lunes, febrero 27, 2006

Un amor fiel y siempre nuevo (8° domingo del tiempo durante el año, ciclo B)

Ya me están haciendo practicar la prédica y eso me obliga a pensar la homilía. Aunque este fin de semana no prediqué, acá va lo que preparé para este último domingo.

Hoy el Evangelio nos pone delante de una pregunta que la gente hace a Jesús: ¿Por qué tus discípulos no son como los demás? ¿Por qué a diferencia de los otros, tus seguidores se comportan de un modo distinto, de un modo nuevo?

En estos días hemos descubierto que en Jesús aparece una novedad. Dios sale al encuentro del hombre en Jesús, a través de la sanación y el perdón. La gente se sorprende: Jesús tiene un modo nuevo de hablar de Dios, un estilo distinto para relacionarse con las personas, una manera diferente de encontrarse con los demás y anunciarles la Palabra. “¡Nunca hemos visto nada igual!” decía la multitud hace unos días al ver a Jesús sanar al paralítico.
Esta novedad que trae Jesús, que es Jesús, provoca a la vez atracción e inquietud. Los que la aceptan entran en este modo distinto que Jesús tiene de vivir, amar y trabajar. Los que no, no pueden quedarse indiferentes: preguntan, critican, dudan.

Pero, ¿dónde está la raíz de esta novedad de Jesús? ¿Jesús viene a cambiar las cosas porque sí? Para respondernos tenemos que ir al corazón de Dios. Dios ama al pueblo con un amor ardiente, que, por eso mismo, nunca cambia en su intensidad pero sí en los modos de expresarlo. El amor de Dios es profundamente creativo. La primer lectura lo pinta a Dios de la cabeza a los pies: frente a la infidelidad del pueblo, Dios no responde con una negativa; responde con un amor todavía más grande y original. Porque la situación de la gente cambia, Dios no se queda en su lugar, sino que va desplegando su amor a través de nuevos gestos y palabras, y se revela como un esposo apasionado. Y cuando la gente acepta ese amor, su vida se renueva, no puede quedarse igual, porque cambia desde dentro, desde el corazón que se descubre tocado por esa misericordia fiel y original a la vez.

Jesús es el gesto máximo de este Dios que nos ama apasionadamente. Él es esposo que ha venido a buscarnos de un modo nuevo, insospechado. Y cuando dejamos que Jesús entre en nuestra vida, ella no puede quedar igual. Delante de Jesús y su amor, aparece también el horizonte de la novedad. Y acá es cuando la cuestión se complica. Porque lo nuevo, como veíamos, atrae pero también asusta. Implica dejar el confort de lo conocido, por más malo que sea, para aventurarse en un lugar nuevo. Y esto siempre produce inseguridad.

Me parece que acá podríamos detenernos en dos puntos que nos ayudan a aterrizar cómo vivimos esta novedad de Dios.

Nuestra relación con Dios, como todo vínculo, va creciendo constantemente. Dios nunca se encierra en la imagen que nos podamos hacer de él, y esto juega en varios registros. Dios es siempre más.Nadie puede pretender vivir su fe en la adultez del mismo modo que cuando tomó la primera comunión. Dios nos invita siempre a un crecimiento, a abrir el corazón y la mirada a una relación más profunda. De otro modo nos arriesgamos a rasgar el vestido viejo.

Por otra parte, también como Iglesia vamos caminando siempre en una invitación renovada de Dios, que nos llama a descubrirlo en los signos de los tiempos y a encontrar los puentes que nos ayuden a llegar a los hombres y mujeres de hoy. Eso implica dejar atrás muchas veces esquemas, modos, ideas que no logran transmitir el mensaje de Jesús. Y no es fácil, es una verdadera pascua, pero si no la atravesamos el vino nuevo del Evangelio rompe el odre nuestros esquemas... y no se puede compartir con nadie.

¿Cómo podemos hacer para vivir esta novedad permanente, que hoy se hace mucho más palpable en un mundo que cambia constantemente y nos obliga a repensar todo? Me parece que la pista está una vez más en el Evangelio, en la experiencia de Jesús. Jesús presentó la fe de un modo tan novedoso porque estaba tan enraizado en el amor de Dios que eso, por un lado, le regalaba un modo distinto de ver las cosas, pero a la vez le daba una increíble capacidad para descubrir un nuevo estilo para transmitirlo, para ajustarse, sin dejar de ser fiel a sí mismo, a los códigos de la gente de su tiempo.

Para los cristianos, el cambio no brota de un querer estar “a la moda”, sino de ir descubriendo que es lo que el amor siempre nuevo de Dios tiene para decirnos: en nuestra historia personal y en nuestro camino como Iglesia. Desde allí podemos conectar con las necesidades de nuestro tiempo y de nuestro momento concreto.

La eucaristía es un lugar privilegiado para hacer esta experiencia. Todas las eucaristías son iguales; todas las eucaristías son distintas. Siempre hay algo nuevo que descubrir del amor de Jesús. Hoy podríamos acercarnos pidiéndole que tengamos esta certeza, la única que tenemos frente a un mundo cambiante, pero también la única que realmente necesitamos: que su amor nos acompaña siempre y nos lleva, a través de los cambios, a vivir una fe siempre nueva y cada vez más profunda.

sábado, febrero 04, 2006

Balbuceos sobre el Zen

Finalmente terminé el sufrido, gozado, y sumamente transpirado trabajo sobre Zen. Después de un tiempo largo de lectura (unos cuantos libros y más artículos) y fichaje, y unos quince días de escritura intensiva (especialmente la última semana), soy el orgulloso autor de unas hermosas 59 páginas. Como dicen los padres sobre los hijos, no sé si es lindo o es feo pero es mío.
No puedo postear acá todo (¡es enorme el TP!), pero dejo la conclusión, que no se entiende bien sin el resto del trabajo, pero es la parte más personal y quizás a alguien le deje algo.
Hemos buscado aproximarnos al budismo Zen y su percepción del hombre. Al atravesar su historia, encontramos que nace en un contexto histórico y filosófico que le aporta el “humus” necesario para que surja como novedad y profundización en la experiencia budista. Empapado de distintas grandes tradiciones de Oriente (budismo, yoga, taoísmo), se revela a sí mismo como una síntesis original que no responde plenamente a ninguna de ellas, si bien se nota en el Zen la influencia de todas ellas, especialmente de la escuela Mahayana del budismo y del taoísmo, por su énfasis en la doctrina del vacío o sunyata y su objetivo de volver a la verdadera naturaleza del hombre.

Una mirada más sistemática nos ha ayudado a descubrir que el Zen tiene, ante todo, un carácter existencial y experiencial: constatando el sufrimiento del hombre, separado por el yo dualista del vacío, del mundo y de su yo profundo, busca un camino de liberación a través de la disciplina y la meditación para alcanzar la iluminación o satori, donde se cae en cuenta del vacío y se despierta a una nueva conciencia. A partir de la iluminación la persona adquiere una nueva mirada sobre el mundo y sobre sí mismo, hace cuerpo la experiencia de que todo está relacionado con todo, e integra todas las energías de su ser. El iluminado es el sabio, el libre y el compasivo. Desde esta experiencia de vacío surge una creatividad espontánea y renovada que puede efundirse en cualquier actividad.

Al entrar en diálogo con el cristianismo, descubrimos profundas analogías, que sólo se pueden encontrar en el ámbito de una práctica común, de vivencias básicas compartidas. Hay un sentido del misterio que late detrás de lo evidente, una perspectiva similar en cuanto a la condición humana y una búsqueda de la liberación. De ambas experiencias nace un profundo respeto que se inclina y alaba ante la luz que brota de toda la realidad, con la cual tanto el budista como el cristiano se sientan íntimamente vinculados.

Sin embargo, el coloquio no deja de tener sus desafíos. Muchos surgen del contexto filosófico-teológico propio, del lenguaje de cada tradición, que no puede descartarse, pero que está llamado a transformarse en el proceso de diálogo, sin caer en el miedo a dejarse interrogar ni tampoco en inclusivismos apresurados e ingenuos. En concreto, aparece frente al budismo el interrogante por la dimensión personal y el amor; para el cristianismo, el esfuerzo por seguir cribando lo esencial de la experiencia cristiana de lo que a veces son formulaciones o agregados sin negar la propia identidad, y recibir también la sabiduría que el Zen tiene para ofrecerle, especialmente en torno a algunos temas que si bien no son ajenos al cristianismo han sido a veces olvidados o mal formulados, especialmente en lo que se refiere a la vida contemplativa, el rol del cuerpo, el uso de las palabras en el lenguaje religioso...

En un nivel más personal, el trabajo fue la oportunidad para volcarme con un poco más de profundidad en una visión del mundo y del hombre apasionante, no sólo por su riqueza histórica, sino también por los registros que el diálogo zen-católico viene dando. Realizar este trabajo ha sido asistir como espectador privilegiado al diálogo de personas audaces y generosas que se han atrevido a dejar el confort que siempre da un esquema mental y una convicción para vivir una auténtica pascua de la inteligencia y el corazón.

El comienzo de mi escucha del Zen comenzó a partir de un interés de toda la vida en la cultura oriental que fue tomando en este caso cauces más específicos a través de lectura, y más recientemente, de diálogo con algunas personas que practican meditación. Lo que he leído sobre Zen ha enriquecido mi vida de oración y mi percepción de la realidad. Ha sacudido también ciertos presupuestos y erradicado varios perjuicios.

Estoy convencido de que el Zen y su práctica no es para todos los cristianos, pero también de que muchos, como yo, pueden encontrar en él una fuerza dinámica capaz de llevarlos a una fe más profunda en Cristo y a una conciencia más abierta, más tolerante y compasiva. En todo caso, siempre será la oportunidad de conocer una tradición milenaria sumamente fecunda y con innumerables expresiones de su belleza.

Llego a la conclusión de este escrito confirmando el adagio académico de que los trabajos no se terminan; se suspenden y se entregan. Si el Zen es ante todo satori, experiencia de luz, y el cristianismo es la persona de Jesús, anteriores ambos a cualquier elaboración, ¿tendrá sentido leer todo esto?
El que busca ya tiene en cierto sentido lo que ha alcanzado, o al menos lo pregusta en su deseo. Si logro transmitir al menos un poco de ese deseo que despiertan en mí las páginas del Evangelio o el anhelo de profundidad que descubro cuando veo a los monjes haciendo zazen, me daré por satisfecho. Como decía el Sensei Hoyen: “Cuando se recoge agua con las manos, la luna se refleja en ellas; cuando trabajamos con flores, el perfume impregna nuestras ropas”. Nuestras palabras, si brotan del corazón, aún en su fragilidad participan de la belleza de lo que amamos y queremos compartir a los otros.

miércoles, febrero 01, 2006

Sobre la Palabra

Como en un post que leí estuvimos comentando sobre la Biblia y su lectura, prometí este texto espectacular de San Efrén sobre la meditación de la Palabra. Vale la pena leerlo.
¿Quién hay capaz, Señor, de penetrar con su mente una sola de tus frases? Como el sediento que bebe de la fuente, mucho más es lo que dejamos que lo que tomamos. Porque la palabra del Señor presenta muy diversos aspectos, según la diversa capacidad de los que la estudian. El Señor pintó con multiplicidad de colores su palabra para que todo el que la estudie pueda ver en ella lo que más le plazca. Escondió en su palabra variedad de tesoros, para que cada uno de nosotros pudiera enriquecerse en cualquiera de los puntos en que concentrara su reflexión.

La palabra de Dios es el árbol de vida que te ofrece el fruto bendito desde cualquiera de sus lados, como aquella roca que se abrió en el desierto y manó de todos lados una bebida espiritual. Comieron -dice el Apóstol- el mismo alimento espiritual y bebieron la misma bebida espiritual.
Aquel, pues, que llegue a alcanzar alguna parte del tesoro de esta palabra no crea que en ella se halla solamente lo que él ha hallado, sino que ha de pensar que, de las muchas cosas que hay en ella, esto es lo único que ha podido alcanzar. Ni por el hecho de que esta sola parte ha podido llegar a ser entendida por él, tenga esta palabra por pobre y estéril y la desprecie, sino que, considerando que no puede abarcarla toda, dé gracias por la riqueza que encierra.

Alégrate por lo que has alcanzado, sin entristecerte por lo que te queda por alcanzar. El sediento se alegra cuando bebe y no se entristece porque no puede agotar la fuente. La fuente ha de vencer tu sed, pero tu sed no ha de vencer la fuente, porque, si tu sed queda saciada sin que se agote la fuente, cuando vuelvas a tener sed podrás de nuevo beber de ella; en cambio, si al saciarse tu sed se secara también la fuente, tu victoria sería en perjuicio tuyo.

Da gracias por lo que has recibido y no te entristezcas por la abundancia sobrante. Lo que has recibido y conseguido es tu parte, lo que ha quedado es tu herencia. Lo que, por tu debilidad, no puedes recibir en un determinado momento lo podrás recibir en otra ocasión, si perseveras. Ni te esfuerces avaramente por tomar de un solo sorbo lo que no puede ser sorbido de una vez, ni desistas por pereza de lo que puedes ir tomando poco a poco.

Del comentario de san Efrén, diácono, sobre el Diatésaron, c. 1