Muchas veces me he preguntado si estoy en este mundo para dar todo de mí en un instante preciso. Una palabra justa, un gesto necesario, un "sí" o un "no" que de alguna manera aporten algo significativo. Y nada más. Por supuesto, yo no sé cuándo o cómo se dará esto. Tal vez lo perciba cuando llegue. En todo caso, este interrogante me ayuda cada tanto a desempolvar el entusiasmo y el asombro. Me permite estar alerta. En espera.
Lo más probable es que no sea así. Sería una visión demasiado mezquina y pobre de la vida. Con todo, sí es cierto que hay momentos, lugares, situaciones especiales. Encuentros donde parece jugarse el todo por el todo. O mejor, lo que el Nuevo Testamento llama un "kairós". Un tiempo oportuno, favorable, pleno porque Dios se manifiesta en él. Y cuando él se hace presente, trae consigo toda novedad y barre a fondo con nuestras certezas. Lo imprevisible se vuelve el pan de cada día.
¿Habrá sido eso lo que vivimos con unos amigos hace algunas semanas? Un matrimonio muy cercano y amigo pasó por Roma. Rezamos juntos, caminamos la Ciudad Eterna y aprovechamos para disfrutar de la historia, el arte y la vida que se respira a cada paso por sus calles infinitas.
Una de las paradas de nuestro recorrido fue una visita a las Catacumbas de Priscilla, la "Reina" de estas necrópolis subterráneas, según los expertos. Hoy ya sabemos que no eran refugio de los cristianos perseguidos. Pero siguen siendo lugar de culto. Aquí los cristianos depositaban a sus mártires y venían a rezar, o a enterrar a sus familiares cerca de los primeros testigos de la fe. Además, en ellas encontramos algunos de los primeros testimonios de arte cristiano.
Llegando a la entrada, nos encontramos con dos sacerdotes y un diácono de Granada que iban también a participar del recorrido guiado. Cuando se enteraron de que habíamos pedido celebrar la misa allí, pidieron sumarse para poder rezar al final de la visita. Además iban en el tour dos turistas norteamericanos y dos chicas francesas que no decían ni palabra.
Al llegar a la capilla, la guía nos dio las indicaciones necesarias para organizarnos e invitó a los que no participarían de la misa a emprender el regreso con ella. Para nuestra sorpresa, las francesas pidieron quedarse a misa con nosotros. El asombro creció cuando descubrimos que hablaban muy bien en español. Al comenzar la celebración invité a que nos presentáramos. Y entonces las chicas aclararon que en realidad, ninguna era cristiana. "Yo soy musulmana", dijo una. "Y yo... bueno, en realidad yo no soy nada", dijo la otra. Cada uno fue pidiendo por alguna intención para la misa. Y esta última dijo que pedía por el futuro. Por lo que estaba viniendo.
La misa no podría haber estado más despojada. Sin cantos, ni instrumentos, ni presencia de una multitud fervorosa. Hasta los ornamentos que usábamos eran simples y casi deshilachados. Pero creo que todos percibimos que ese era un kairós. Había una densidad especial en el aire. Algo estaba pasando. Por lo menos así lo sentía. Creo que todos teníamos la certeza de una presencia, tal vez más palpable aún porque desde lo exterior no había mucho que ayudara. Por otro lado, era un lugar de fe. Un lugar santo, donde todavía se tocan las raíces de fe de Roma y de nuestra Iglesia.
Puede parecer paradójico decir esto, pero creo que pocas veces viví la misa con tanta alegría como ahí, a varios metros bajo la tierra, con 13 grados de temperatura. El gozo de lo esencial, de estar muy cerca del Corazón de todo en lo humildad tan típica de los sacramentos.
La misa terminó y todos estábamos muy alegres y conmovidos. Nadie, creo, como nuestras nuevas amigas. La que había dicho que no creía en nada lloraba a mares. Y nuestra hermana del Islam resplandecía en una sonrisa blanquísima. Mientras regresábamos, le pregunté si se había sentido incómoda en la misa. "¿Incómoda? No, para nada. Emocionada. Impresionada. Pero no incómoda". Su compañera contaba cómo le había gustado la celebración, y que ahora, después de bastante tiempo viviendo en Roma, se lanzaba a un nuevo proyecto. Que la llevaba nada menos... que a Buenos Aires. El colofón final de un día de gracia.
Ahora estamos todos nuevamente desperdigamos por el mundo. Francisco, uno de los curas de Granada, y yo, seguimos estudiando aquí en Roma. Mis amigos volvieron a Buenos Aires. Una de las chicas ya ha vuelto a París y la otra prepara su ida a la Argentina. Los otros curas están en España, ejerciendo el ministerio (¡y el diácono da sus primeros pasos como sacerdote!). Pero todos nos llevamos en el corazón la certeza de haber compartido algo único. Alguien nos llevó hasta allí y nos ha devuelto a nuestras realidades cotidianas pero con alguna certeza, alguna pregunta, alguna alegría.
No creo que estemos aquí solamente para un momento o un gesto. Pero sí así fuera, esta horita juntos en la Catacumbas valió la pena.
P.D.: Gracias a Dios hoy existe el mail, el Facebook y el Skype. Ya nos hemos escrito entre varios y estamos en contacto. Así que la gracia de ese tiempo se ha prolongado en un lazo.
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