viernes, agosto 15, 2008

Guías para la adoración (II)

Estos días de misión siempre son un tiempo fuerte de presencia de Jesús, y por eso mismo, de oración. La idea es que en este rato de oración puedas profundizar en ese encuentro con Jesús. Y para eso, nada mejor que disfrutar de su presencia en la Eucaristía y en su Palabra. Por eso te queremos invitar a que en este momento te dejes acompañar por el Evangelio.

Te propongo que estos ejercicios los dividas en tres momentos:

  1. š Meditación: Se trata de buscar relacionar lo que escuchamos en la lectura con nuestra vida, prestar atención... ¿qué me llamó más la atención, que me “pegó más? Para esto nos puede ayudar el siguiente ejercicio: leer el texto “en primera persona”.. es un buen método para descubrir que esta palabra de Dios es para vos...
  2. š Oración: Este es un tiempo distinto al anterior de meditación, necesitamos hacer algo que nos ayude a tomar conciencia que deseamos “encontrarnos” con Dios. La idea es que esto que vas rumiendo te lleve al diálogo con Jesús. Decile a Él lo que pensás y sentís… y tratá de escuchar lo que Él tiene para decirte.
  3. š Anotación: Trata de anotar algunas cosas que crees son importantes y te pueden ayudar ahora y después a entenderte y a convertir la vida en oración. Las anotaciones sirven como “testimonio” de lo pasa “hoy” en tu interior.

Disponete entonces a rezar. Pedile a Dios que te ilumine el corazón y la inteligencia para entender su Palabra. El texto que te proponemos hoy es Mc 1, 40-45.

Leelo despacio, una y otra vez. Estamos acostumbrados a leer a las apuradas, pero la Palabra pide un ritmo distinto, más sereno, más calmo, más lento.

Una vez que lo hayas leído (¡varias veces!), te dejo algunos puntos que te pueden ayudar en el momento de la meditación para “ubicarte mejor” en el paisaje de la lectura:

1. En la época de Jesús, los leprosos eran marginados. Impuros para la ley judía, se los consideraba incapaces de vivir con los demás y también con Dios. Además, como el mero contacto con uno de ellos dejaba impuro a quien los tocase, quedaban completamente aislados. Y a todo esto se lo veía como un castigo de Dios. “Si le había pasado esto, por algo sería”, era lo que pensaba la gente de su tiempo.

2. Por eso el gesto de Jesús tiene tanta fuerza: Jesús toca al leproso, y, en vez de quedar él impuro, su amor transforma la situación. La compasión de Jesús (sufre-con el otro) se transforma en un gesto de inclusión que saca al leproso de su aislamiento y su soledad. El amor de Jesús rompe las barreras de la enfermedad y el prejuicio.

3. Por eso este leproso se vuelve un símbolo de nuestras heridas y de las barreras que a veces ponemos entre nosotros y Jesús, entre nosotros y los demás. Puede ser que esta barrera nos la hayan impuesto otros... puede ser que nuestras heridas nos las hayamos infligidos nosotros mismos. No importa. Lo importante es que Jesús también quiere tocar esas zonas de nuestra vida que se encuentran heridas, aisladas, impuras. No hay lugar de nuestro corazón al que Jesús no quiera llegar.

Las preguntas nos pueden llevar un poco más hondo, y permitirnos profundizar:

š ¿Hay algún lugar de mi vida (puede ser una relación con alguien, un lugar, una actividad, un recuerdo) que esté necesitado de la sanación que sólo Jesús me puede dar?

š ¿Cuáles son esas cosas que me cuesta confiar, que me cuesta entregar a otros, abrir a otros (sea a Dios o a los demás)? ¿Por qué? ¿Dónde me experimento más cerrado, más desconfiado?

š ¿En algún momento experimenté que Jesús me sanaba, me curaba? ¿Cuándo? ¿Cómo fue?

En la oración, fijate si te animás a compartir algo de lo que fuiste meditando con Jesús. Quizás sientas que todavía no te animás a confiarle todo... pero al menos, pedirle más confianza para poder hacerlo en el futuro.

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