miércoles, diciembre 18, 2013

Meditación apocalíptica sobre la Navidad

Después vi en la mano derecha de aquel que estaba sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, y sellado con siete sellos. Y vi a un Ángel poderoso que proclamaba en alta voz: «¿Quién es digno de abrir el libro y de romper sus sellos?». Pero nadie, ni en el cielo ni en la tierra ni debajo de ella, era capaz de abrir el libro ni de leerlo. Y yo me puse a llorar porque nadie era digno de abrir el libro ni de leerlo. Pero uno de los Ancianos me dijo: «No llores: ha triunfado el León de la tribu de Judá, el Retoño de David, y él abrirá el libro y sus siete sellos».

Entonces vi un Cordero que parecía haber sido inmolado: estaba de pie entre el trono y los cuatro Seres Vivientes, en medio de los veinticuatro Ancianos. Tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete Espíritus de Dios enviados a toda la tierra.

El Cordero vino y tomó el libro de la mano derecha de aquel que estaba sentado en el trono. Cuando tomó el libro, los cuatro Seres Vivientes y los veinticuatro Ancianos se postraron ante el Cordero. Cada uno tenía un arpa, y copas de oro llenas de perfume, que son las oraciones de los Santos, y cantaban un canto nuevo, diciendo: «Tú eres digno de tomar el libro y de romper los sellos, porque has sido inmolado, y por medio de tu Sangre, has rescatado para Dios a hombres de todas las familias, lenguas, pueblos y naciones. Tú has hecho de ellos un Reino sacerdotal para nuestro Dios, y ellos reinarán sobre la tierra».

Probablemente este texto no sea el más apropiado para hacer una reflexión sobre la Navidad. Yo mismo lo vuelvo a leer y me pregunto si alguien podrá avanzar un poco más allá de los primeros tres renglones. No obstante la dificultad de esta página del Apocalipsis, cuando le doy vueltas al misterio que se aproxima y que celebraremos, éstos son los versículos que se me presentan para rezar y meditar. Estoy bastante seguro de que el clima escatológico del adviento, tan afín a hablar de las últimas cosas, ha colaborado para que estas líneas del último libro de la Biblia vuelvan a colarse entre mis trasnochadas cavilaciones.

Encuentro especialmente sugerentes dos signos en esta lectura. El primero es el rollo, el libro sellado. Es el símbolo de la historia. La historia humana, tan difícil de entender, de interpretar, de escrutar. Por eso está sellada. Nadie puede abrirla. El llanto del vidente es el dolor provocado por la imposibilidad que encuentra el entendimiento y el corazón para penetrar en el interior de los acontecimientos. No puedo dejar de pensar en la dificultad que tenemos también muchas veces para analizar nuestra propia historia, para descubrir el hilo de oro que la conduce y le da sentido. Una traba que se vuelve aún más difícil de desatar por las heridas, por la fuerza del mal que una y otra vez nos golpea.

¿Es que al final del día son el poder, la violencia, la muerte los que dominan? Si la historia la escriben los que ganan, el panorama es oscuro. Las lágrimas de Juan son un reflejo del dolor de tantos frente a una vida que a tantos se les presenta dura, irremontable. La impotencia a la hora de querer cambiar la propia realidad o la de otros. ¿Cómo cavar un surco de amor en esta historia, cómo encontrar en ella una luz que nos permita caminar con esperanza?

Entra en escena en ese momento otra imagen. El Cordero, inmolado pero de pie. Muerto y resucitado a la vez. Alguien que se ha ofrecido (no es cualquier muerte, es muerte de Cordero, de entrega de sí, de sacrificio) y que ha pasado por la oscuridad. Alguien que ahora está de pie. Triunfante y viviente. Es Jesús.

Hay decenas de símbolos y títulos para referirse a Él. Pero creo que pocos llegan a sintetizar y al mismo tiempo sugerir el núcleo, la raíz de la persona de Jesús como la figura del Cordero. Es el amor manso, inocente, sacrificado. La imagen misma de la vulnerabilidad y la ternura.

Contra todo pronóstico y perspectiva humana, es él quien puede abrir el libro. El secreto de la historia (la universal y la nuestra) está en manos de un corazón expuesto. No del poder ni de la violencia. Es el Cordero el Señor de todos nuestros acontecimientos. Es su amor el que nos da la clave para entender el mundo. Para poder descubrir la esperanza aún en las situaciones más oscuras. Puede parecer una locura o un pensamiento para azucarar la amargura de la existencia. Pero el que tiene experiencia de amor, de amor de verdad, lo sabe:

“Sólo el amor es capaz de las más profundas intuiciones” (Pablo VI). Sólo quien ama (quien ama bien) puede revelar a los demás su misterio más profundo. Solamente el que te mira como te mira el Cordero te puede ayudar a abrir el libro de tu historia. Solamente quien ama como el ama el Cordero llega a transformar en serio la realidad: exponiéndose, no imponiéndose.[1] Es el secreto de la historia, el que aprenden los locos, los santos, los sabios, los frágiles.

Pero no es fácil (nadie dijo que lo fuera). Tal vez por eso el misterio se nos va regalando de a sorbos, se va tejiendo de a retazos. Y sobre todo se manifiesta claramente en sus dos extremos: el Niño y el Crucificado. Nadie puede dudar de ver allí un amor manso. Alguien que parece no hacer nada, y sin embargo cambia todo (lo sabe toda madre o padre primerizo). Delante del Niño, acurrucados en el pesebre, podemos creer en ese amor sereno. Hecho así de pequeño para que ningún pequeño se sienta intimidado. En un rincón, en un lugar de ausencia total de poder, para que nadie tema ser aplastado u oprimido. En el borde de la historia para transformar la historia. Desde su reverso, desde el lugar del olvidado y el excluido, para que nadie lo sea. Para que todos sepan que hay un lugar donde todos se pueden encontrar. En el corazón de Jesús. En la sencillez del pesebre.

Delante de este amor, en estos días de esperanza y anhelo, pido sobre todo una cosa. Que podamos dar al menos un paso más de fidelidad a este misterio. Que esta manera de amar se introduzca en cada resquicio de la vida eclesial: en nuestro ejercicio de la autoridad, en nuestra manera de relacionarnos, de mirarnos, de acercarnos unos a otros. Y sobre todo, que, como el Cordero, vayamos al encuentro de todos aquellos que hoy nos reflejan su misterio. Los que el mundo quiere olvidar. Los que hoy lloran porque no encuentran quién les abra el libro de su historia. 

Estoy convencido, realmente convencido, de que esto se nos está dando aquí y ahora. Que hoy, en medio de tanto dolor, de tantas situaciones que nos golpean y nos lastiman, se escucha todavía la voz del Cordero. Aún están los que lo siguen a dondequiera que va, a llevar a otros algo de su misericordiosa ternura.


Yo rezo para ser uno de ellos. Para que todos lo podamos ser.


[1] Expresión del jesuita-poeta B. González Buelta.

domingo, diciembre 08, 2013

Desprolijos apuntes para la fiesta de la Inmaculada

Una señora amiga de Tokyo me regaló hace unos años unas estampas de María "a la japonesa" y quedé perdidamente enamorado de ellas. Va una acá, para acompañar la reflexión.

Es así: los que no tenemos facilidad para los arreglos florales (o cualquier cosa que pida un mínimo de coordinación psicomotriz, en mi caso), tenemos que encontrar otras maneras de arrimarle un gesto de cariño a la Virgen. Ramo improvisado (típico de hijo varón medio bestia), pero ojalá que sirva para estar un poco más cerca de María en este día muy suyo, y por eso, muy de la Iglesia también.

Estamos celebrando una fiesta de María en un contexto litúrgico particular, el del Adviento. Dios viene para intervenir en nuestra historia, para irrumpir en ella con lo nuevo, con la novedad de su amor que transforma nuestra historia.

Es en este tiempo que celebramos un aspecto del misterio de la Virgen. Celebramos que ha sido concebida sin pecado, que su vida ha sido preservada de eso que a todos nos lastima y nos hace lastimar. Por eso en María brilla algo de esta novedad de Dios. Con todo, si esta fiesta fuera para mirar a la Virgen en vitrina, sería algo triste. Decir algo sobre ella es decir algo que siempre se refiere a nosotros también. María nos hace de espejo, nos recuerda lo que somos y estamos llamados a ser. Esta plenitud que se da en María es también para sus hijos, para la Iglesia. Como a ella, Dios también se nos acerca con una promesa de alegría, de plenitud, de vida. Una vida que viene de abrirse a la presencia de Jesús, a su adviento, su venida.

Es interesante, entonces, ver que, frente a esta venida, al escuchar el anuncio, María se ve sacudida. La novedad de Dios la desconcierta. Se pregunta “¿cómo?”. El futuro se le presenta desbordante, la avasalla. Se anima a presentar su interrogante delante de Dios.

Este aspecto de la vida de María nos hace mucho bien. La Inmaculada es una mujer que no sabe todo, que no tiene todo claro, que se anima a poner una pregunta delante de Dios. Y es que la promesa de Dios llega en medio de la complejidad de la vida. El porvenir, aunque en teoría somos un pueblo de la esperanza, muchas veces nos inquieta. Creo que a los católicos nos cuesta demasiado conjugar el futuro. Los pretéritos nos salen con mayor facilidad.

María se pregunta. Se permite la perplejidad. Pero confía. No deja de buscar. No necesita tener todo claro para seguir avanzando, y quizás sea eso lo que le permite justamente ir hacia adelante. Este tiempo de Adviento quiere reavivar nuestra esperanza frente al futuro. Lo que vendrá también viene de Dios. No porque todo sea directamente de parte suya, sino porque su amor puede transformar nuestro futuro, puede hacer de nuestra historia una historia de promesa, de gracia, como lo hizo con la historia de María, atravesada también de dolor, de cruz, pero llena de promesa, de vida. Entonces quizás este adviento podemos animarnos a confiar. Poner nuestras preguntas delante de Dios. Nuestros "cómo puede ser", nuestra perplejidad. Pero no dejar de confiar. Dios es quien tiene nuestro futuro en sus manos. Eso nos permite entregarnos. Y cuando el corazón se abre a esa confianza, Dios puede hacer algo nuevo con nosotros

domingo, noviembre 24, 2013

Notas en torno al a fiesta de Cristo Rey (2013, Ciclo C)

No es fácil para nuestra sensibilidad democrática celebrar la fiesta de Cristo Rey. Probablemente no ayude tampoco saber que nace en un tiempo donde la Iglesia estaba a la defensiva frente al mundo y la cultura que la rodeaban . Con todo, la solemnidad tiene muchos filones ricos para la reflexión. Es una celebración que recuerda la centralidad de Jesús en la vida de la Iglesia y del mundo: "todo fue hecho por él y para él". Y con una gran sabiduría, los textos bíblicos propuestos ayudan a meditar sobre cómo Jesús es Rey.

El Evangelio nos muestra el momento de máxima pobreza e impotencia de Jesús. Es la hora del poder de las tinieblas, como ha afirmado antes al comenzar la pasión. Las invectivas de los que están en torno a la cruz ponen en duda la realeza del Señor. Recuerdan las tentaciones del desierto: salvarse a sí mismo, poner el poder de Dios a su propio servicio.

Pero Jesús no entra en el juego de la tentación. En la cruz se estrellan todos los criterios de revancha, autoreferencia, egoísmo y violencia. El Reino del Padre que Jesús anuncia, presenta y encarna no puede construirse sobre ellos. "Salvarse a sí mismo" iría en contra de esta novedosa lógica, la lógica del Reino. La cruz es el gesto definitivo de fidelidad a este Reino y su proyecto. Es Jesús viviendo hasta las últimas consecuencias el amor que se derramó en cada gesto y palabra de su vida pública. Es la coronación del Rey, y la cruz es su trono, como dicen tantos autores. El Reino de Dios, el poder de su Reinado, no se apoya sino en la confianza y el amor vulnerable de Jesús. Él no salva imponiendo sino exponiéndose (B. G. Buelta).

Lo sorprendente es que es este acto y no otro, el que pone el mundo patas para arriba. El que transforma todo. Esta ofrenda de sí, este entregarse ha sido el que ha cambiado la realidad. Y no es un momento de la vida de Jesús, como si fuera una etapa a ser superada: el Cristo resucitado sigue siendo humilde y pobre. Muestra las llagas, transfiguradas por el soplo del Espíritu, pero que siguen estando allí. Las únicas joyas del Rey, si se me permite la alegoría (que en general no me gustan, pero quizás aquí se aplican). Es el Cordero de pie pero degollado. El que revela el sentido de la historia. El universo entero no está sostenido simplemente por las fuerzas de la naturaleza. Por debajo de todo hay un amor inocente que corre como un río escondido y nos sostiene.

Esta revelación de la realeza del Señor tiene profundas consecuencias para nuestra vida cristiana. Si cada discípulo de Jesús es rey por el bautismo, esto dice algo de la manera en que él o ella debe encarar su misión, su relación con sus hermanos y su mundo.

El Reinado de Dios se hace presente hoy de la misma manera que siempre. Hay una cierta manera de amar, una caridad "al estilo del Reino" que es nuestro modelo. Si bien obviamente el amor del cristiano reviste numerosas características, la fiesta de hoy nos invita a recordar especialmente el despojo de todo anhelo de poder, autoreferencialidad y dominio que muestra Jesús en el Evangelio. Pero no simplemente por convicción moral, porque es "lo que hay que hacer". Sino porque además esta es la manera de evangelizar. Es el único amor que transforma en serio, desde adentro.

Creo que puede ser un buen parámetro de revisión de nuestras relaciones. Tenemos tan metido adentro el deseo de dominar, de ganar, de imponernos... Jean Vanier, un profeta de la fragilidad lanzaba esa pregunta inquietante: "'¿Qué queremos, realmente? ¿Queremos ganar, o queremos entrar en comunión?". El amor del Reino, del Rey, elige la comunión. Esa manera de relacionarse que porque no se impone hace lugar para todos. Son los gestos que, como el de Jesús con el buen ladrón, abren el cielo una y otra vez. Esos que nuestra sociedad necesita, especialmente con nuestros hermanos excluidos.

Pienso en nuestra Iglesia, y en la necesidad urgente de seguir sacudiéndonos de encima tanta lógica de poder que rige más de una actitud y una estructura. "Entre ustedes no debe ser así", decía el Señor a los apóstoles. Creo que hoy hay pocos testimonios tan importantes como el que la Iglesia puede dar de cara a su manera de entender, presentar y vivir su relación con el poder y la autoridad.

Es en la Eucaristía, como siempre, donde se nos regala este amor que nos convierte y nos lleva por el camino del Reino. El Rey Cordero, el Crucificado y Resucitado, pone la mesa y se acerca para hacernos entrar en comunión con él y entre nosotros. En este gesto de servicio supremo, su Pascua renovada, se hace presente otro mundo, el definitivo, que se anticipa en cada celebración. Así, intuimos que las cosas pueden ser de otra manera. Pero sobre todo, renovamos nuestro entusiasmo en trabajar para que así sea. Para que nuestro mundo, nuestra tierra, nuestra Iglesia, sean más parecidas al Reino, más según el Evangelio... según el corazón de Jesús, nuestro Rey.

domingo, octubre 20, 2013

Ego Vobis Romae Propitius Ero
(“Yo les seré propicio en Roma”
Palabras de Dios Padre en una visión a San Ignacio, 
después del proyecto frustrado
de ir con sus primeros compañeros a Jerusalén)


A veces un sueño roto
es el principio
de un mundo nuevo


¿Quién puede decir
lo que se gesta
en un giro inesperado
del camino?
¿Quién puede anticipar
la esperanza?
¿O ponerle nombre
a lo que otro sueña para él?

Podemos
darnos tiempo
llorar los virajes
los desgarrones de la ilusión

pero no olvidar
que detrás de ese camino nuevo
hay una Sonrisa
una Palabra
una Canción
que se nos va regalando
con cada paso

Y cuando nos damos cuenta
algo tan nuestro
que sólo puede ser regalado
empieza a amanecer en nuestro interior

jueves, octubre 17, 2013

Final a una relación enfermiza

Te fuiste este mediodía. Después de años juntos, te fuiste.

Qué desgarrón. Mis amigos me habían dicho que lo mejor era que te fueras, pero no me animaba. Qué difícil es cortar una relación, por más que te haga mal, ¿no? Pero vos no dejabas de empujar y de empujar. No había lugar para los otros si estabas vos. Y no había otra manera. Teníamos que cortar. Aunque fuera un desgarrón. Aunque me quede la herida sangrando, como sangro todavía.

Pensé que te ibas a ir más fácil, pero una relación enfermiza no se puede terminar si no es con dolor y tironeos, ¿no es cierto? En todo caso, ya se terminó.

Pero ya me empiezo a sentir mejor. Sé que era el paso que tenía que dar. Y en cuanto a vos… bueno, todavía tengo muchas. No creo que me hagas tanta falta.

Mientras tanto, me tomo un helado para pasar el dolor de la separación. Lo puedo hacer tranquilo ahora, sin miedo. Al fin y al cabo, me lo recomendó el dentista.


Adiós, muela del juicio, donde quiera que estés. Nunca te olvidaré.

lunes, julio 08, 2013

Algo se mueve bajo las calles de Roma

Muchas veces me he preguntado si estoy en este mundo para dar todo de mí en un instante preciso. Una palabra justa, un gesto necesario, un "sí" o un "no" que de alguna manera aporten algo significativo. Y nada más. Por supuesto, yo no sé cuándo o cómo se dará esto. Tal vez lo perciba cuando llegue. En todo caso, este interrogante me ayuda cada tanto a desempolvar el entusiasmo y el asombro. Me permite estar alerta. En espera.


Lo más probable es que no sea así. Sería una visión demasiado mezquina y pobre de la vida. Con todo, sí es cierto que hay momentos, lugares, situaciones especiales. Encuentros donde parece jugarse el todo por el todo. O mejor, lo que el Nuevo Testamento llama un "kairós". Un tiempo oportuno, favorable, pleno porque Dios se manifiesta en él. Y cuando él se hace presente, trae consigo toda novedad y barre a fondo con nuestras certezas. Lo imprevisible se vuelve el pan de cada día.


¿Habrá sido eso lo que vivimos con unos amigos hace algunas semanas? Un matrimonio muy cercano y amigo pasó por Roma. Rezamos juntos, caminamos la Ciudad Eterna y aprovechamos para disfrutar de la historia, el arte y la vida que se respira a cada paso por sus calles infinitas.


Una de las paradas de nuestro recorrido fue una visita a las Catacumbas de Priscilla, la "Reina" de estas necrópolis subterráneas, según los expertos. Hoy ya sabemos que no eran refugio de los cristianos perseguidos. Pero siguen siendo lugar de culto. Aquí los cristianos depositaban a sus mártires y venían a rezar, o a enterrar a sus familiares cerca de los primeros testigos de la fe. Además, en ellas encontramos algunos de los primeros testimonios de arte cristiano.


Llegando a la entrada, nos encontramos con dos sacerdotes y un diácono de Granada que iban también a participar del recorrido guiado. Cuando se enteraron de que habíamos pedido celebrar la misa allí, pidieron sumarse para poder rezar al final de la visita. Además iban en el tour dos turistas norteamericanos y dos chicas francesas que no decían ni palabra.


Al llegar a la capilla, la guía nos dio las indicaciones necesarias para organizarnos e invitó a los que no participarían de la misa a emprender el regreso con ella. Para nuestra sorpresa, las francesas pidieron quedarse a misa con nosotros. El asombro creció cuando descubrimos que hablaban muy bien en español. Al comenzar la celebración invité a que nos presentáramos. Y entonces las chicas aclararon que en realidad, ninguna era cristiana. "Yo soy musulmana", dijo una. "Y yo... bueno, en realidad yo no soy nada", dijo la otra. Cada uno fue pidiendo por alguna intención para la misa. Y esta última dijo que pedía por el futuro. Por lo que estaba viniendo.


La misa no podría haber estado más despojada. Sin cantos, ni instrumentos, ni presencia de una multitud fervorosa. Hasta los ornamentos que usábamos eran simples y casi deshilachados. Pero creo que todos percibimos que ese era un kairós. Había una densidad especial en el aire. Algo estaba pasando. Por lo menos así lo sentía. Creo que todos teníamos la certeza de una presencia, tal vez más palpable aún porque desde lo exterior no había mucho que ayudara. Por otro lado, era un lugar de fe. Un lugar santo, donde todavía se tocan las raíces de fe de Roma y de nuestra Iglesia.


Puede parecer paradójico decir esto, pero creo que pocas veces viví la misa con tanta alegría como ahí, a varios metros bajo la tierra, con 13 grados de temperatura. El gozo de lo esencial, de estar muy cerca del Corazón de todo en lo humildad tan típica de los sacramentos.


La misa terminó y todos estábamos muy alegres y conmovidos. Nadie, creo, como nuestras nuevas amigas. La que había dicho que no creía en nada lloraba a mares. Y nuestra hermana del Islam resplandecía en una sonrisa blanquísima. Mientras regresábamos, le pregunté si se había sentido incómoda en la misa. "¿Incómoda? No, para nada. Emocionada. Impresionada. Pero no incómoda". Su compañera contaba cómo le había gustado la celebración, y que ahora, después de bastante tiempo viviendo en Roma, se lanzaba a un nuevo proyecto. Que la llevaba nada menos... que a Buenos Aires. El colofón final de un día de gracia.


Ahora estamos todos nuevamente desperdigamos por el mundo. Francisco, uno de los curas de Granada, y yo, seguimos estudiando aquí en Roma. Mis amigos volvieron a Buenos Aires. Una de las chicas ya ha vuelto a París y la otra prepara su ida a la Argentina. Los otros curas están en España, ejerciendo el ministerio (¡y el diácono da sus primeros pasos como sacerdote!). Pero todos nos llevamos en el corazón la certeza de haber compartido algo único. Alguien nos llevó hasta allí y nos ha devuelto a nuestras realidades cotidianas pero con alguna certeza, alguna pregunta, alguna alegría.


No creo que estemos aquí solamente para un momento o un gesto. Pero sí así fuera, esta horita juntos en la Catacumbas valió la pena.


P.D.: Gracias a Dios hoy existe el mail, el Facebook y el Skype. Ya nos hemos escrito entre varios y estamos en contacto. Así que la gracia de ese tiempo se ha prolongado en un lazo.

lunes, julio 01, 2013

Hospitalaria crónica

En general escribo siguiendo un esquema prefijado, tomando dos o tres cosas que me gustaron o resonaron más para compartir con los demás. Pero esta vuelta no pude. Tal vez por eso esta vez esta crónica se demoró aún más de lo que suele hacerlo. Quería ubicar dos o tres cosas en claros, distintos y delineados compartimentos. Pero no hubo manera. No es algo malo, de todos modos. Al fin y al cabo, si hay un adjetivo que le cabe a la vida es "desprolija", ¿no es cierto? Encantadoramente desprolija.

Varios ya lo saben, otros seguramente no, pero hace ya un mes y monedas me operaron de la vesícula. Todo el proceso que me llevó hasta la operación, fue cualquier cosa menos linear. Desprolijo, como decía antes. Lejos de ser algo planeado, empezó con un dolor fuertísimo en el costado que alcanzó para asustarme, luego de semanas con dolor de estómago (autodiagnosticado por mí como gastritis... porque como ustedes saben, los curas dominamos todas las áreas del saber) y mandarme con un compañero de casa al hospital.

Fui a la Isola Tiberina, donde desde hace casi 500 años los hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios tienen un sanatorio. Lo que pensé que sería un "toco y me voy" terminó en internación, prolongada por 16 días con moño de endoscopía primero y cirugía después. Nada grave, por suerte. Quizás si no fuera por el hecho de estar en el extranjero, y porque soy intrínsecamente miedoso, no hubiera sido para tanto.
 
Pero el hecho es que estaba afuera, y que soy miedoso, así que la noche que pasé en la guardia hasta que me internaron la verdad estaba muy asustado. Me animaría a decir que pocas veces como en los días del hospital me sentí tan vulnerable. La situación misma te pone en esa actitud: estar más de una vez medio desnudo, disponible para que te pinchen, te midan, te analicen, te controlen, te despierten y te duerman...

La oración en esos días bajó a un nivel muy pero muy básico. El dilema era confiar o temer. Se me hizo palpable algo que había aprendido en mis clases de Biblia. En los Evangelios, lo opuesto de la fe no es la duda. Es el miedo. Me di cuenta de que me faltaba fe, pero no porque tuviera algún planteo teórico con respecto a Dios, la vida eterna, etc. Simplemente porque en esto, que ni siquiera era un trance terrible, me encontraba más de una vez muerto de miedo. Me tenía que entregar y me estaba costando mucho. Y ni siquiera es que estaba en un trance de vida o muerte. Pero el paso a dar era uno de abandono.

Creo que si algo me ayudó a ir dando ese paso (además de unos buenos ratos en la capilla del hospital dándome de cabeza contra el banco), fue la presencia de tantos. Después de un mail que escribí avisando de mi internación varios me escribieron o llamaron pensando que estaba solo acá. Al contrario. No voy a negar que extrañé como un perro y sentí muchísimo la distancia de mi familia y amigos de Buenos Aires... pero sería un ingrato si no dijera que hubo miles (¡en serio, miles!) de gestos de amor.

Mis compañeros de casa, el Colegio Sacerdotal Argentino, vinieron en todo momento, organizados en turnos para que siempre, si hacía falta, hubiera alguien. Curas conocidos (y no tan conocidos) que pasaban a verme. Hasta el regalo inmenso de tener amigos que justo estaban de viaje y se clavaban en la silla del cuarto para conversar. Desde Buenos Aires y otros lados, un montón de mensajes, saludos, llamados... ¡hasta un video! Por sobre todo, la presencia de mi familia, de fierro. Hay una cercanía que da el amor que no la consigue ni el mejor de los medios de comunicación. Una Francesco, uno de los enfermeros, me cargaba y me decía "Demasiadas visitas. Le va a hacer mal a la salud. Esto ayer parecía el santuario de Lourdes".

La otra compañía deslumbrante fue la de los enfermeros y enfermeras. Yo sé que nunca me daría ni el estómago (y ahora el hígado tampoco) para encarar una tarea como la de ellos. Una inmensa ternura, atención y paciencia para conmigo y mis compañeros de cuarto. Gente increíble. Nunca me hubiera imaginado que Dios se parecía tanto a un enfermero... o al revés. Mirko, la hermana Elisabetta, Domitila, Mikhailos, Francesco y varios nombres más que me llevo en el corazón.

Creo que al final fue eso lo que me permitió encarar los últimos días de internación (y la operación) tranquilo. Como decía un teólogo, "sólo el amor es digno de fe". Y ante tanto amor (signo y expresión de un Amor único)... me pude animar a soltar un poco el borde la pileta y tirarme. No faltó la nota de humor (un poco negro, cierto). Cuando me estaba poniendo la simpática y reveladora batita que te hacen vestir para la operación, en el baño estaba también Pellegrino, un compañero de cuarto al que estaba afeitando uno de sus hijos. Reproduzco el diálogo:

- ¿De qué se opera?


- La vesícula. Estoy un poco nervioso, pero es una operación simple.

- Eh, depende. A mí me la sacaron hace unos años, pero me agarró una septisemia y casi me muero.


 
Un alegre pensamiento para llevarse al quirófano. Espero que este hombre no se dedique a la diplomacia, la pedagogía o la psicología.

Todo salió bien, gracias a Dios (y al doctor Angrisani, el médico que me operó y el único que me dio un poco de bola en todo el tiempo de operación). Dos días después, volví a casa, pero tras dieciseis días de no comer (salvo un par de días a sopa y uno y medio glorioso de comida sólida), era un fantasma. Hizo falta una semana más de cama en casa hasta que empecé a tener un poco más de fuerza para caminar y moverme tranquilo. Sigo sin poder hacer grandes esfuerzos y tengo que cuidarme en la comida. Pero estoy vivo, coleando y más flaco. Algo es algo.

En mi primer año de seminario Gerardo, el cura que me acompaña, nos dijo en un retiro que uno sale de los encuentros con Dios bendecido y rengueando. Como Jacob después de reventarse a trompadas con el Señor a orillas del Yaboc (¡posta, está en la Biblia, busquen Gn 32, 23-33 para uno de mis pasajes preferidos de la Escritura!). Así salí yo de esto. Bendecido y vulnerable. Muy débil. Pero con un par de certezas de esas que te te acompañan por un buen rato. Por lo menos espero que así sea.

Estas semanas posteriores a la recuperación fueron de visitas, puesta a punto académica (con la suerte de tener un director de tesis comprensivo y misericordioso) y mudanza de cuarto. No sé cómo pero llegué con todo antes de venirme a Courmayeur. Ahora estoy disfrutando de volver a hacer vida de cura en un lugar lindo como pocos, y rumiando un poco más mis hospitalarias andanzas. Seguro que hay mucho para seguir poniendo en limpio ("tematizando", dicen que hay que decir ahora). Por lo pronto, me reencontré con los textos de Madeleine Delbrel. Los dejo con ella, que escribe (y vivió) mucho mejor que yo, y con un poema que volví a leer estos días y me recordó la aventura de confiar a la que el Jefe me está llamando en estos días.


Gracias por estar. Los quiero mucho.


LA ESPIRITUALIDAD DE LA BICICLETA
 
«Id...», nos dices en todos los momentos cruciales
del Evangelio.
Para coincidir con tu sentido hemos de ir,
aunque nuestra pereza nos suplique que nos quedemos.
Nos has elegido para estar en un extraño equilibrio.
Un equilibrio que sólo puede establecerse y mantenerse
en movimiento,
en el impulso.

Es algo similar a una bicicleta,
que no se tiene en pie sin avanzar,
una bicicleta que está apoyada contra una pared
mientras no nos montamos en ella
para hacerla marchar velozmente por la carretera.
La condición que nos ha sido dada
es una inseguridad universal, vertiginosa.
En cuanto nos detenemos a observarla,
nuestra vida se tuerce y flaquea.
Sólo podemos mantenernos en pie para caminar,
para lanzarnos en un impulso de caridad.

Todos los santos que se nos han dado como modelos,
o muchos de ellos,
estaban bajo el régimen del «Seguro»
—una especie de Seguridad Espiritual que les protegía
contra los riesgos y las enfermedades,
que asumía incluso sus alumbramientos espirituales.
Tenían tiempos oficiales de oración,
métodos para hacer penitencia,
todo un código de consejos y de defensa.
 
Pero en cuanto a nosotros,
la aventura de tu gracia
se desarrolla en un liberalismo un poco loco.
Te niegas a darnos un mapa de carreteras.
Hacemos el camino de noche.
Cada uno de los actos que realizamos se van iluminando
como señales que se relevan.
A menudo, lo único garantizado es este puntual cansancio
del mismo trabajo que hay que repetir cada día,
de la misma limpieza que hay que recomenzar,
de los mismos defectos que hay que corregir,
de las mismas tonterías que hay que evitar...
 
Pero aparte de esta garantía,
todo lo demás depende de tu fantasía
que se toma muchas libertades con nosotros.

domingo, junio 16, 2013

Con vocación de fuente



A mi mamá y mi papá: ustedes son mi fuente

En una clase de antropología teológica (¡suena tan aburrido el contexto, pero nada más lejos de la realidad!), el profesor, hombre apasionado y brillante, desgranaba consecuencias de nuestro ser imagen y semejanza de Dios. Que no era ser reflejo de un Dios "genérico", sino de la Trinidad: del Padre, el Hijo y el Espíritu.

Hablando del Padre, se detuvo en la imagen de la fuente. El Padre es vertiente de vida. Y por eso mismo, en cada uno de nosotros está la posibilidad, el llamado, la responsabilidad de serlo también. Tenemos la capacidad de comunicar vida, de generar algo que nos trasciende, nos supera y al mismo tiempo nos prolonga y acerca.


Ser fuente... Un símbolo de lo más sugerente. La fuente, dice San Alberto Magno, es imagen de la plenitud del don. El vaso retiene y no da. Un canal da pero no retiene. Una fuente crea, retiene y da. Nunca se agota. La vida genera vida. Aún cuando aparentemente se desgaste. Una persona plena transmite eso. Si tenemos suerte, al menos arañamos en algún instante un poco de esa experiencia: cuando nos cansamos pero no nos agotamos, cuando experimentamos que estamos centrados aún en medio de muchas exigencias y tareas, cuando estamos presentes a aquello que estamos haciendo, cuando hay paz y alegría profundas... son signos de que algo está brotando de nuestro interior y se reparte generosamente.

Hoy celebramos el día del Padre. Más allá de la ineludible dimensión comercial, es una gran oportunidad. Para agradecer. Si estamos acá, es porque alguien, al menos por un momento, fue fuente para nosotros. Brotamos de alguien, desde alguien. ¿No es eso sorprendente? Lo más nuestro, nuestra vida, es un regalo de otros. Es el surgir de un amor. Pero lo mejor es que este milagro no se da una sola vez: continuamente se nos está dando a luz. Siempre hay alguien que nos ayuda a seguir adelante, que nos ayuda a dar un paso. Aún si los que dieron ese primer sí a nuestra vida no pudieron o no supieron, o no quisieron estar. Siempre hay alguien. Siempre hay Alguien.

Estoy convencido de que a mayor conciencia de este don, mayor deseo y capacidad de entrega. De hacernos regalo para los demás. Podremos tal vez perder algo de ese miedo que nos hace vasos cerrados, o de la angustia de ser canales que un día se agotarán. Hay un amor dentro nuestro que nadie nos puede quitar. Es nuestra raíz, nuestra identidad más profunda.

Y tal vez, tal vez, en algún momento podremos tener la certeza de que podemos ser lo mismo para otros.


jueves, junio 13, 2013

A vueltas con los sospechosos de siempre

Con el paso del tiempo uno se va encontrando con sus demonios, sus rayes, sus sombras. Y establece con ellos una relación. En los mejores casos, será un pacífica tensión el aprender a aceptarlos y sanarlos (en la medida que se pueda). No es un proceso lineal y prolijo. Creo que se parece más a bajar una escalera en espiral: uno va yendo cada vez más profundo, volviendo sobre lo mismo pero en un intento constante de crecer en libertad y verdad frente a ellos. A veces va mejor. A veces no tanto.
 
Entre los numerosos caminos para integrar ese campo de cizaña y trigo que es nuestro interior, el humor es una gran ayuda. Quita dramatismo y ayuda a tomarse las cosas con más humildad y paciencia. Un poco por eso, y otro gran poco por afición cinéfila, me gusta llamar a mis delirios "los sospechosos de siempre". Aunque espero que no haya ningún Keyser Söze entre ellos.
 
 
De entre estos merodeadores de mi mente, el que más dolores de cabeza me ha traído es el que me asalta a la hora de comenzar algo nuevo, y sobre todo en el momento de escribir. Como un tirón de mangas, o una pregunta sardónica que me distrae de lo que estoy por comenzar a hacer y me hace dudar de mí mismo. "¿Estás seguro que vas a poder?"; "¿Te va a dar el tiempo, las fuerzas, la capacidad?". Parece sutil e inofensivo, pero es una verdadera zancadilla a la voluntad. Estoy convencido de que mi tesis se demoró más por eso que por cualquier otra cosa.
 
Hasta ahora no he encontrado muchas maneras de contrarrestar la acción de este sospechoso. Trato, como siempre, de no prestarle atención. Pero sobre todo, me ayuda el concentrarme en la acción puntual. Empezar a escribir, o a hacer lo que sea que tengo por delante. Tengo la impresión de que este diablito interno es muy amigo de mi perfecccionismo. Hay una cierta pretensión de querer tener todo claro y distinto antes de comenzar que es fatal y paralizante. Que lo mejor es enemigo de lo bueno lo sabrá todo aquel que haya recibido alguna visita de este complejo.
 
Otra gran ayuda es hacer memoria. Ahora tengo por delante la tesis de doctorado. No voy a negar que por momentos me siento como si hubiera terminado de subir una montaña y ahora, en vez del reposo, tengo que aclimatarme para trepar el Aconcagua. Pero no estoy igual que antes. Hay una certeza de haber querido y haber podido. De haber sudado (¡y cómo!) pero a la larga haber acometido con éxito una empresa. Y eso me hace mucho bien. Me da confianza.
 
Con todo, ninguna de estas dos cosas es la más importante. Para mí, al menos, la respuesta está en escuchar una Voz que pronuncie más profundo sobre nosotros mismos que lo que los sospechosos nos puedan llegar a decir. Escuchar una palabra de amor. Gracias a Dios, las oportunidades no faltan para escucharlas. Alguien que nos recuerde nuestro valor, nuestra belleza, nuestra bondad. Y nos libere así de toda sospecha.


sábado, junio 01, 2013

La vida no se pone menos complicada

Hace algunos años había salido a almorzar con mi mamá. En la comida intercambiábamos opiniones sobre las cosas típicas que pueden conversar una madre y su hijo: novedades de la familia, de los amigos, de la vida personal de cada uno. Algunas situaciones que se ponían sobre la mesa eran especialmente duras o difíciles. Tal vez por eso, por un momento mamá se quedó pensativa y de golpe me dijo:

- Qué complicado, ¿no?

- ¿Qué cosa?

- Vivir. Vivir es complicado. La vida no se pone menos complicada a medida que uno avanza.

Poco después, en la reunión mensual que tengo con unos amigos del colegio, hablamos exactamente sobre la misma cuestión: esa sensación que uno tiene (supongo que es parte del momento que uno atraviesa a los treinta y pico) de estar siempre a las corridas, no llegar nunca del todo… En todo caso, la frase me ha quedado siempre repicando, y nunca me ha abandonado del todo.

Tengo treinta y cuatro años. No es la edad de las certezas ni de la estabilidad. Tal vez por eso hoy este diálogo con mi madre se me hace especialmente presente. Probablemente se deba también a que, como sacerdote, la vida me ha puesto constantemente en esos lugares donde grita con más fuerza su desmesurada intensidad. O porque, para colmo de males, tengo encargo y vocación de estudioso, y eso siempre te hace buscar intríngulis y preguntas (a veces donde no hay o no hacen falta, es cierto).

En todo caso, y sin querer hacer de esta frase de mi vieja un apotegma, no deja de ser algo que se me presenta increíblemente certero para navegar este tramo de la vida. Sobre todo porque me libera de una tentación que parece cundir en el ambiente de la gente religiosa: la de la simplificación. Reducir las cosas a blanco o negro, a bueno o malo, y (lo que es peor) hacer lo mismo con las personas y con uno mismo.

No estoy haciendo una apología del relativismo. No estoy hablando de moral. Hablo simplemente de dar un paso para aceptar la simultáneamente encantadora y lacerante condición de la existencia. Animarse a bajar al llano, donde no todo es claro y distinto, y donde los días se suceden en una vertiginosa sucesión que sólo se vuelve nítida con el tiempo. Sólo entonces uno puede ver más claro. Pero mientras tanto, caminamos tanteando. Creo que cuando aceptamos que a la vida y su rumbo, más que saberla, la vamos auscultando en el día a día para pescarle el pulso, nos hacemos más humildes. Y lo que es aún más importante, más compasivos.

Hay un gozo en ese abrazar los grises y matices. La vida se vuelve más colorida. Más insegura. Pero más libre. En última instancia, más vida. Cada día un poco más complicada. Cada día un poco más fascinante.

miércoles, abril 03, 2013

Darle una sorpresa a Dios

De las distintas predicaciones de Francisco en estos días, hubo una frase que me llegó especialmente. "A menudo, la novedad nos da miedo, también la novedad que Dios nos trae, la novedad que Dios nos pide." Esto me impresionó. Hablar del miedo a la novedad como don no es poca cosa... pero más aún, hablar de que Dios nos pide la novedad. Tenemos miedo de las sorpresas de Dios. En cambio, pareciera, Dios está esperando que lo sorprendamos. ¿Será posible una cosa así? ¿Cómo hablar de darle una sorpresa al que todo lo sabe?

Sin embargo, es así. Dios pide la novedad. Traté de pensar si en algún momento DIos se asombraba. Me vino a la mente el asombro de Jesús frente a la fe del centurión (Mt 8-10). ¿Será esta la novedad que podemos aportarle a Jesús? Sorprenderlo con una fe sencilla y una entrega confiada.

Me animo también a pensar que Dios nos pide una sorpresa para el mundo. Algo que llame la atención. Y ahí la cosa pasa más por otro lado. Puede parecer cliché, pero al mundo, lo que todavía hoy lo sorprende, es el amor. Amor gratuito. Misericordioso. Pónganse a pensar cual fue su primer sentimiento frente a un gesto de amor. ¿No es el del asombro?

Puede ser un buen eslogan para este tiempo pascual: "Esta Pascua, sorprendé a Jesús con un gesto de fe; asombrá a tu hermano con un acto de amor".

La homilía de Pascua que nunca será

Esta noche, después de haber caminado por las calles del pueblito siciliano donde me encuentro, después de un tiempo de compartida, el silencio. Y la espera.

Las ganas de escribir como siempre. Tal vez, más que siempre. Porque hay tanto para decir. El silencio engendra palabras nuevas, amontonadas en el corazón y la cabeza.

Y como sé que mañana no predicaré (y probablemente tampoco la Pascua que viene... ni la otra), me lanzo a la escritura como para despuntar el vicio de cura al menos a través del texto tipeado.Quién sabe, tal vez algún hermano cura se beneficie de mis divagues.

Recorro de vuelta las lecturas de la vigilia. Y esta vez me brota un hilo conductor. La historia de la salvación, esa que caminamos del Génesis hasta la Resurrección en la noche pascual, es la historia de los imprevistos. De una irrupción de vida donde sólo parecía reinar la muerte. La inesperada llegada de una novedad. Una novedad llamada Dios.

Muchas de estas historias son cuento viejo. El caos (Génesis); los oprimidos perseguidos (Éxodo); la desesperanza de los vencidos (Ezequiel); la muerte del inocente (Evangelio). Y sin embargo, sin embargo, donde parece que todo es "más de lo mismo", se da la ruptura.

Hay una palabra que trae consigo algo distinto. Una palabra de orden, de amor, de esperanza. Alguien dice que las cosas pueden ser de otra manera. Pero no sólo lo dice, sino que lo hace. Y al hacerlo trae consigo una vida nueva.

Ese alguien es Dios. Dios y su Palabra. Palabra que se expone, que se dona, que se regala. Una palabra que se juega y pasa por la muerte. Es Jesús. Dios nos dijo todo lo que nos quería decir en Él. Lo vimos ayer en la cruz. No se guardó nada. Sus últimas palabras: perdón para los hombres, esperanza para el pecador, confianza para con Dios. Uno podría pensar, sin embargo, que todo eso queda en la nada. Palabras lindas que se mueren con Jesús en en el Gólgota del "otra vez lo de siempre".

Al resucitar, vemos que las cosas nunca más serán así. Que a partir de Jesús resucitado no existen los callejones sin salida. Se nos abre una ventana aún en los encierros más negros. El sepulcro vacío nos dice que ya no hay tumba que permanezca tapada para siempre.

Esto no es un hecho del pasado. Este es nuestro hoy, lo que hoy se nos ofrece, como le dice Jesús al buen ladrón: "Hoy estarás conmigo". Hoy, acá, ahora: Jesús nos invita a vivir la resurrección. A tomar conciencia que somos partes de este acontecimiento. Somos un pueblo de resucitados.

Por eso esta noche hemos recibido luz. Y seremos rociados con agua. Agua y luz. Símbolos de vida por excelencia. Para recordar lo que hemos recibido y que siempre en vive en nosotros. Un amor que disipa tinieblas y nos vivifica permanentemente.

Esta noche nos compromete. Si hemos descubierto que la historia, nuestra historia puede cambiar; si pudimos gustar al menos un poco de este amor nuevo, entonces no podemos sino compartirlo. Hemos recibido una palabra que hace algo nuevo del mundo viejo; una mirada que puede descubrir los brotes del Reino en el aquí y ahora; una esperanza que nos saca del ritmo cansino y agotador del pecado y la muerte. ¿Cómo no comunicarla, cómo no salir a buscar a todos los que hoy necesitan esta novedad? Una novedad que más que explicar, se muestra, se siente, cuando Dios está verdaderamente presente en nuestra vida.

Esta noche nos compromete. Son tantos hoy los que necesitan esta novedad... tantos que están tentados de resignación y de tristeza porque piensan que "no hay nada nuevo bajo el sol". Tantos que han sido convencidos por aquellos a quienes les conviene esta mirada vieja, de que "no vale la pena intentar". Tantos que no pueden creer en la novedad simplemente porque nadie les ha ofrecido un gesto de cercanía y amor, la novedad por excelencia.

Esta noche nos compromete. Salgamos a buscar a esos hermanos. A compartir con ellos lo que se nos regala en la sencillez de esta celebración. A irradiar en el mundo lo que se respira en estos instantes: la posibilidad de una vida nueva que nos regala Dios. La certeza de un amor distinto, que viene de Jesús y de su Espíritu. El anticipo de unos cielos y una tierra nueva.

Unos cielos y una tierra nueva que empiezan en la resurrección de Jesús, siguen en nuestra vida... y quieren llegar a todos y todo.

jueves, marzo 14, 2013

Una noche de bellas sorpresas

Uno de mis discos preferidos es "Silvio Rodríguez y Pablo Milanés en vivo en la Argentina". Entre canción y canción, cuando aparecen los invitados que hicieron de ese recital un evento inolvidable, se escucha, casi como un latiguillo, una frase que hoy fue más apta que nunca: "Esta es una noche de bellas sorpresas". Así fue también este inolvidable 13 de Marzo en Roma.

La primera sorpresa, con todo, no fue de las más lindas. La CNN nos pidió una mano a los sacerdotes argentinos para comentar en los distintos eventos de este tiempo de transición. Y Sebastián, uno de mis compañeros, me pidió si no podía ir hoy a cubrir la espera de la fumata a las oficinas que la cadena informativa había establecido a unas cuadras del Vaticano. Bastante a regañadientes, acepté. Sobre todo porque estaba convencido que no teníamos Papa hasta el jueves o viernes. Aun así iba en el tranvía con un tironeo interno importante.


Las primeras horas fueron largas, frías y tediosas. Esperando la primera fumata que nunca llegó. Con los dos periodistas, José Leví y Adriana Hauser, hacíamos tiempo (y trote en el lugar para no morirnos de frío) en la terraza del edificio, donde estaba armado el móvil.

Llegó la hora de la fumata y a las siete... no pasaba nada. Tensión. Si la cosa tarda, por algo será. ¿O no? Todo se movía en el terreno de la conjetura. De golpe, empieza a salir el humo. Dudosamente gris al principio... y en seguida, de un blanco contuntende. Lo primero que sentí era que me quería morir. ¡Viendo todo por tele a menos de 500 m de distancia! Pero los periodistas estaban muy entusiasmados. Por suerte los dos eran personas de fe. Así que ahí la cosa empezó a tomar otro color. La coordinadora del programa me mandó a la oficina a esperar para no morir de hipotermia en el proceso de grabación. Así que estaba ahí, viviendo un momento histórico... solo y delante del televisor. Pero la verdad es que ya me importaba menos.


Al rato, las luces de San Pietro se encendieron y sale Tauran, el Cardenal Protodiácono para anunciar "una gran alegría" al pueblo, que atesta la plaza. Tenemos Papa... "Jorge" y ahí y casi me muero... ¡Bergoglio, obispo vecino, Papa! Y en seguida, la espera por el nombre. El nombre de un Papa no es poca cosa. Tiene valor programático. Marca un sendero. Un estilo. Una opción.

Y cuando dice "Francisco", no Francisco I, sino sólo Francisco, se me derrite el corazón y se me llenan los ojos de lágrimas. Vamos a tener un Francisco. Por primera vez. Realmente, esta es una noche de bellas sorpresas.


El primer papa americano.

El primero latinoamericano

El primer papa Jesuita... que se pone el nombre del fundador de otra congregación.

El primer papa argentino.
Un papa que conozco, pienso. Al que escuché hablar, con el que concelebré en su Catedral, y aún le pude hacer una pregunta en una conferencia. Un papa que viaja en colectivo, conoce las villas...


Ya estoy arriba de nuevo en el estudio y pido que me pasen audio para escucharlo. Con el italiano, la roba un poco, como hacemos todos los argentinos que vivimos acá.Pero habla con cariño. Con desenfado porteño, y con sencillez de obispo, de pastor. Eso me gustó mucho. Habló de ser obispo de Roma. De ser recibido y de pedir la oración de los habitantes de la ciudad.
Nos hace rezar juntos. Y en un gesto que, para los que lo hemos visto, no sorprende, pero sí conmueve, pide la bendición antes de bendecir. Y nos despide sencillamente con un "buenas noches y buen descanso".

Todavía quedan algunas notas para dar, y me vuelvo a conmover cuando veo que los dos periodistas, al terminar la cobertura, se abrazan. Están muy emocionados. Hay algo de este acontecimiento que nos pertenece a todos. El teléfono empieza a hervir de mensajes. Rubén, un amigo mormón; Sabri, una hermana mayor en la fe; Mica, otra amiga que no es cristiana... todos escriben, llaman... hay algo de esta alegría que alcanza a cada uno. 

Llego acá al colegio y obviamente casi nadie puede dormir. Estamos llenos de entusiasmo. Yo me siento así. Entusiasmado. Y mejor aún, esperanzado. Siento que el futuro está realmente en manos de Dios. Que todavía el Jefe guarda algunos ases en la manga como para sorprendernos y espabilarnos. Para que no olvidemos que la Historia sigue siendo suya.

Parafraseando el eslogan político de otro porteño como nuestro nuevo Sumo Pontífice...

Va a estar bueno Roma.

martes, febrero 26, 2013



"Amor es desenredar marañas
de caminos en la tiniebla:
¡Amor es ser camino y ser escala!
Amor es este amar lo que nos duele,
lo que nos sangra bien adentro...

Es entrarse en la entraña de la noche
y adivinarle la estrella en germen...
¡La esperanza de la estrella!..."

Estas líneas de Dulce María Loynaz son parte un poema un poco más extenso y de una belleza inusual. Me gustan especialmente estos versos, que enlazan el amor y la esperanza.

Como sacerdote, una y otra vez me encuentro con situaciones límite. Donde la vida y la razón parecen decir "hasta acá". Muchas veces estas situaciones terminan como uno imagina que lo harán: en el fracaso, la muerte, la desilusión, la amargura.

Otras, sin embargo, contra todo pronóstico, se transforman. No diría que desaparece la dificultad o el dolor. Pero se da un proceso de cambio. Casi siempre, empieza con un gesto de amor. Alguien se anima a intuir un después. Se da un paso o un gesto de perdón. Se recogen los restos y las ruinas de un proyecto pensando en que de ellos se puede sacar algo nuevo, con una certeza loca e infundada. Infundada para quien no tenga esa mirada de amor.

No se trata, sin embargo, de tener más fuerza de voluntad (aunque a veces, ¡tantas!, se la requiere). Ni de ser más inteligentes. Creo que pasa sobre todo por tener un corazón que, porque sabe de sufrimiento y de amor, sabe también de las potencialidades escondidas en las horas más oscuras. Y aún entonces, ese corazón necesita de otros, que con su cariño y su ternura nos lleven hacia la luz.

Yo he tenido la suerte, en mi vida, de encontrarme muchas veces con personas así. De esas que descubren siempre lo que está germinando en el barro. Mujeres y hombres (aunque, lo tengo que confesar, creo que ganan las mujeres) que se juegan por lo que a veces sólo está presente en un sueño y apenas puede decirse realidad. Parteros de mundos nuevos.

Creo, sin embargo, que hacen falta muchísimos más. Hoy nos hace falta gente que ame, como siempre. Pero, tal vez más que nunca, que ame con amor esperanzado. Y esperanzador. Amigos de causas imposibles y perdidas. Personas que, por su manera de mirar, de sentir, de actuar, se convierten ellas mismas, sin querer, en un signo de que tal vez las cosas no tengan que ser como son. Y puedan ser de otra manera.

sábado, febrero 23, 2013

¿Cómo sanar un mundo herido?

Hay una terraza en el barrio judío de la Ciudad Antigua, en Jerusalén. La conocí en mi primera noche allí, cuando otro sacerdote argentino, a quien encontramos de casualidad, nos llevó a mí y a tres amigos más a ver la vista de la ciudad. Es un mirador privilegiado: de una sola vez se puede contemplar la cúpula del Santo Sepulcro, algo del Muro de los Lamentos y la Mezquita del Al-Aqsa. Volveríamos a la terraza-mirador todos los días de nuestra estadía. 

Pocos tiempos tan intensos como esas cinco jornadas en la Ciudad Santa. Gente de todo el mundo, una historia milenaria y un movimiento febril. Las tres religiones monoteístas más importantes del mundo entrecruzadas en una relación tensa, lacerada y lacerante. Peregrinos, curiosos y turistas terminan de conformar un caleidoscopio en permanente cambio. Más de una vez, al caminar por los pasillos estrechos y darme vuelta para observar, pensaba que me habían cambiado la calle mientras no miraba. Por sobre todo, recuerdo la sensación de una energía casi palpable en el lugar. Un rincón del planeta que estaba, literalmente, en carne viva. 

Sentados una noche en nuestra terraza con Josefina, otra de las compañeras de viaje, compartíamos impresiones sobre nuestra pequeña peregrinación a Israel. Me dijo algo que se quedó profundamente grabado en mi memoria: “¿Sabés? Acá en Jerusalén me di cuenta de lo lastimado que está el mundo”. 

Era cierto. La Ciudad Santa, la ciudad de la Paz, estaba muy lejos de serlo en realidad. El Santo Sepulcro parcelado por las distintas iglesias cristianas; los soldados caminando por los pasillos; la mirada de miedo o de bronca que a veces nos sorprendía desde alguna ventana… Los lugares más sagrados heridos por las ansias de poder, de control, por el resentimiento y la venganza. 

Pocos días después de esa conversación me subía a un avión para visitar algunos amigos en New York. Con Juani, mi anfitrión, decidimos una mañana ir a visitar el Memorial del 11 de Septiembre. No teníamos entrada, pero el hábito clerical todavía abre algunas puertas, así que pudimos entrar. 

El memorial es de lo más elocuente en su austeridad. Placas negras con nombres en blanco en torno a unas fuentes que nunca logran colmar el espacio vacío que rodean. Es la imagen de la herida incurable de un pueblo. Otra lastimadura de nuestro mundo gritando hacia el cielo. En uno de los banquitos del monumento nos sentamos para tener un rato de oración y una charla memorable. 

La reflexión sobre la situación internacional y sobre lo que pasó allí nos llevó, casi sin darnos cuenta, a nuestras familias y nuestras experiencias personales de heridas y reconciliación. Fue un momento de esos que pocas veces se dan, cuando se puede hablar con el corazón abierto, sin miedo a lastimar ni ser lastimado. Y como un estribillo, aparecía una y otra vez la cuestión del perdón. Un perdón que se manifestaba necesario, imprescindible, para seguir caminando en la vida. 

Me llevaría esa conversación como un tiempo de gracia, de esos que no se deben desaprovechar. Y a lo largo de un año signado por el encuentro con muchas situaciones de dolor, la imagen de esos dos lugares signados por el odio y el absurdo de la violencia volvía una y otra vez al corazón. ¿Cómo todavía hoy tenemos tan afilada nuestro poder para lastimarnos, para hacernos daño? Esa  capacidad parece multiplicarse exponencialmente y repetirse no sólo en las relaciones interpersonales sino entre los pueblos del mundo. Tiene sentido: los desajustes de nuestro planeta son el eco potenciado de nuestros propios desequilibrios… la desafortunada conjunción de nuestros desencuentros. 

Tal vez, sin embargo, en esa triste cadena también esté la posibilidad de un cambio. Si todo comienza en nuestro contexto más inmediato, entonces también allí es donde necesitamos empezar a hacer pie para transformar la realidad. ¿Tendremos el valor para dar ese primer paso, para empezar a tender la mano y buscar el perdón? ¿El coraje para responder de una manera más libre?

No es nada fácil. El perdón sigue siendo una palabra muy mal vista: suena demasiado a debilidad, pobreza, sumisión. Y sin embargo, nada nos hace más libres. El momento en el que decidimos perdonar es cuando abrimos las puertas del futuro y nos damos cuenta que ya no somos víctimas ni condenados. El instante sagrado en el que se nos abren los ojos y elegimos vivir sin resentimiento. Cuando percibimos que nuestra historia puede habernos golpeado, pero eso no quiere decir que debamos repetirla ni continuarla con la misma violencia. Son muchas las fuentes del perdón, pero quizás esta mirada sencilla (y hasta un poco pragmática) sobre nosotros y nuestro camino nos ayude a empezar. 

Aquella noche en Jerusalén, la noche en que miramos nuestro mundo herido estrechado en las calles de la ciudad milenaria, fuimos a comprar algunos rosarios para llevar al día siguiente a la misa en el Santo Sepulcro. Caímos en un negocio de ortodoxos, que allí no suelen mirar con buenos ojos a los católicos. Sergei, el dueño, sin embargo, fue de lo más atento y cálido. Cuando nos íbamos, me regaló un pequeño broche con la cruz de Jerusalén. Con una mirada profunda de amor y dolor, esa tan única que he visto en varios de nuestros hermanos ortodoxos, me dijo: “¿Sabe Padre? Yo sé que nuestras Iglesias discuten muchas veces. Pero al fin y al cabo, creemos en el mismo Dios, ¿no es cierto? Rece por mí cuando celebre misa en el Santo Sepulcro”. Lo hice, y lo sigo haciendo. Para tener esa misma mirada de perdón que he visto en Sergei. Y en todos aquellos que hacen del perdón un camino a un mundo nuevo y mejor.