Entonces vi un Cordero que parecía haber sido inmolado: estaba de pie entre el trono y los cuatro Seres Vivientes, en medio de los veinticuatro Ancianos. Tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete Espíritus de Dios enviados a toda la tierra.
El Cordero vino y tomó el libro de la mano derecha de aquel que estaba sentado en el trono. Cuando tomó el libro, los cuatro Seres Vivientes y los veinticuatro Ancianos se postraron ante el Cordero. Cada uno tenía un arpa, y copas de oro llenas de perfume, que son las oraciones de los Santos, y cantaban un canto nuevo, diciendo: «Tú eres digno de tomar el libro y de romper los sellos, porque has sido inmolado, y por medio de tu Sangre, has rescatado para Dios a hombres de todas las familias, lenguas, pueblos y naciones. Tú has hecho de ellos un Reino sacerdotal para nuestro Dios, y ellos reinarán sobre la tierra».
Encuentro especialmente sugerentes dos signos en esta lectura. El primero es el rollo, el libro sellado. Es el símbolo de la historia. La historia humana, tan difícil de entender, de interpretar, de escrutar. Por eso está sellada. Nadie puede abrirla. El llanto del vidente es el dolor provocado por la imposibilidad que encuentra el entendimiento y el corazón para penetrar en el interior de los acontecimientos. No puedo dejar de pensar en la dificultad que tenemos también muchas veces para analizar nuestra propia historia, para descubrir el hilo de oro que la conduce y le da sentido. Una traba que se vuelve aún más difícil de desatar por las heridas, por la fuerza del mal que una y otra vez nos golpea.
¿Es que al final del día son el poder, la violencia, la muerte los que dominan? Si la historia la escriben los que ganan, el panorama es oscuro. Las lágrimas de Juan son un reflejo del dolor de tantos frente a una vida que a tantos se les presenta dura, irremontable. La impotencia a la hora de querer cambiar la propia realidad o la de otros. ¿Cómo cavar un surco de amor en esta historia, cómo encontrar en ella una luz que nos permita caminar con esperanza?
Entra en escena en ese momento otra imagen. El Cordero, inmolado pero de pie. Muerto y resucitado a la vez. Alguien que se ha ofrecido (no es cualquier muerte, es muerte de Cordero, de entrega de sí, de sacrificio) y que ha pasado por la oscuridad. Alguien que ahora está de pie. Triunfante y viviente. Es Jesús.
Hay decenas de símbolos y títulos para referirse a Él. Pero creo que pocos llegan a sintetizar y al mismo tiempo sugerir el núcleo, la raíz de la persona de Jesús como la figura del Cordero. Es el amor manso, inocente, sacrificado. La imagen misma de la vulnerabilidad y la ternura.
Contra todo pronóstico y perspectiva humana, es él quien puede abrir el libro. El secreto de la historia (la universal y la nuestra) está en manos de un corazón expuesto. No del poder ni de la violencia. Es el Cordero el Señor de todos nuestros acontecimientos. Es su amor el que nos da la clave para entender el mundo. Para poder descubrir la esperanza aún en las situaciones más oscuras. Puede parecer una locura o un pensamiento para azucarar la amargura de la existencia. Pero el que tiene experiencia de amor, de amor de verdad, lo sabe:
“Sólo el amor es capaz de las más profundas intuiciones” (Pablo VI). Sólo quien ama (quien ama bien) puede revelar a los demás su misterio más profundo. Solamente el que te mira como te mira el Cordero te puede ayudar a abrir el libro de tu historia. Solamente quien ama como el ama el Cordero llega a transformar en serio la realidad: exponiéndose, no imponiéndose.[1] Es el secreto de la historia, el que aprenden los locos, los santos, los sabios, los frágiles.
Pero no es fácil (nadie dijo que lo fuera). Tal vez por eso el misterio se nos va regalando de a sorbos, se va tejiendo de a retazos. Y sobre todo se manifiesta claramente en sus dos extremos: el Niño y el Crucificado. Nadie puede dudar de ver allí un amor manso. Alguien que parece no hacer nada, y sin embargo cambia todo (lo sabe toda madre o padre primerizo). Delante del Niño, acurrucados en el pesebre, podemos creer en ese amor sereno. Hecho así de pequeño para que ningún pequeño se sienta intimidado. En un rincón, en un lugar de ausencia total de poder, para que nadie tema ser aplastado u oprimido. En el borde de la historia para transformar la historia. Desde su reverso, desde el lugar del olvidado y el excluido, para que nadie lo sea. Para que todos sepan que hay un lugar donde todos se pueden encontrar. En el corazón de Jesús. En la sencillez del pesebre.
Delante de este amor, en estos días de esperanza y anhelo, pido sobre todo una cosa. Que podamos dar al menos un paso más de fidelidad a este misterio. Que esta manera de amar se introduzca en cada resquicio de la vida eclesial: en nuestro ejercicio de la autoridad, en nuestra manera de relacionarnos, de mirarnos, de acercarnos unos a otros. Y sobre todo, que, como el Cordero, vayamos al encuentro de todos aquellos que hoy nos reflejan su misterio. Los que el mundo quiere olvidar. Los que hoy lloran porque no encuentran quién les abra el libro de su historia.
Estoy convencido, realmente convencido, de que esto se nos está dando aquí y ahora. Que hoy, en medio de tanto dolor, de tantas situaciones que nos golpean y nos lastiman, se escucha todavía la voz del Cordero. Aún están los que lo siguen a dondequiera que va, a llevar a otros algo de su misericordiosa ternura.
Yo rezo para ser uno de ellos. Para que todos lo podamos ser.
[1] Expresión del jesuita-poeta B. González Buelta.