sábado, julio 19, 2014

Una parábola de madurez (Domingo XVI del Tiempo durante el año, Ciclo A, 2014)

Todo el evangelio es novedad permanente que renueva, rompe, sana, limpia, acrecienta, sacude… pero cada tanto me encuentro con alguna página que hace más eco. La parábola del trigo y la cizaña es de ésas.
Las parábolas son un don de Jesús para entrar en el corazón del Reino, para poder estar más abiertos y perceptivos al modo en el que Dios se manifiesta y actúa en nuestra realidad: nuestra historia, nuestra Iglesia, nuestro corazón.

Y si bien todas ellas nos llaman a dar pasos de crecimiento, me animaría a decir que esta parábola es especialmente adecuada para acercarse a la madurez. Tal vez porque tiene tintes de aquellos que se avecina con la vida adulta, o mejor, con las crisis que nos pueden ayudar a crecer en esa etapa de la vida. La imagen de la cizaña es sumamente evocativa. La pregunta de los servidores es entre ingenua y desgarradora, con esa carga de desilusión e incomprensión que tiene el encuentro con la realidad del mal (con mayúscula o minúscula): “Señor, ¿no habías sembrado buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que ahora hay cizaña en él?”.

La pregunta no es menor, y es más acuciante aún para el creyente. Para quien cree en un Dios amoroso, que es Padre, el encuentro con el mal en sus distintas dimensiones (sea moral, natural, espiritual, etc.) es más chocante que para quien no cree. ¿Cómo conjugar nuestra fe con esta experiencia? No quiero hacer (no me da ni la cabeza ni el corazón) una teoría sobre el mal y temas afines a partir del texto. Pero sí creo que la parábola da luz para avanzar en el camino.

El dueño del campo responde con austeridad a la pregunta de los servidores: “Un enemigo ha hecho esto”. Nada más. Queda claro que la presencia de la cizaña no es obra del hombre que ha sembrado trigo. El resto se pierde en la noche, donde el hombre tiene que renunciar al control y a ver todo claro. Quizás misterio no sea la mejor palabra para hablar de la cizaña, pero sirve para entender que nos enfrentamos a algo que nos desborda y cuyo sentido más profundo no siempre se puede desentrañar. No siempre se encuentra un por qué. Pero más real aún es que, si se lo encuentra, no siempre conforta.  A una persona que descubre que está enferma; a alguien que ha perdido un ser querido, podemos darle mil explicaciones científicas, filosóficas o religiosas… y no servirán para nada.

La reacción de los siervos no se hace esperar. La ansiedad, la necesidad de hacer algo frente a la cizaña, pide una acción directa, severa, total. Pero el propietario les recuerda que hay algo anterior a esta semilla maligna, y que el apuro puede destruir lo que también hay de bueno. Este dato es clave: antes que todo mal, antes que la irrupción de aquello que parece frustrar el destino del campo, hay un don de vida, de bondad, de belleza, que aún está presente y quiere crecer. Esta certeza permite el “dejar crecer”, permite la paciencia, que pareciera ser la virtud fundamental a desarrollar en este “mientras tanto” que es la vida.

Dejar crecer, porque creemos en el Reino. Porque confiamos en que no está todo dicho. La cizaña está, pero no podemos asustarnos ni ser arrastrados por la angustia.

Dejar crecer… la historia no está cerrada, la cosecha aún no se ha realizado. No anticiparnos a juzgar ninguna historia, a cerrar un destino (ni propio ni ajeno). El Señor está actuando. En lo secreto de la tierra, se está fermentando algo nuevo que no puede ser ahogado por el mal.

Dejar crecer con paciencia, pero no con pasividad. Aprovechando el tiempo que tenemos entre manos, porque la semilla crece, y estamos llamados a esperarla, a celebrarla, a compartirla.

Por sobre todo, dejar crecer, porque no podemos no unir esta parábola a otra historia. De otro campo, donde al contrario, parecía que la cizaña tomaba el mundo, porque en él se enterraba al Señor. Pero esta vez, era el dueño de la mies quien aprovechaba la noche para sembrar la semilla de un Hijo, el don de un trigo que explotaría en vida, amor y esperanza. La certeza de que nuestra espera tiene un sentido. Mientras tanto, un Dios atravesado por el enigma del mal y vencedor del mismo, nos comprende, nos acompaña y nos alienta.

Es el misterio que se nos ofrece aquí, en la Eucaristía. El alimento que abre los ojos y el corazón, que siembra a Jesús en lo más profundo de nuestra historia personal y comunitaria, y nos ayuda a seguir transitándola. Hasta que llegue la hora de la cosecha.

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