Nuestro tiempo cultiva un gusto morboso por la paranoia, las sociedades secretas y las mil conspiraciones que sucesivamente reciben la acusación de dirigir los destinos del mundo. Pareciera que el mal elige esconderse para perpetrar sus designios, para mantener arrinconada y amenazada la vida de mil maneras, a cada cual más sutil.
Sin embargo, el mal tarde o temprano muestra la hilacha. Como los villanos desenmascarados en las películas, la trama conspiratoria sale a la luz, la sangre se cuela por debajo de la puerta y el escándalo explota a medio día en un estallido de notoriedad. El mal puede servirse del ocultamiento; tarde o temprano, sin embargo, se manifiesta por su propio peso. El mal es ruidoso, molesto y atropellador. Por eso no puede esconderse para siempre, sea porque lo encuentran, sea porque él mismo quiere vanagloriarse de su tarea.
Por el contrario el bien parece elegir lo oculto como su modus operandi habitual (y algo de esto he podido ver en distintos momentos). Corriendo por las acequias escondidas del mundo están pasando mil gestos de amor desconocidos: esas pequeñas reconciliaciones que nadie conoce sino el que las celebra en su corazón; los “sí” que hacen que la historia siga adelante; los sacrificios de miles de personas; la oración de viejos y de chicos, simples y por eso mismo lanzadas directamente al corazón de Dios; los abrazos…
Cuesta entender la lógica del amor oculto (por lo menos a mí me cuesta). Pero cuando uno logra adentrarse en esa corriente secreta, cuando podemos por un momento olvidarnos de nosotros mismos e imitar la generosidad del sol, del aire, de los justos escondidos en los resquicios de la historia… se encuentra una alegría indescriptible, un gozo escondido como el tesoro enterrado de la parábola.
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