siendo lugar de culto. Aquí los cristianos depositaban a sus mártires y venían a rezar, o a enterrar a sus familiares cerca de los primeros testigos de la fe. Además, en ellas encontramos algunos de los primeros testimonios de arte cristiano.


Llegando a la entrada, nos encontramos con dos sacerdotes y un diácono de Granada que iban también a participar del recorrido guiado. Cuando se enteraron de que habíamos pedido celebrar la misa allí, pidieron sumarse para poder rezar al final de la visita. Además iban en el tour dos turistas norteamericanos y dos chicas francesas que no decían ni palabra.


Al llegar a la capilla, la guía nos dio las indicaciones necesarias para organizarnos e invitó a los que no participarían de la misa a emprender el regreso con ella. Para nuestra sorpresa, las francesas pidieron quedarse a misa con nosotros. El asombro creció cuando descubrimos que hablaban muy bien en español. Al comenzar la celebración invité a que nos presentáramos. Y entonces las chicas aclararon que en realidad, ninguna era cristiana. "Yo soy musulmana", dijo una. "Y yo... bueno, en realidad yo no soy nada", dijo la otra. Cada uno fue pidiendo por alguna intención para la misa. Y esta última dijo que pedía por el futuro. Por lo que estaba viniendo.


La misa no podría haber estado más despojada. Sin cantos, ni instrumentos, ni presencia de una multitud fervorosa. Hasta los ornamentos que usábamos eran simples y casi deshilachados. Pero creo que todos percibimos que ese era un kairós. Había una densidad especial en el aire. Algo estaba pasando. Por lo menos así lo sentía. Creo que todos teníamos la certeza de una presencia, tal vez más palpable aún porque desde lo exterior no había mucho que ayudara. Por otro lado, era un lugar de fe. Un lugar santo, donde todavía se tocan las raíces de fe de Roma y de nuestra Iglesia.


Puede parecer paradójico decir esto, pero creo que pocas veces viví la misa con tanta alegría como ahí, a varios metros bajo la tierra, con 13 grados de temperatura. El gozo de lo esencial, de estar muy cerca del Corazón de todo en lo humildad tan típica de los sacramentos.


La misa terminó y todos estábamos muy alegres y conmovidos. Nadie, creo, como nuestras nuevas amigas. La que había dicho que no creía en nada lloraba a mares. Y nuestra hermana del Islam resplandecía en una sonrisa blanquísima. Mientras regresábamos, le pregunté si se había sentido incómoda en la misa. "¿Incómoda? No, para nada. Emocionada. Impresionada. Pero no incómoda". Su compañera contaba cómo le había gustado la celebración, y que ahora, después de bastante tiempo viviendo en Roma, se lanzaba a un nuevo proyecto. Que la llevaba nada menos... que a Buenos Aires. El colofón final de un día de gracia.


Ahora estamos todos nuevamente desperdigamos por el mundo. Francisco, uno de los curas de Granada, y yo, seguimos estudiando aquí en Roma. Mis amigos volvieron a Buenos Aires. Una de las chicas ya ha vuelto a París y la otra prepara su ida a la Argentina. Los otros curas están en España, ejerciendo el ministerio (¡y el diácono da sus primeros pasos como sacerdote!). Pero todos nos llevamos en el corazón la certeza de haber compartido algo único. Alguien nos llevó hasta allí y nos ha devuelto a nuestras realidades cotidianas pero con alguna certeza, alguna pregunta, alguna alegría.


No creo que estemos aquí solamente para un momento o un gesto. Pero sí así fuera, esta horita juntos en la Catacumbas valió la pena.


P.D.: Gracias a Dios hoy existe el mail, el Facebook y el Skype. Ya nos hemos escrito entre varios y estamos en contacto. Así que la gracia de ese tiempo se ha prolongado en un lazo.

lunes, julio 01, 2013

Hospitalaria crónica

En general escribo siguiendo un esquema prefijado, tomando dos o tres cosas que me gustaron o resonaron más para compartir con los demás. Pero esta vuelta no pude. Tal vez por eso esta vez esta crónica se demoró aún más de lo que suele hacerlo. Quería ubicar dos o tres cosas en claros, distintos y delineados compartimentos. Pero no hubo manera. No es algo malo, de todos modos. Al fin y al cabo, si hay un adjetivo que le cabe a la vida es "desprolija", ¿no es cierto? Encantadoramente desprolija.

Varios ya lo saben, otros seguramente no, pero hace ya un mes y monedas me operaron de la vesícula. Todo el proceso que me llevó hasta la operación, fue cualquier cosa menos linear. Desprolijo, como decía antes. Lejos de ser algo planeado, empezó con un dolor fuertísimo en el costado que alcanzó para asustarme, luego de semanas con dolor de estómago (autodiagnosticado por mí como gastritis... porque como ustedes saben, los curas dominamos todas las áreas del saber) y mandarme con un compañero de casa al hospital.

Fui a la Isola Tiberina, donde desde hace casi 500 años los hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios tienen un sanatorio. Lo que pensé que sería un "toco y me voy" terminó en internación, prolongada por 16 días con moño de endoscopía primero y cirugía después. Nada grave, por suerte. Quizás si no fuera por el hecho de estar en el extranjero, y porque soy intrínsecamente miedoso, no hubiera sido para tanto.
 
Pero el hecho es que estaba afuera, y que soy miedoso, así que la noche que pasé en la guardia hasta que me internaron la verdad estaba muy asustado. Me animaría a decir que pocas veces como en los días del hospital me sentí tan vulnerable. La situación misma te pone en esa actitud: estar más de una vez medio desnudo, disponible para que te pinchen, te midan, te analicen, te controlen, te despierten y te duerman...

La oración en esos días bajó a un nivel muy pero muy básico. El dilema era confiar o temer. Se me hizo palpable algo que había aprendido en mis clases de Biblia. En los Evangelios, lo opuesto de la fe no es la duda. Es el miedo. Me di cuenta de que me faltaba fe, pero no porque tuviera algún planteo teórico con respecto a Dios, la vida eterna, etc. Simplemente porque en esto, que ni siquiera era un trance terrible, me encontraba más de una vez muerto de miedo. Me tenía que entregar y me estaba costando mucho. Y ni siquiera es que estaba en un trance de vida o muerte. Pero el paso a dar era uno de abandono.

Creo que si algo me ayudó a ir dando ese paso (además de unos buenos ratos en la capilla del hospital dándome de cabeza contra el banco), fue la presencia de tantos. Después de un mail que escribí avisando de mi internación varios me escribieron o llamaron pensando que estaba solo acá. Al contrario. No voy a negar que extrañé como un perro y sentí muchísimo la distancia de mi familia y amigos de Buenos Aires... pero sería un ingrato si no dijera que hubo miles (¡en serio, miles!) de gestos de amor.

Mis compañeros de casa, el Colegio Sacerdotal Argentino, vinieron en todo momento, organizados en turnos para que siempre, si hacía falta, hubiera alguien. Curas conocidos (y no tan conocidos) que pasaban a verme. Hasta el regalo inmenso de tener amigos que justo estaban de viaje y se clavaban en la silla del cuarto para conversar. Desde Buenos Aires y otros lados, un montón de mensajes, saludos, llamados... ¡hasta un video! Por sobre todo, la presencia de mi familia, de fierro. Hay una cercanía que da el amor que no la consigue ni el mejor de los medios de comunicación. Una Francesco, uno de los enfermeros, me cargaba y me decía "Demasiadas visitas. Le va a hacer mal a la salud. Esto ayer parecía el santuario de Lourdes".

La otra compañía deslumbrante fue la de los enfermeros y enfermeras. Yo sé que nunca me daría ni el estómago (y ahora el hígado tampoco) para encarar una tarea como la de ellos. Una inmensa ternura, atención y paciencia para conmigo y mis compañeros de cuarto. Gente increíble. Nunca me hubiera imaginado que Dios se parecía tanto a un enfermero... o al revés. Mirko, la hermana Elisabetta, Domitila, Mikhailos, Francesco y varios nombres más que me llevo en el corazón.

Creo que al final fue eso lo que me permitió encarar los últimos días de internación (y la operación) tranquilo. Como decía un teólogo, "sólo el amor es digno de fe". Y ante tanto amor (signo y expresión de un Amor único)... me pude animar a soltar un poco el borde la pileta y tirarme. No faltó la nota de humor (un poco negro, cierto). Cuando me estaba poniendo la simpática y reveladora batita que te hacen vestir para la operación, en el baño estaba también Pellegrino, un compañero de cuarto al que estaba afeitando uno de sus hijos. Reproduzco el diálogo:

- ¿De qué se opera?


- La vesícula. Estoy un poco nervioso, pero es una operación simple.

- Eh, depende. A mí me la sacaron hace unos años, pero me agarró una septisemia y casi me muero.


 
Un alegre pensamiento para llevarse al quirófano. Espero que este hombre no se dedique a la diplomacia, la pedagogía o la psicología.

Todo salió bien, gracias a Dios (y al doctor Angrisani, el médico que me operó y el único que me dio un poco de bola en todo el tiempo de operación). Dos días después, volví a casa, pero tras dieciseis días de no comer (salvo un par de días a sopa y uno y medio glorioso de comida sólida), era un fantasma. Hizo falta una semana más de cama en casa hasta que empecé a tener un poco más de fuerza para caminar y moverme tranquilo. Sigo sin poder hacer grandes esfuerzos y tengo que cuidarme en la comida. Pero estoy vivo, coleando y más flaco. Algo es algo.

En mi primer año de seminario Gerardo, el cura que me acompaña, nos dijo en un retiro que uno sale de los encuentros con Dios bendecido y rengueando. Como Jacob después de reventarse a trompadas con el Señor a orillas del Yaboc (¡posta, está en la Biblia, busquen Gn 32, 23-33 para uno de mis pasajes preferidos de la Escritura!). Así salí yo de esto. Bendecido y vulnerable. Muy débil. Pero con un par de certezas de esas que te te acompañan por un buen rato. Por lo menos espero que así sea.

Estas semanas posteriores a la recuperación fueron de visitas, puesta a punto académica (con la suerte de tener un director de tesis comprensivo y misericordioso) y mudanza de cuarto. No sé cómo pero llegué con todo antes de venirme a Courmayeur. Ahora estoy disfrutando de volver a hacer vida de cura en un lugar lindo como pocos, y rumiando un poco más mis hospitalarias andanzas. Seguro que hay mucho para seguir poniendo en limpio ("tematizando", dicen que hay que decir ahora). Por lo pronto, me reencontré con los textos de Madeleine Delbrel. Los dejo con ella, que escribe (y vivió) mucho mejor que yo, y con un poema que volví a leer estos días y me recordó la aventura de confiar a la que el Jefe me está llamando en estos días.


Gracias por estar. Los quiero mucho.


LA ESPIRITUALIDAD DE LA BICICLETA
 
«Id...», nos dices en todos los momentos cruciales
del Evangelio.
Para coincidir con tu sentido hemos de ir,
aunque nuestra pereza nos suplique que nos quedemos.
Nos has elegido para estar en un extraño equilibrio.
Un equilibrio que sólo puede establecerse y mantenerse
en movimiento,
en el impulso.

Es algo similar a una bicicleta,
que no se tiene en pie sin avanzar,
una bicicleta que está apoyada contra una pared
mientras no nos montamos en ella
para hacerla marchar velozmente por la carretera.
La condición que nos ha sido dada
es una inseguridad universal, vertiginosa.
En cuanto nos detenemos a observarla,
nuestra vida se tuerce y flaquea.
Sólo podemos mantenernos en pie para caminar,
para lanzarnos en un impulso de caridad.

Todos los santos que se nos han dado como modelos,
o muchos de ellos,
estaban bajo el régimen del «Seguro»
—una especie de Seguridad Espiritual que les protegía
contra los riesgos y las enfermedades,
que asumía incluso sus alumbramientos espirituales.
Tenían tiempos oficiales de oración,
métodos para hacer penitencia,
todo un código de consejos y de defensa.
 
Pero en cuanto a nosotros,
la aventura de tu gracia
se desarrolla en un liberalismo un poco loco.
Te niegas a darnos un mapa de carreteras.
Hacemos el camino de noche.
Cada uno de los actos que realizamos se van iluminando
como señales que se relevan.
A menudo, lo único garantizado es este puntual cansancio
del mismo trabajo que hay que repetir cada día,
de la misma limpieza que hay que recomenzar,
de los mismos defectos que hay que corregir,
de las mismas tonterías que hay que evitar...
 
Pero aparte de esta garantía,
todo lo demás depende de tu fantasía
que se toma muchas libertades con nosotros.