martes, febrero 26, 2013



"Amor es desenredar marañas
de caminos en la tiniebla:
¡Amor es ser camino y ser escala!
Amor es este amar lo que nos duele,
lo que nos sangra bien adentro...

Es entrarse en la entraña de la noche
y adivinarle la estrella en germen...
¡La esperanza de la estrella!..."

Estas líneas de Dulce María Loynaz son parte un poema un poco más extenso y de una belleza inusual. Me gustan especialmente estos versos, que enlazan el amor y la esperanza.

Como sacerdote, una y otra vez me encuentro con situaciones límite. Donde la vida y la razón parecen decir "hasta acá". Muchas veces estas situaciones terminan como uno imagina que lo harán: en el fracaso, la muerte, la desilusión, la amargura.

Otras, sin embargo, contra todo pronóstico, se transforman. No diría que desaparece la dificultad o el dolor. Pero se da un proceso de cambio. Casi siempre, empieza con un gesto de amor. Alguien se anima a intuir un después. Se da un paso o un gesto de perdón. Se recogen los restos y las ruinas de un proyecto pensando en que de ellos se puede sacar algo nuevo, con una certeza loca e infundada. Infundada para quien no tenga esa mirada de amor.

No se trata, sin embargo, de tener más fuerza de voluntad (aunque a veces, ¡tantas!, se la requiere). Ni de ser más inteligentes. Creo que pasa sobre todo por tener un corazón que, porque sabe de sufrimiento y de amor, sabe también de las potencialidades escondidas en las horas más oscuras. Y aún entonces, ese corazón necesita de otros, que con su cariño y su ternura nos lleven hacia la luz.

Yo he tenido la suerte, en mi vida, de encontrarme muchas veces con personas así. De esas que descubren siempre lo que está germinando en el barro. Mujeres y hombres (aunque, lo tengo que confesar, creo que ganan las mujeres) que se juegan por lo que a veces sólo está presente en un sueño y apenas puede decirse realidad. Parteros de mundos nuevos.

Creo, sin embargo, que hacen falta muchísimos más. Hoy nos hace falta gente que ame, como siempre. Pero, tal vez más que nunca, que ame con amor esperanzado. Y esperanzador. Amigos de causas imposibles y perdidas. Personas que, por su manera de mirar, de sentir, de actuar, se convierten ellas mismas, sin querer, en un signo de que tal vez las cosas no tengan que ser como son. Y puedan ser de otra manera.

sábado, febrero 23, 2013

¿Cómo sanar un mundo herido?

Hay una terraza en el barrio judío de la Ciudad Antigua, en Jerusalén. La conocí en mi primera noche allí, cuando otro sacerdote argentino, a quien encontramos de casualidad, nos llevó a mí y a tres amigos más a ver la vista de la ciudad. Es un mirador privilegiado: de una sola vez se puede contemplar la cúpula del Santo Sepulcro, algo del Muro de los Lamentos y la Mezquita del Al-Aqsa. Volveríamos a la terraza-mirador todos los días de nuestra estadía. 

Pocos tiempos tan intensos como esas cinco jornadas en la Ciudad Santa. Gente de todo el mundo, una historia milenaria y un movimiento febril. Las tres religiones monoteístas más importantes del mundo entrecruzadas en una relación tensa, lacerada y lacerante. Peregrinos, curiosos y turistas terminan de conformar un caleidoscopio en permanente cambio. Más de una vez, al caminar por los pasillos estrechos y darme vuelta para observar, pensaba que me habían cambiado la calle mientras no miraba. Por sobre todo, recuerdo la sensación de una energía casi palpable en el lugar. Un rincón del planeta que estaba, literalmente, en carne viva. 

Sentados una noche en nuestra terraza con Josefina, otra de las compañeras de viaje, compartíamos impresiones sobre nuestra pequeña peregrinación a Israel. Me dijo algo que se quedó profundamente grabado en mi memoria: “¿Sabés? Acá en Jerusalén me di cuenta de lo lastimado que está el mundo”. 

Era cierto. La Ciudad Santa, la ciudad de la Paz, estaba muy lejos de serlo en realidad. El Santo Sepulcro parcelado por las distintas iglesias cristianas; los soldados caminando por los pasillos; la mirada de miedo o de bronca que a veces nos sorprendía desde alguna ventana… Los lugares más sagrados heridos por las ansias de poder, de control, por el resentimiento y la venganza. 

Pocos días después de esa conversación me subía a un avión para visitar algunos amigos en New York. Con Juani, mi anfitrión, decidimos una mañana ir a visitar el Memorial del 11 de Septiembre. No teníamos entrada, pero el hábito clerical todavía abre algunas puertas, así que pudimos entrar. 

El memorial es de lo más elocuente en su austeridad. Placas negras con nombres en blanco en torno a unas fuentes que nunca logran colmar el espacio vacío que rodean. Es la imagen de la herida incurable de un pueblo. Otra lastimadura de nuestro mundo gritando hacia el cielo. En uno de los banquitos del monumento nos sentamos para tener un rato de oración y una charla memorable. 

La reflexión sobre la situación internacional y sobre lo que pasó allí nos llevó, casi sin darnos cuenta, a nuestras familias y nuestras experiencias personales de heridas y reconciliación. Fue un momento de esos que pocas veces se dan, cuando se puede hablar con el corazón abierto, sin miedo a lastimar ni ser lastimado. Y como un estribillo, aparecía una y otra vez la cuestión del perdón. Un perdón que se manifestaba necesario, imprescindible, para seguir caminando en la vida. 

Me llevaría esa conversación como un tiempo de gracia, de esos que no se deben desaprovechar. Y a lo largo de un año signado por el encuentro con muchas situaciones de dolor, la imagen de esos dos lugares signados por el odio y el absurdo de la violencia volvía una y otra vez al corazón. ¿Cómo todavía hoy tenemos tan afilada nuestro poder para lastimarnos, para hacernos daño? Esa  capacidad parece multiplicarse exponencialmente y repetirse no sólo en las relaciones interpersonales sino entre los pueblos del mundo. Tiene sentido: los desajustes de nuestro planeta son el eco potenciado de nuestros propios desequilibrios… la desafortunada conjunción de nuestros desencuentros. 

Tal vez, sin embargo, en esa triste cadena también esté la posibilidad de un cambio. Si todo comienza en nuestro contexto más inmediato, entonces también allí es donde necesitamos empezar a hacer pie para transformar la realidad. ¿Tendremos el valor para dar ese primer paso, para empezar a tender la mano y buscar el perdón? ¿El coraje para responder de una manera más libre?

No es nada fácil. El perdón sigue siendo una palabra muy mal vista: suena demasiado a debilidad, pobreza, sumisión. Y sin embargo, nada nos hace más libres. El momento en el que decidimos perdonar es cuando abrimos las puertas del futuro y nos damos cuenta que ya no somos víctimas ni condenados. El instante sagrado en el que se nos abren los ojos y elegimos vivir sin resentimiento. Cuando percibimos que nuestra historia puede habernos golpeado, pero eso no quiere decir que debamos repetirla ni continuarla con la misma violencia. Son muchas las fuentes del perdón, pero quizás esta mirada sencilla (y hasta un poco pragmática) sobre nosotros y nuestro camino nos ayude a empezar. 

Aquella noche en Jerusalén, la noche en que miramos nuestro mundo herido estrechado en las calles de la ciudad milenaria, fuimos a comprar algunos rosarios para llevar al día siguiente a la misa en el Santo Sepulcro. Caímos en un negocio de ortodoxos, que allí no suelen mirar con buenos ojos a los católicos. Sergei, el dueño, sin embargo, fue de lo más atento y cálido. Cuando nos íbamos, me regaló un pequeño broche con la cruz de Jerusalén. Con una mirada profunda de amor y dolor, esa tan única que he visto en varios de nuestros hermanos ortodoxos, me dijo: “¿Sabe Padre? Yo sé que nuestras Iglesias discuten muchas veces. Pero al fin y al cabo, creemos en el mismo Dios, ¿no es cierto? Rece por mí cuando celebre misa en el Santo Sepulcro”. Lo hice, y lo sigo haciendo. Para tener esa misma mirada de perdón que he visto en Sergei. Y en todos aquellos que hacen del perdón un camino a un mundo nuevo y mejor.