“Más allá de las fronteras”
“En este momento, llegaron sus discípulos y se sorprendieron de que Jesús estuviera hablando con una mujer...” Jn 4, 27ª.
Elegir este pequeño fragmento del diálogo de Jesús con la samaritana puede parecer extraño a la hora de pensar en la misión. ¿Por qué este texto? Porque quisiera, en orden a reflexionar sobre qué significa evangelizar, tomar un acontecimiento como punto de partida. Es, casi siempre, lo primero que nos ocurre a la hora de salir hacia la misión: traspasar fronteras.
Jesús, hombre de fronteras
El Evangelio nos muestra constantemente a Jesús yendo más allá de las fronteras religiosas de su tiempo. Sin negar todo lo rico que hay en su tradición religiosa (no viene a cambiar ni un punto ni una i de la ley), no se deja atrapar por las rigideces y formalismos de su época, sino que toma lo mejor de la misma, lo encarna, lo profundiza... y lo lleva más allá.
En toda la praxis de Jesús, en todo su ministerio, lo descubrimos quebrando barreras. Se acerca a todos aquellos que eran considerados impuros o despreciables: los enfermos, los pobres, los pecadores... ¡inclusive a los muertos! Puesto que entrar en contacto con ellos implicaba quedar “contagiado” de la impureza que ellos poseían.
Sin embargo, Jesús cruza esa frontera de su tradición (o mejor, del tradicionalismo religioso del momento), y, no sólo no queda manchado por la impureza de aquellos a quienes se acerca, sino que transmite su propia pureza con sus gestos y palabras. Y entonces cura, exorciza, reconcilia... ¡en la frontera se da el milagro!
A medida que profundizamos, descubrimos en estos “cruces de frontera” que realiza Jesús, algo aún más profundo. Él es el Hijo, el Amado de Dios, que desde el corazón de la Trinidad “cruza las fronteras” del cielo para entrar en la historia de los hombres. Se derrama en la historia, asumiendo todo lo humano, salvo el pecado.
Y así, lleva a la plenitud el camino que Dios venía realizando con Israel, pues Él constantemente había salido de sí para buscar al hombre, y había invitado a su Pueblo a desarrollar un corazón cada vez más universal.
Pero este cruce de barreras que Jesús realiza en la Encarnación anticipa el más definitivo, el traspasar el límite de la muerte, para volver de allí victorioso y resucitado por el Padre en la fuerza del Espíritu Santo. Él cruza la frontera que sólo Dios podía franquear: la del dolor y la alienación provocados por el pecado y su fruto definitivo, la muerte. Hasta allí lo lleva su misión, y de allí vuelve, pero no para quedarse quieto.
Él envía a los apóstoles, como el Padre lo envió a él. A partir de la entrega del Espíritu Santo, los Doce no son simples repetidores de las palabras de Jesús. Empiezan a compartir su vida, y por eso, también su misión. Ellos repiten en su existencia el Éxodo que realizó Jesús, saliendo del corazón de Dios hasta las profundidades de la muerte y siendo allí resucitados. En ellos se da este cruce de límites, para que la Palabra llegue a todos. Y desde ese entonces, cada uno de nosotros está invitado a esa misma experiencia, compartiendo la vida de Dios por el bautismo y por ende, también su tarea de hacer llegar el amor a cada hombre y mujer del mundo.
2. ¿Y nosotros qué tenemos que ver con todo esto?
Volvamos un poco a nuestra experiencia misionera. No dudo que cada uno de nosotros tiene muy grabada en su corazón la primera vez que misionó: por distintos motivos.
En la misión hacemos una experiencia muy fuerte de desfasaje. Salimos de todo lo ordinario que nos rodea: dejamos por unos días a nuestras familias, amigos y comunidad; a la vez, vamos hacia un lugar con una forma distinta de encarar la vida, la fe, los vínculos... con una experiencia de Dios distinta, y muchas cosas más. El lugar de misión se nos presenta con una historia que no es la nuestra. No sólo eso, sino que muchas veces no responde a nuestras expectativas evangelizadoras. Quizás en aquel lugar esperábamos una gran fecundidad todo se nos presenta árido. Y allí donde no teníamos puestas demasiadas esperanzas se nos manifiesta una respuesta increíble de la gente.
Además, en general, la misión nos revela un mundo al que muchas veces habíamos permanecido ajenos: el del dolor y la pobreza. En efecto, especialmente si uno se dirige al interior, va descubriendo la inmensa miseria moral y material del pueblo, que está a veces verdaderamente crucificado (después descubrimos que es igual aquí en la ciudad). Y frente a eso descubrimos de una manera nueva nuestra forma de vivir, tener y crecer.
Esta experiencia puede ser a veces muy dolorosa, pues captamos con más fuerza la fragilidad del otro y su entorno con la claridad que muchas veces da estar a una cierta distancia[i]. Pero además, percibimos con mayor luz lo inmensamente relativo de muchas cosas que nosotros solíamos dar por sentadas (desde nuestra estabilidad económica hasta nuestra forma de relacionarnos con Dios). Y esto nos desestructura y desestabiliza.
Y el viaje no se detiene allí. En la misión, por la intensidad emocional y espiritual que casi siempre vivimos, se nos revelan nuevos aspectos de nosotros mismos: reacciones, actitudes, sentimientos que no habíamos vivido antes, o gestos que antes no habíamos tenido, de repente emergen en nosotros, tanto positivos como inquietantes. Y así, franqueando los confines de nuestro pequeño mundo externo, descubrimos también que hemos entrado en un terreno nuevo de nuestro propio corazón. Cada misión es también un momento de autorrevelación. Pues todo viaje es también un recorrido interno.
Pero esto, que por momentos se nos puede antojar incómodo e inquietante, es una verdadera gracia, por dos grande motivos:
a) La misión nos invita a ser más libres, descubriendo que cosas en nuestra experiencia de Dios tiene sus matices, y pueden (y a veces deben) ser adaptados o aún eliminados, pero encontrando a la vez lo que es genuinamente nuestro y que puede servir para el crecimiento del otro. Podemos profundizar aún más en nuestra propia riqueza. Nos descubrimos únicos y capaces de entregar algo muy nuestro al mundo. Nuestras fragilidades quedan más expuestas, pero sólo así pueden ser sanadas y maduradas.
b) El descubrimiento de otro mundo nos abre a una etapa nueva. Encontramos otros que no somos nosotros, que merecen respeto pues su historia y su perspectiva también son sagradas. Y eso nos invita a dialogar desde el amor y la amistad.
Así, el Otro nos abre el tesoro de su corazón y la misión se vuelve oportunidad de enriquecernos con el camino recorrido por aquellos a quienes misionamos
c) El encuentro no se queda en un esto, sino que va generando vida, una vida nueva. Y esto es fruto de ambas partes, la misionera y la misionada. Aparecen nuevas formas de rezar, vivir y amar. Pensemos en uno de los mejores ejemplos: la imagen de la virgen de Guadalupe, donde se combinan de forma orgánica elementos de la cultura nahuátl con la europea.
Encontrar este equilibrio es algo difícil. Podemos caer en un relativismo que no nos permita enriquecer al otro con nuestra riqueza, y que además nos impida encontrar lo universal compartido con todos que nos une. O asustarnos ante lo nuevo y así rigidizar nuestras formas para evitar caer en una disolución de nuestra identidad. ¿Cómo hacer? Necesitamos volver a Jesús para descubrir como el Nazareno pudo romper fronteras sin dejar de ser él mismo.
3. “Tú eres mi Hijo amado...”
El texto de Lucas sobre el Bautismo de Jesús (que es desarrollado o nombrado en todos los Evangelios) nos puede dar una pista para encontrar el camino:
“Un día cuando se bautizaba mucha gente, también Jesús se bautizó. Y, mientras Jesús oraba se abrió el cielo, y el Espíritu Santo bajó sobre él en forma visible, como una paloma, y se oyó una voz que venía del cielo:
- Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco.”[ii]
Este texto es fundamental para entender a Jesús. En su bautismo, Jesús tiene un momento espiritualmente fortísimo. El Padre le revela de una forma inusitada quién es él por la fuerza del Espíritu Santo. Jesús se descubre como el Hijo amado de su Abbá, su papá. Y eso le cambia la vida para siempre.
Es notable que este episodio de la vida de Jesús está puesto justo antes de que empiece su ministerio, su actividad misionera. ¿Por qué? Porque Jesús empieza a misionar no desde lo que hace, sino desde lo que es. Este es un tema riquísimo, pero no para profundizar ahora. Lo que queremos destacar en este momento es que como Jesús se descubre intensamente amado por Dios, en Él se encuentra libre. Y esta experiencia de saberse amado por su Padre a Jesús le hace posible mantener las tensiones, rompiendo las fronteras pero respetando siempre su tradición religiosa, sin violencias innecesarias ni actitudes rebeldes estériles. Y desde esto no permite que su traspaso de límites le desdibuje su identidad. Él nunca deja de ser quién es.
Para nosotros es igual. En la medida en que nuestros vínculos, y sobre todo nuestro vínculo de amor con Dios es fuerte, nos atrevemos a atravesar barreras, sabiendo que el amor del Padre nos sostiene en Jesús por el impulso del Espíritu Santo. Pues estos vínculos nos hacen arraigarnos sanamente en nuestra identidad. De otra forma, o nos perdemos en la forma de ser del otro o nos endurecemos y no permitimos que el otro entre en nuestro corazón.
Por eso la misión es un tiempo fuerte para enriquecerse con otras experiencias de Iglesia, de vida, de fe, pero a la vez, para consolidar, conocer y amar mejor lo propio. Es aceptar esas tensiones y dejar que esto nos enriquezca.
¿Cómo mantenemos y fortalecemos ese vínculo? Se me ocurren dos caminos para recorrer.
El primero es ser perseverantes y cada vez más profundos en nuestra oración. Es llamativo que Lucas quiere enmarcar este momento fundante de la vida de Jesús en un contexto de oración. Es mientras rezamos que el Padre nos revela quiénes somos. Y es desde allí que descubrimos dónde el Espíritu nos lleva a romper fronteras.
El segundo es un sano realismo que nos permita ver las cosas tal cual son, reconociendo dónde hay algo mudable y dónde nuestra experiencia de Dios se nos revela como decisiva. Así, llamamos a las cosas por su nombre y vamos creciendo en vínculo con nuestro entorno.
Así, seguiremos creciendo hasta el día en que crucemos la frontera final, para ser infinitamente enriquecidos por aquel que siempre nos revela lo únicos que somos y lo Único y eternamente Nuevo que es él.
Eduardo Mangiarotti
Pquia. Santa Teresita, 12 de agosto de 2002
.
[i] Recuerdo una misión en Salta. Uno de mis compañeros y yo fuimos a visitar a una mujer. Separada y con un pequeño bebé que sufría de Síndrome de Down, esta señora vivía profundamente dolida por la pobreza que la obligaba a pelear todo el tiempo el tratamiento de su hijo y por la marginación a la que la tenía sometida el resto de la comunidad de su pueblo, aún la parroquial. Para mi compañero fue un terrible impacto: su situación, y la increíble fe y serenidad con que la vivía rompían un montón de esquemas que él hasta ese momento había considerado inamovibles. Volvimos a la parroquia y desde el principio de la misa hasta un buen rato después de finalizada la misma, mi amigo estuvo llorando terriblemente acongojado. Creo que él vivió de una manera increíblemente fuerte este traspaso de fronteras. Y que en ese momento Dios le regaló nacer a una nueva etapa de su fe.
[ii] Lc 3, 21-22
No hay comentarios.:
Publicar un comentario