miércoles, agosto 17, 2011

Caminos de acceso a la alegría

Parece difícil hablar de alegría frente a la complejidad del mundo y las distintas realidades de dolor y sufrimiento. Además, ciertas versiones de la alegría cristiana parecen brotar más de un voluntarismo que hace fuerza frente al dolor que de una experiencia profunda que nos permita atravesar las distintas dificultades de la vida con una actitud diferente.

Sin embargo, no deja de ser verdad que uno de las consecuencias más importantes de nuestra fe, una de las actitudes que aparece de manera más marcada cuando uno recorre el Evangelio, es la de la alegría. El nacimiento de Jesús es fuente de alegría; con alegría los discípulos anuncian a Jesús y vuelven de la misión; y el mismo Jesús se alegra y alaba al Padre porque el Reino llega a los pequeños y olvidados. 

Entonces quizás tengamos que desempolvar la alegría a partir de lo que nos propone el Evangelio, mirando sobre todo a Jesús, que es no sólo el modelo sino la fuente de toda alegría verdadera para nosotros. 

En el año 1975, Pablo VI, mientras él mismo estaba sumido en una fuerte depresión, escribe la exhortación Gaudete in Domino, Alégrense en el Señor, como una invitación durante el jubileo de ese año a vivir en la alegría. Allí describía de manera genial el secreto de la alegría de Jesús:

Aquí nos interesa destacar el secreto de la insondable alegría que Jesús lleva dentro de sí y que le es propia. Es sobre todo el evangelio de san Juan el que nos descorre el velo, descubriéndonos las palabras íntimas del Hijo de Dios hecho hombre. Si Jesús irradia esa paz, esa seguridad, esa alegría, esa disponibilidad, se debe al amor inefable con que se sabe amado por su Padre. Después de su bautismo a orillas del Jordán, este amor, presente desde el primer instante de su Encarnación, se hace manifiesto: «Tu eres mi hijo amado, mi predilecto» (Lc 3,22). Esta certeza es inseparable de la conciencia de Jesús. Es una presencia que nunca lo abandona (cf. Jn 16,32). Es un conocimiento íntimo el que lo colma: «El Padre me conoce y yo conozco al Padre» (Jn 10,15). Es un intercambio incesante y total: «Todo lo que es mío es tuyo, y todo lo que es tuyo es mío» (Jn 17,19). (GD 24)

Es desde esta certeza de saberse amado que Jesús puede vivir en la alegría, y es esa alegría la que quiere compartir con los discípulos. Porque es una certeza que brota de una lazo, de un vínculo que es puro regalo, entonces no tiene que ver con un bienestar externo, ni con una actividad. Por eso mismo puede convivir con el dolor y tiene la capacidad de transfigurarlo, de transformarlo sin negarlo ni escaparle. Es una alegría que brota del recibir un amor mayor que todos los temores y preocupaciones.

Pareciera que parte del secreto de la alegría de Jesús, entonces, pasa por recibir, por tener las manos abiertas a ese amor. El que no necesita o no sabe pedir no puede experimentar la alegría. Por eso quizás también en la Biblia la alegría es una experiencia profundamente relacionada con la pobreza. Sólo el que de alguna manera se siente pobre puede recibir ese gozo nuevo que trae Jesús. 

Por eso mismo la puerta privilegiada para entrar en esta alegría nueva del Reino parece pasar por la Pascua. La alegría brota del paso de la muerte a la vida, de haber estado perdidos y volver a encontrarnos, de tomar conciencia de un don. Así lo explica el mismo Jesús cuando utiliza la imagen del parto para explicar su Pascua:

Les aseguro que ustedes van a llorar y se van a lamentar;
el mundo, en cambio, se alegrará. 
Ustedes estarán tristes, pero esa tristeza se convertirá en gozo.
La mujer, cuando va a dar a luz, siente angustia porque le llegó la hora; 
pero cuando nace el niño, se olvida de su dolor,
por la alegría que siente al ver que ha venido un hombre al mundo.
También ustedes ahora están tristes, pero yo los volveré a ver, 
y tendrán una alegría que nadie les podrá quitar. (Jn 16, 21-23)

Esta experiencia es la que no sólo nos da una alegría nueva, sino que transforma todas nuestras alegrías cotidianas: no sólo las situaciones dolorosas se pueden vivir con alegría, sino que además todo lo que en nuestra vida diaria hay de encuentro, de comunión, de plenitud se potencia y se enriquece. Así lo explica también Pablo VI

Sería también necesario un esfuerzo paciente para aprender a gustar simplemente las múltiples alegrías humanas que el Creador pone en nuestro camino: la alegría exultante de la existencia y de la vida; la alegría del amor honesto y santificado; la alegría tranquilizadora de la naturaleza y del silencio; la alegría a veces austera del trabajo esmerado; la alegría y satisfacción del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir; la alegría exigente del sacrificio. El cristiano podrá purificarlas, completarlas, sublimarlas: no puede despreciarlas. La alegría cristiana supone un hombre capaz de alegrías naturales. Frecuentemente, ha sido a partir de éstas como Cristo ha anunciado el Reino de los cielos. (GD 3)

Por esto último, la alegría está profundamente relacionada con la esperanza. No se trata de que todo esté bien, sino de la certeza de que un amor hoy nos llena y nos anima a seguir adelante. Vivimos un anticipo de plenitud aún en medio del dolor y lo incompleto de la vida. Tiene que ver con la comunión, con el estar unidos (a Dios, a los demás) y esperar una plenitud mayor todavía mientras dejamos que en lo cotidiano se vivan chispazos, anticipos del cielo. Eso es en clave cristiana la alegría nueva de Jesús. 

Un camino posible para trabajar la alegría (y también una buena manera de evaluar si ella está presente en nuestra vida) es desarrollar nuestra capacidad para festejar, para hacer fiesta. Al celebrar una fiesta nos tomamos un tiempo para frenar, para tomar conciencia de quiénes somos, de quién es el otro, de la historia recorrida y de la vida que se nos ha dado... y celebrarlo. La fiesta es lo más gratuito, por eso también es lo más importante. Es un regalo (por eso llega independientemente de nuestra situación personal: siempre hay cumpleaños, aniversarios, navidades, pascuas, etc.) que nos permite levantar la mirada hacia esa alegría profunda que nos permite seguir andando. 

Tal vez por eso cuando Jesús quiere hablar del encuentro definitivo con el Padre, nos habla de una fiesta y de que es necesario (¡las mismas palabras que va a usar para referirse a la Pascua, la cruz y la salvación!) que haya fiesta y alegría. Son parte del plan de Dios para cada uno de nosotros. Será necesario defenderla, como decía en su famosa poesía Mario Benedetti:
Defender la alegría como una trinchera
defenderla del escándalo y la rutina
de la miseria y los miserables
de las ausencias transitorias
y las definitivas
defender la alegría como un principio
defenderla del pasmo y las pesadillas
de los neutrales y de los neutrones
de las dulces infamias
y los graves diagnósticos
defender la alegría como una bandera
defenderla del rayo y la melancolía
de los ingenuos y de los canallas
de la retórica y los paros cardiacos
de las endemias y las academias
defender la alegría como un destino
defenderla del fuego y de los bomberos
de los suicidas y los homicidas
de las vacaciones y del agobio
de la obligación de estar alegres
defender la alegría como una certeza
defenderla del óxido y la roña
de la famosa pátina del tiempo
del relente y del oportunismo
de los proxenetas de la risa
defender la alegría como un derecho
defenderla de dios y del invierno
de las mayúsculas y de la muerte
de los apellidos y las lástimas
del azar
            y también de la alegría

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