sábado, agosto 23, 2014

Una puerta entreabierta

Hace mucho que no lo doy tantas vueltas a una idea antes de sentarme a escribir. Quizás porque ésta, como pocas, es más personal y al mismo tiempo sobre algo que me desborda y de lo cual sólo puedo hablar con mucho respeto y cuidado. Espero no decir ninguna barbaridad.

Ayer me invitaron a comer un grupo de señoras de la parroquia. Veinticinco viejas tanas, una más simpática que la otra, con una fe a prueba de balas (y de curas). De la charla anecdótica y superficial, típica entre gente que no se conoce tanto, la conversación con las dos mujeres que estaban más cerca mío en la mesa derivó lenta e imperceptiblemente hacia la pastoral, la vida de los curas y las realidades que encontramos en el ministerio. Y una me preguntó: "¿Y cuándo alguien muere, en los funerales, usted qué le dice a la gente?". Un poco seco, cosa rara en mí, le dije: "Nada. Bah, mejor dicho, casi nada".

En realidad no es exactamente así. Pero les expliqué que, frente a dos realidades tan desbordantes, tan inmensas como la muerte y el dolor que ella produce, mejor decir poco que mucho. Uno está tocando el borde del misterio en esos momentos. Es una de esas ocasiones donde aún el más inconsciente está especialmente sensible y donde el corazón se agita y debate entre mil sentimientos. Hablo del consuelo que nos quiere dar Dios; de un Cristo que nos entiende porque él mismo se dejó atravesar por el misterio; del permiso que nos tenemos que dar para desahogar el corazón frente a Dios y del acompañarnos mutuamente. Y basta. Todo lo demás me parece dicho más para ahogar el momento que otra cosa.

Esto para mí no es estrategia ni sentido de la ubicación. Es lo que experimento cada vez que me acerco a acompañar momentos de esa intensidad. Realmente no me sale decir mucho. Porque cuando la vida está así de expuesta, el lenguaje es el silencio, el gesto, la oración. El abrazo.

Me llamó la atención que justo fuera éste el tema de nuestra charla en la cena. Porque dos días antes había ido a Pisa básicamente movido por el deseo de sentarme delante de un sarcófago. El mismo que había visto un año antes en el Camposanto de la Plaza de los Milagros. Es el de esta foto. 

Sarcófago en el Camposanto de la Piazza dei Miracoli de Pisa.

Las ondas que rodean el bajorrelieve central son típicas del arte mortuorio grecorromano. El mar era símbolo de la eternidad, y por eso adorna muchos monumentos fúnebres de la época, retomados también más tarde por los cristianos.
Lo que me atrajo en su momento, sin embargo, es la puerta entreabierta. Como invitando a pasar. O tal vez, como si el difunto, olvidadizo, hubiera dejado, al atravesarla, un resquicio del otro mundo, abierto a los que seguimos de este lado.

Como sea, me quedé fascinado e impactado mirándolo aquella vez. Y regresé para verlo y fotografiarlo. Para pensar en lo que vendrá, algún día, en algún momento. Para recordar a los que ya cruzaron el umbral de la puerta. Aquellos que, al abrirla, me hicieron pensar en esa Pascua que nos espera a todos.

Sé que hoy es tabú hablar de estas cosas. La muerte, como decía Philippe Ariès, ha reemplazado al sexo como principal censura. Me da pena cuando a veces, con la mejor de las voluntades, los creyentes aportamos nuestra cuota a la cuestión poniendo una pátina de piedad, frases hechas y lugares comunes tan ineficaces como molestos.

Creo, por el contrario, los cristianos tenemos una palabra para decir. Una que sea al mismo tiempo humana y divina, es decir, dicha desde Jesús y su Evangelio. Respetuosa y compasiva. Con el sentido del abismo al que nos asomamos. Con la esperanza de que alguien ya lo ha franqueado y nos acompaña. Como la pequeña cruz que adorna el dintel en la puerta de este sarcófago. Como el Buen Pastor representado en sus hojas.

Mientras tanto, sigo viendo la puerta. Para no perder de vista lo importante. Para que este misterio de dolor y amor me ayude a percibir que en realidad siempre estamos de cara a algo que nos sobrepasa. Y frente al cual, todavía hoy, podemos decir muy poco. O nada.

sábado, julio 19, 2014

Una parábola de madurez (Domingo XVI del Tiempo durante el año, Ciclo A, 2014)

Todo el evangelio es novedad permanente que renueva, rompe, sana, limpia, acrecienta, sacude… pero cada tanto me encuentro con alguna página que hace más eco. La parábola del trigo y la cizaña es de ésas.
Las parábolas son un don de Jesús para entrar en el corazón del Reino, para poder estar más abiertos y perceptivos al modo en el que Dios se manifiesta y actúa en nuestra realidad: nuestra historia, nuestra Iglesia, nuestro corazón.

Y si bien todas ellas nos llaman a dar pasos de crecimiento, me animaría a decir que esta parábola es especialmente adecuada para acercarse a la madurez. Tal vez porque tiene tintes de aquellos que se avecina con la vida adulta, o mejor, con las crisis que nos pueden ayudar a crecer en esa etapa de la vida. La imagen de la cizaña es sumamente evocativa. La pregunta de los servidores es entre ingenua y desgarradora, con esa carga de desilusión e incomprensión que tiene el encuentro con la realidad del mal (con mayúscula o minúscula): “Señor, ¿no habías sembrado buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que ahora hay cizaña en él?”.

La pregunta no es menor, y es más acuciante aún para el creyente. Para quien cree en un Dios amoroso, que es Padre, el encuentro con el mal en sus distintas dimensiones (sea moral, natural, espiritual, etc.) es más chocante que para quien no cree. ¿Cómo conjugar nuestra fe con esta experiencia? No quiero hacer (no me da ni la cabeza ni el corazón) una teoría sobre el mal y temas afines a partir del texto. Pero sí creo que la parábola da luz para avanzar en el camino.

El dueño del campo responde con austeridad a la pregunta de los servidores: “Un enemigo ha hecho esto”. Nada más. Queda claro que la presencia de la cizaña no es obra del hombre que ha sembrado trigo. El resto se pierde en la noche, donde el hombre tiene que renunciar al control y a ver todo claro. Quizás misterio no sea la mejor palabra para hablar de la cizaña, pero sirve para entender que nos enfrentamos a algo que nos desborda y cuyo sentido más profundo no siempre se puede desentrañar. No siempre se encuentra un por qué. Pero más real aún es que, si se lo encuentra, no siempre conforta.  A una persona que descubre que está enferma; a alguien que ha perdido un ser querido, podemos darle mil explicaciones científicas, filosóficas o religiosas… y no servirán para nada.

La reacción de los siervos no se hace esperar. La ansiedad, la necesidad de hacer algo frente a la cizaña, pide una acción directa, severa, total. Pero el propietario les recuerda que hay algo anterior a esta semilla maligna, y que el apuro puede destruir lo que también hay de bueno. Este dato es clave: antes que todo mal, antes que la irrupción de aquello que parece frustrar el destino del campo, hay un don de vida, de bondad, de belleza, que aún está presente y quiere crecer. Esta certeza permite el “dejar crecer”, permite la paciencia, que pareciera ser la virtud fundamental a desarrollar en este “mientras tanto” que es la vida.

Dejar crecer, porque creemos en el Reino. Porque confiamos en que no está todo dicho. La cizaña está, pero no podemos asustarnos ni ser arrastrados por la angustia.

Dejar crecer… la historia no está cerrada, la cosecha aún no se ha realizado. No anticiparnos a juzgar ninguna historia, a cerrar un destino (ni propio ni ajeno). El Señor está actuando. En lo secreto de la tierra, se está fermentando algo nuevo que no puede ser ahogado por el mal.

Dejar crecer con paciencia, pero no con pasividad. Aprovechando el tiempo que tenemos entre manos, porque la semilla crece, y estamos llamados a esperarla, a celebrarla, a compartirla.

Por sobre todo, dejar crecer, porque no podemos no unir esta parábola a otra historia. De otro campo, donde al contrario, parecía que la cizaña tomaba el mundo, porque en él se enterraba al Señor. Pero esta vez, era el dueño de la mies quien aprovechaba la noche para sembrar la semilla de un Hijo, el don de un trigo que explotaría en vida, amor y esperanza. La certeza de que nuestra espera tiene un sentido. Mientras tanto, un Dios atravesado por el enigma del mal y vencedor del mismo, nos comprende, nos acompaña y nos alienta.

Es el misterio que se nos ofrece aquí, en la Eucaristía. El alimento que abre los ojos y el corazón, que siembra a Jesús en lo más profundo de nuestra historia personal y comunitaria, y nos ayuda a seguir transitándola. Hasta que llegue la hora de la cosecha.

viernes, febrero 14, 2014

San Valentín, "Her" y las relaciones de pareja

Apenas empiezo a escribir me doy cuenta que un texto escrito por un cura para el día de San Valentín es como si Kim Jong-Un diera una conferencia sobre la democracia o la libertad de prensa. Con todo, la verdad el día de hoy me parece de lo más simpático. Independientemente de la furiosa comercialización sufrida por la jornada, me gusta que haya un día para festejar el amor de pareja. No deja de ser cierto que, como con prácticamente todas las festividades, el evento suscita sentimientos encontrados. No todo el mundo tiene con quién celebrar. Está toda la movida en contra de San Valentín que celebra la soltería y la independencia, o quienes no quieren celebrar lo que llaman una “fiesta Hallmark” (por la famosa marca de tarjetas). Pero la fiesta ahí, nos guste o no, y es una oportunidad para tomar conciencia de alguna que otra cosa.

Hace unos días vimos, con mis compañeros de casa, Her, de Spike Jonze, con Joaquin Phoenix y Scarlett Johannson. Peliculón por donde se lo mire, el film es una fábula contemporánea sobre las relaciones amorosas (y en menor medida, sobre los vínculos en general). El bueno de Theodore, protagonista principal, se debate entre el enorme anhelo por entrar en relación con alguien y todos los temores que eso suscita, sobre todo cuando hay una experiencia previa (como en su caso) de fracaso. “A veces pienso que ya he sentido todo lo que voy a sentir. Y de ahora en más, no voy a sentir nada más. Sólo versiones reducidas de lo que ya sentí”. Un sistema operativo de inteligencia artificial, Samantha, se vuelve la oportunidad para empezar a reconectarse (perdón por el juego de palabras) consigo mismo, con la vida… y con otro, por electrónico que este “otro” sea. Y empieza una vez más la montaña rusa emocional de sentimientos, inquietudes, diálogos y decisiones que constituyen el entramado de una relación.

No voy a entrar en detalles para no develar la trama de la película. Solamente me quedo con una idea que la película retrata tan bien: ¡es tan difícil entrar en comunión, verdadera, sincera con otro! ¡Es tan difícil amar! Tal vez por eso vivimos siempre oscilando entre el miedo a salir del cascarón y el deseo de encontrar ese lazo que nos salve del anonimato y la soledad. “Todos queremos ser alguien en el corazón de alguien”, nos decía un profesor del seminario. Y es así. Todos necesitamos esa experiencia.

Quizás hoy más que nunca, cuando estamos asaltados por el temor al anonimato. En un mundo que crece cada vez más, la percepción de nuestra pequeñez se puede volver aplastante. La experiencia de un vínculo significativo nos saca de esa trampa y nos revela una verdad más profunda sobre nosotros mismos.
¿Es difícil? Lo es. No hay aventura más grande. Ni menos edulcorada. En cierto sentido, vivir el amor es lo menos romántico que hay. “El amor hace salir el niño herido que todos llevamos dentro”, afirma el psiquiatra Jack Dominian. Pero la alternativa es mucho peor: es quedarse en un mundo ideal, donde no hay peligros pero tampoco encuentro. Como dice el maestro, Timothy Radcliffe: “Aprender a amar es un asunto difícil. No sabemos a dónde nos llevará. Nos encontraremos nuestra vida vuelta del revés. Seguramente a veces nos haremos daño. Sería más fácil tener corazones de piedra que corazones de carne, ¡pero entonces estaríamos muertos!”.

Por eso, me gusta que tengamos esta fiesta. Debajo de los corazoncitos, las tarjetas y los chocolates, late una intuición profunda: vale la pena arriesgarse, vale la pena salir al encuentro de otro y construir una historia común, con todos los riesgos que esto conlleva.

Así que feliz día para todos los enamorados, para todos los que, de una manera u otra, se animan a decir que sí a construir un proyecto tomados de la mano. Es un gran desafío, pero sobre todo es una fuente de esperanza. Cada vez que dos personas se animan a quererse de verdad, algo de Dios se hace presente en este mundo y eso nos permite a todos seguir caminando. ¡Feliz día de San Valentín! Y para que la cosa no termine tan homilética, dejo un texto muy apropiado para hoy, “Estar enamorado”, de Francisco Luis Bernárdez:


Estar enamorado, amigos, es encontrar
el nombre justo a la vida.
Es dar al fin con las palabras que para hacer
frente a la muerte se precisa.
Es recobrar la llave oculta que abre la cárcel
en que el alma está cautiva.
Es levantarse de la tierra con una fuerza que
reclama desde arriba.
Es respirar el ancho viento que por encima de
la carne respira.
Es contemplar, desde la cumbre de la persona,
la razón de las heridas.
Es advertir en unos ojos una mirada verdadera
que nos mira.
Es escuchar en una boca la propia voz
profundamente repetida.
Es sorprender en unas manos ese calor de la
perfecta compañía.
Es sospechar que, para siempre, la soledad
de nuestra sombra está vencida.

Estar enamorado amigos, es descubrir dónde
se juntan cuerpo y alma.
Es percibir en el desierto la cristalina voz de
un río que nos llama.
Es ver el mar desde la torre donde ha quedado
prisionera nuestra infancia.
Es apoyar los ojos tristes en un paisaje de
cigüeñas y campanas.
Es ocupar un territorio donde conviven los
perfumes y las armas.
Es dar la ley a cada rosa y al mismo tiempo
recibirla de su espada.
Es confundir el sentimiento con una hoguera
que del pecho se levanta.
Es gobernar la luz del fuego y al mismo tiempo
ser esclavo de la llama.
Es entender la pensativa conversación del
corazón y la distancia.
Es encontrar el derrotero que lleva al reino de
la música sin tasa.

Estar enamorado, amigos, es adueñarse de
las noches y los días.
Es olvidar entre los dedos emocionados la
cabeza distraída.
Es recordar a Garcilaso cuando se siente la
canción de una herrería.
Es ir leyendo lo que escriben en el espacio las
primeras golondrinas.
Es ver la estrella de la tarde por la ventana de
una casa campesina.
Es contemplar un tren que pasa por la montaña
con las luces encendidas.
Es comprender perfectamente que no hay
fronteras entre el sueño y la vigilia.
Es ignorar en qué consiste la diferencia entre
la pena y la alegría.
Es escuchar a medianoche la vagabunda
confesión de la llovizna.
Es divisar en las tinieblas del corazón una
pequeña lucecita.

Estar enamorado, amigos, es padecer espacio
y tiempo con dulzura.
Es despertarse una mañana con el secreto de
las flores y las frutas.
Es libertarse de sí mismo y estar unido con
las otras criaturas.
Es no saber si son ajenas o son propias las
lejanas amarguras.
Es remontar hasta la fuente las aguas turbias
del torrente de la angustia.
Es compartir la luz del mundo y al mismo
tiempo compartir su noche obscura.
Es asombrarse y alegrarse de que la luna
todavía sea luna.
Es comprobar en cuerpo y alma que la tarea
de ser hombre es menos dura.
Es empezar a decir siempre, y en adelante no
volver a decir nunca.
Y es, además, amigos míos, estar seguro de
tener las manos puras.