viernes, febrero 18, 2005

Ora et Labora: Una fórmula que todavía funciona (para desarrollar una actitud distinta frente al trabajo)

Ora et labora: una fórmula que todavía funciona


Hace casi ya mil quinientos años, San Benito, el fundador de numerosos monasterios que se agruparían más tarde para ser conocidos como monjes benedictinos, acuño una frase que sería el lema de sus hermanos y pasaría a la historia como la síntesis de su misión y espiritualidad: "Ora et labora", "reza y trabaja".

Hoy en día nos puede resultar muy extraña la unión de dos palabras que no parecen tener demasiado que ver. ¿En qué se relaciona nuestra oración con el esfuerzo por ganar el pan de cada día? ¿Cómo nuestro diálogo con Dios influye o es influido por nuestro oficio u profesión? Pareciera que sólo los monjes pueden unir sin grandes complicaciones dos términos tan distintos. Y sin embargo, hoy queremos adentrarnos en el profundo vínculo que tienen, y trazar algunos caminos para unirlos cada vez más. Pero antes, pongamos las cosas en claro.

Despejando la maleza

Una de las mayores complicaciones a la hora de rezar es que no entendemos bien qué es exactamente la oración, o, si se prefiere, tenemos una cierta idea de qué significa rezar "bien", y descartamos cualquier otro modo como inválido, poco apropiado, o no tan bueno. Así, confundimos a veces la oración con repetición de fórmulas, o con un tiempo y un espacio que sólo podemos experimentar en un retiro o en la iglesia. Así vamos poniendo alambradas de púa en torno a la oración. La separamos de la vida, y no pueden encontrarse.

Otra dificultad reside en elegir la "materia" de nuestra oración. La Biblia, un buen libro de espiritualidad, una canción, los textos litúrgicos, son buenos trampolines para el encuentro con el Señor. Sin embargo, hoy queremos, sobre todo, encontrar la fuente de nuestra oración en los acontecimientos cotidianos, en lo que nos pasa en nuestro trabajo.

¿Y cuál es el sentido de todo esto?

La misión del bautizado, especialmente de los laicos, está en santificar la realidad en la que vive. Por el bautismo, recibe el participar en el sacerdocio de Jesús. Esto quiere decir que está llamado a santificar, a ofrecer a Dios su vida, sus afectos, su trabajo cotidianos, sus alegrías y dolores, para llenarlos con la buena noticia de Dios.

Esto trae dos consecuencias. La oración se vuelve entonces una necesidad para irradiar el amor del Señor en nuestras tareas. Pero a la vez, sabemos que nuestras ocupaciones pueden ser un sacramento para el encuentro con Dios, esto es, un signo de su presencia salvadora. ¡Dios nos está esperando en la oficina, en el aula, en el consultorio! ¡En el campo y en la ciudad, nos dirige su Palabra! De aquí que, por un lado, estemos llamados a una vida de oración intensa, que nos haga transparentar cada vez más la presencia del amor del Padre, y, por otro lado, busquemos enriquecer nuestra oración con el trabajo cotidiano.


¿Y cómo hacemos?

No existe "la oración" como tal. Existen personas orantes, mujeres y hombres que buscan a Dios y se dejan encontrar por él. Sería muy arriesgado pensar que hay sólo uno, dos, o tres caminos para la oración, pues hay tantos como personas. Dios es eterna novedad, manifestándose siempre de un modo distinto, buscando hablar en nuestro dialecto para que podamos entenderle. Aún así, sí podemos proponer algunos senderos a recorrer. Que cada uno tome a su gusto lo que le sirva, y lo someta a la mejor prueba de fuego que hay: la propia experiencia.

Detenerse y contemplar

Uno de los grandes males de nuestra cultura es la ansiedad (lo digo como víctima más que como denunciante). Nos cuesta detenernos, llevados por el vértigo y el miedo a que el vacío esté esperándonos detrás de nuestro ritmo afiebrado pero también anestésico. Además, admitámoslo: hoy da un cierto prestigio "estar a mil", y a quien no tenga cantidades monstruosas de actividad se lo tiene por vago. La oración se nos antoja más un privilegio o un entretenimiento para gente sin responsabilidades que una parte de nuestra vida.

No obstante, una posibilidad al alcance de todos en medio del trabajo cotidiano es frenar y... respirar. Para la contemplación hace falta detenerse, tomar un poco de distancia. Al menos por algunos segundos (quizás algún afortunado pueda dedicarle cinco minutos), pensar que estamos realizando algo importante. Que somos parte del trabajo fecundo de Dios; que lo que estamos haciendo en ese preciso instante forma parte del inmenso impulso de vida del Padre, que sigue sosteniendo el mundo y lo hace crecer. Descubrir que estamos inmersos en el amor creativo y creador de Dios, haciéndolo llegar a nuestra realidad. Dar gracias, pedir, ofrecer... y seguir trabajando. Quizás nos puede ayudar alguna breve jaculatoria, o simplemente, dejar que nuestro corazón se eleve a Dios por unos instantes.

La intercesión: dejar que los demás entren en nuestro corazón

Nuestro trabajo nos inserta en la sociedad, nos involucra en el ritmo de nuestras ciudades y pueblos, nos hace entrar en relación con mucha gente. Algunos pasan brevemente por nuestras vidas; otros comparten un buen tramo del camino. De un modo u otro, su presencia nos recuerda que la vida y el trabajo siempre son compartidos, tienen su origen y su destino en otros.

Algunos, por su tipo de trabajo, tienen más acceso al mundo de estas personas. Conocen sus vidas, sus preocupaciones y deseos, sus inquietudes y necesidades. Otros simplemente comparten el ajetreo de cada día con ellas. De un modo u otro, se vuelven una parte de nuestra vida. Y delante de Dios, la forma de expresarlo se llama intercesión. Quizás después de algún encuentro, o de un saludo (o de alguna discusión), presentarle esa persona a Jesús, pedirle por ella o ponerla en su presencia. Abrirse a la presencia del Señor en la oración nos llevará forzosamente a comprometernos más con el prójimo. Y ese compromiso a la vez alimentará nuestra oración delante de Dios, haciendo de la vida del hermano una parte de la nuestra.

Las dificultades y el cansancio

Pero no todas son rosas en el trabajo. Experimentamos a menudo nuestros propios límites en el mundo laboral: cuando el cansancio, la presión o los nervios nos juegan una mala pasada; cuando a pesar de nuestros esfuerzos las cosas no salen como quisiéramos; cuando no logramos relacionarnos con algún compañero o no sabemos cómo prestar nuestra ayuda a quien la solicita. Tocamos entonces el dolor del otro y el nuestro.

En esos momentos nos aproximamos al misterio de la cruz de Jesús. Vivimos la distancia entre nuestro corazón (nuestro deseo de amar y entregarnos) y nuestras manos (nuestra capacidad de obrar y actuar, nuestra eficacia). Nos toca, quizás, de un modo u otro, morir un poco: cediendo en criterios, sufriendo una crítica innecesaria o un cambio en nuestros planes... son muchas las dificultades que tenemos que enfrentar.

Vividos desde Dios, los momentos de dolor pueden ser portadores de salvación. Entregamos gratuitamente nuestro amor unido al de Jesús, para seguir salvando. Pero además, el dolor trae como fruto un despojo que nos une más a Dios y a los hombres. Pues todo sufrimiento nos va quitando la coraza que a veces llevamos puesta. Nos recuerda que estamos vivos y nos pone en contacto con nuestra fragilidad. La profunda necesidad que tenemos de Dios y de los demás (para ser consolados y escuchados) aflora en nuestro corazón. Y nuestra capacidad para compadecernos, para entender el dolor del otro, gana en profundidad y en luz.


Un camino extraordinario

El unir el trabajo a la oración hace que ambos se enriquezcan. La oración se encarna, se hace vida en nuestra vida; el trabajo gana una nueva dimensión, se hace un puente entre Dios y los hombres, y recibe una capacidad de transformación insospechada.
Unir estas dos dimensiones de nuestra vida nos ayudará en un camino de integración y plenitud, para que nuestro corazón, tanto en el trabajo como en la oración, vaya latiendo cada vez más en sintonía con el corazón de Dios y el de tantos hombres que día a día, salen al mundo a transformarlo con su afán.

Octubre de 2003

Carta a un amigo sobre el voluntariado

Querido Diego:

Hace tiempo ya que vengo pensando mucho en todo lo que ustedes están haciendo allá en Virreyes [Nota: Trabajan acompañando una escuelita de hockey para chicas del lugar y otras iniciativas de promoción humana] . En mi propia experiencia trabajando en barrios, y en todo lo que de un modo u otro se relaciona con el trabajo de promoción humana. Pensaba en lo que contaban vos e Iván de la dificultad para conseguir gente que se comprometa a largo plazo. Pienso que en parte es porque a veces este compromiso brota de un impulso generoso pero que no está sustentado por una convicción profunda o una idea clara sobre qué significa realizar este trabajo.

Pensando en eso me fue saliendo esta especie de carta/reflexión sobre lo que significa el trabajo social y de promoción humana, sobre todo desde el Evangelio. Me encantaría que me digas, cuando tengas un tiempito, qué te parece y qué reflexiones te suscita vos. Son más que nada notas sueltas, pero por ahí te sirven. Te mando un gran abrazo y nos estamos viendo.

Una opción en la crisis

Hoy, de un modo u otro, la crisis toca a nuestra puerta. A diferencia de épocas anteriores, los medios, pero, sobre todo, nuestra experiencia cotidiana en la calle, en el tren, en el trabajo, nos acercan de un modo ineludible la situación dramática de la gran mayoría de argentinos.
A la vez, la inseguridad nos deja con miedo y una profunda incertidumbre, invitando más a cultivar la alienación y el resentimiento que a pensar respuestas creativas para ir saliendo de este difícil momento que atravesamos.

Sin embargo, este tiempo también es testigo de numerosos brotes de solidaridad que surgen en distintos lugares, emprendiendo de distintas maneras caminos nuevos, tendiendo puentes para un país mejor. Pocos fenómenos sociales llaman hoy tanto la atención como el voluntariado y las distintas iniciativas de trabajo social y humano.

No todo es fácil. Muchos empiezan estas tareas con entusiasmo pero pronto se desaniman y abandonan. Otros se resienten o se amargan al experimentar el rechazo.
Sin ánimos de juzgar a nadie, y sin negar las más que reales dificultades y frustraciones, creo que parte del problema en el abandono y la continuidad en el voluntariado es la falta de motivaciones profundas, o, al menos, la falta de explicitación de las mismas. Desde una perspectiva cristiana, estas líneas quisieran ayudar a descubrir, nombrar y profundizar esas motivaciones.

Una elección y un llamado

Optar por el trabajo de promoción humana puede sonar a utópico. ¿Qué puede cambiar un pequeño grupo de personas en un país enorme y tan herido? No sólo eso, a la hora de encarar la tarea concreta que nos hemos propuesto palpamos nuestras propias limitaciones.

Con este horizonte delante, ¡qué bien nos hace recordar que Dios es un enamorado de los pequeños comienzos! El Evangelio nos muestra a Jesús convocando a este grupo de hombres y mujeres increíblemente frágiles, increíblemente “normales”, con dudas y miserias, riquezas y grandes pobrezas, para anunciar el Reino. Jesús no se asusta de la pequeñez de su comunidad. Al contrario, apuesta a confiar en ellos. Y no por ingenuidad, sino porque intuye la semilla de vida que Dios ha puesto en cada uno de ellos y que pugna por salir.

Así, vemos cómo despierta la vida en las personas que se encuentran con él. Todos hacen la experiencia de ser aceptados y curados en lo profundo de su corazón. Sus discípulos primero que nadie. Ellos reciben de Jesús el encargo de continuar esa misión. Les da su Espíritu para que ellos también den frutos de vida.

Trabajar en promoción humana es aceptar esa invitación de Jesús para comprometerse al servicio de la vida. Para que, como Jesús, despertemos el don de Dios que está dormido en los otros, a causa de la pobreza, de la ignorancia o de las heridas de la vida.

La primera condición es ponernos en manos de Jesús y descubrirnos a nosotros mismos profundamente amados y aceptados en nuestra pequeñez. De otro modo, no sólo corremos el riesgo de chocarnos contra nuestros idealismos y amargarnos la vida, sino peor aún, nos exponemos a la posibilidad de encarar nuestro trabajo como si nosotros fuéramos el Mesías y los demás, pobres destinatarios pasivos de nuestra caridad.
En cambio, al arrojar nuestro amor, sencillo y pobre, en el corazón de Cristo, nuestro voluntariado gana una raíz profunda, sólida, no dependiente ya sólo de nuestras fuerzas, sino de la gracia.


El encuentro

Si, como decíamos, aquellos con los que nos relacionamos para trabajar, dejan de ser meros receptores para ser parte activa del proceso de promoción, necesariamente encararemos el trabajo de otro modo, sin caer en asistencialismos ni condescendencias. Sólo cuando es el otro el que se compromete activamente en su crecimiento podemos esperar frutos duraderos. Es mucho más desafiante, pero también más fecundo. Implica una profunda confianza en la bondad de las personas y en su libertad. A la vez, nos pide firmeza para no caer en la tentación de ahorrarles el camino, o de dejar pasar una corrección.
En el Evangelio descubrimos que ésta es la pedagogía de Jesús. Se adapta siempre a las necesidades de cada uno, sin forzar, sin imponer, pero apelando a la vez a la responsabilidad de las personas, exigiendo lo justo en cada momento[1]. No pide de más, pero tampoco de menos.

La frustración

Pero todo esto no quita que experimentemos obstáculos muy concretos que pongan a prueba nuestro compromiso. Un hombre muy dedicado el trabajo social especialmente en el área de la Patagonia, el P. Miguel Petty SJ, afirma que “la primera virtud del agente de promoción humana debe ser una alta capacidad de frustración”.
Quizás una de los dolores más grande en este campo sea el del rechazo precisamente de aquellos a quienes intentamos ayudar, manifestado en reproches, críticas o inclusive violencia.
Estamos sin dudas encarando un camino arduo. Tenemos que estar preparados para sembrar y regar, confiando mientras los brotes no aparecen que lo entregado a la tierra ya está dando vida, aunque oculta. Y tratando, mientras tanto, de hacer de esos dolores una fuente de crecimiento. Es una forma de entender la cruz: tener una enorme disposición para amar y entregarse, pero encontrarse incapacitados para hacerlo por la cerrazón de los otros. Será cuestión entonces de confiar y abandonarse en Dios. Es el momento más difícil: y por eso, también el más fecundo.

De un modo u otro, lo que no debemos dejar de tener presente es que todo esfuerzo, todo diálogo, todo proyecto, por más pequeño y atravesado de dificultades, si está hecho con espíritu de servicio, ya es fecundo, ya es vida. Más todavía: ya es Buena Noticia para los demás, que experimentan, aún sin saberlo, el amor de Dios por manos humanas. Y así quedan abiertos al anuncio explícito de Jesús.

Les dejo, para terminar, una cita que a mí me inspira mucho. Eloi Leclerc, su autor, la pone en labios de San Francisco en su libro “Sabiduría de un Pobre”:

El Señor nos ha enviado a evangelizar a los hombres, pero ¿has pensado ya en lo que es evangelizar a los hombres? Mira, evangelizar a un hombre es decirle: “Tú también eres amado de Dios en el Señor Jesús”. Y no sólo decirlo, sino pensarlo realmente. Y no sólo pensarlo, sino portarse con este hombre de tal manera que sienta y descubra que hay en él algo de salvado, algo más grande y más noble de e lo que él pensaba y que se despierta así a una nueva conciencia de sí. Eso es anunciarle la Buena Nueva y eso no podemos hacerlo más que ofreciéndole nuestra amistad: un amistad real, desinteresada, sin condescendencia, hecha de confianza y de estima profunda. Es preciso ir hacia los hombres. La tarea es delicada. El mundo de los hombres es un inmenso campo de lucha por la riqueza y el poder, y demasiados sufrimientos y atrocidades les ocultan el rostro de Dios. Es preciso, sobre todo, que al ir hacia ellos no les aparezcamos como una nueva especie de competidores. Debemos ser en medio de ellos testigos pacíficos del Todopoderoso, hombres sin avaricias y sin desprecios, capaces de hacerse realmente sus amigos. Es nuestra amistad lo que ellos esperan, una amistad que les haga sentir que son amados de Dios y salvados en Jesucristo

Eduardo Mangiarotti
Seminario San Agustín
19 de octubre de 2004
[1] Los ejemplos son numerosos, pero quizás se ve más claramente en una leída global del Evangelio de Lucas, que está pensado como un verdadero itinerario que Jesús recorre con sus discípulos detrás.

Viviendo en la fuerza del Espíritu (sobre el Espíritu Santo)

Viviendo en la fuerza del Espíritu


A la hora de reflexionar sobre el Espíritu Santo vemos que ya no es, como en otras épocas, "el gran desconocido". La Renovación Carismática, la importancia que tiene hoy el sacramento de la Confirmación, el número creciente de grupos de misión, y otras influencias dentro de la Iglesia han hecho que la tercera persona de la Trinidad vaya ganando en presencia en la vida espiritual del Pueblo de Dios. De todos modos, suele percibírselo de una manera vaga. Todos nos hacemos una imagen más o menos personal del Padre y de Jesús, pero el Espíritu Santo muchas veces parece asemejarse más a una especie de "fuerza", al mejor estilo de la Guerra de las Galaxias, que a una persona.

¿Cómo hacer para ir personalizando nuestra relación con el Espíritu Santo, para descubrirlo mejor y dejarlo entrar plenamente en nuestras vidas? Tenemos que mirar al Señor Jesús, el Ungido por el Espíritu, el hombre espiritual por excelencia. Y desde allí, descubrir al Fuego de Dios obrando también en nuestras vidas.


1. Jesús, impulsado por el Espíritu

"El espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido para anunciar
la buena noticia a los pobres;
él me ha enviado a proclamar
la liberación a los cautivos,
a dar vista a los ciegos,
a liberar a los oprimidos
y a proclamar un año de gracia del Señor."
[1]

Con este texto de Isaías empieza Jesús su ministerio, su misión pública. El Espíritu lo lleva a predicar el Evangelio. El poder del Reino se manifiesta en Jesús por la fuerza del Dedo de Dios[2]. Él lo acompaña a lo largo de todo su camino y lo guía hacia la Pascua. El Paráclito es a la vez el que impulsa a Jesús a lo largo de todo su sendero pascual, y el regalo máximo del Señor resucitado.
Cuando profundizamos en la Palabra, descubrimos que el Espíritu Santo está obrando ya en el principio de la vida terrena de Jesús. Ya en el seno de María él está actuando, haciendo que Jesús sea concebido en el vientre de la Virgencita[3]. Luego se manifiesta en su Bautismo[4], descendiendo sobre él. A partir de ese momento empieza a co-protagonizar su misión.
Vamos a desglosar de a poquito algunos de estos momentos en que el Espíritu Santo se revela especialmente ligado a la vida y la misión de Jesús para tratar de comprender mejor nuestra existencia y nuestra vocación misionera.

2. La concepción de Jesús[5]

El texto de la Anunciación es uno de los más amados y proclamados por la Iglesia. Sin embargo, solemos verlo desde la perspectiva de María, y nos olvidamos que aquí hay otro gran protagonista: el Espíritu Santo, que cubre con su sombra a María. Él concibe a Jesús en el seno de esta chiquita de Nazaret, y allí comienza una historia que todavía hoy sigue renovando al mundo.

La maternidad de Jesús como la vivió María es única y especialísima, vivida sólo por ella. Sin embargo, la tradición fue viendo como todos los que por el Bautismo y la vida de fe se abrían, como ella, a la acción del Espíritu Santo, vivían una cierta “maternidad espiritual” de Jesús. Cuando nos volvemos material dócil para la obra de Dios en nosotros, engendramos en nuestro corazón a Jesús para nosotros mismos, y para los demás.

La misión nos manifiesta de un modo especial esta "maternidad" de Jesús que podemos vivir todos los fieles. Por un lado, en ella (sobre todo en las primeras) experimentamos generalmente un fuerte crecimiento espiritual. A veces este crecimiento puede ser doloroso (se nos cae el velo de los ojos y percibimos de manera intensa nuestra limitación, debilidad o pecado). Pero esto no quita que sea crecimiento. ¡No hay embarazo ni nacimiento sin dolores de parto! Por otra parte, experimentamos como Jesús se va gestando en la vida de los demás, y como este alumbramiento también lleva tiempo y muchas veces sufrimiento, tanto nuestro como de los misionados[6].

Todo esto se va realizando por la fuerza del Espíritu. En el Antiguo Testamento, la palabra utilizada para nombrar al Espíritu era ruah, que es un término femenino para designar el aliento, la fuerza, la vida. Aletea en el principio de la creación[7] y empieza ahora esta nueva creación que es la obra salvadora de Jesús. Mirar al espíritu desde esta perspectiva femenina nos ayuda, pues su misión es generar vida. Un autor importante de nuestra América Latina lo designa el "principio divino-maternal".
Esta “maternidad” del Espíritu es clave en nuestra existencia, pues Jesús nos lo envía para no dejarnos solos[8]. Él nos hace descubrir al Abbá[9], nuestro Papá Dios, nos consuela y nos enseña a orar[10]... ¡como hacen nuestras mamás! Y nos descubren una clave importante de la misión de Jesús y la nuestra: misionar es generar vida[11] y destruir la muerte, haciendo que la vida de Dios se haga carne en todos los aspectos de la vida humana. Esta vitalidad que regala Dios por la fe se obra por el Espíritu, “Señor y Dador de Vida”[12].

3. El Bautismo de Jesús[13]

El Bautismo es un episodio clave para entender la persona de Jesús. Allí, él se descubre como el Hijo amado del Padre por la acción del Espíritu Santo. Esta experiencia impregnará todos los aspectos de su misión, sus palabras y sus gestos. Sólo desde la experiencia que Jesús tiene de su Abbá, su papá, podemos entender su vida y su Pascua.
¿Cuál es aquí la función del Espíritu? El Espíritu vincula al Padre con Jesús. Él le regala a Jesús el don de saberse hijo. Cumple una función de vinculación.

A medida que los primeros cristianos fueron profundizando en la vida y las palabras de Jesús, fueron descubriendo que este vínculo que el Espíritu realizaba entre el Padre y el Hijo era su misma esencia, que era el Amor entre el Padre y el Hijo. En el Espíritu, el Padre reconoce al Hijo y viceversa. Este mismo vínculo se manifestó en el Bautismo del Señor.

Pongamos ahora la mirada en nuestras vidas. El ir descubriendo que somos amados por Dios nos revela nuestra identidad más profunda: somos hijos en el Hijo. El amor de Dios también nos va vinculando con Él y "personalizando". Nuestro vínculo con el Padre nos hace sentirnos personas con dignidad ¡pues lo somos realmente! Y hace que no sucumbamos ante el pecado, o antes las distintas corrientes de muerte que suelen fluir en torno a nosotros. El pecado desfigura nuestro rostro interior, siendo su momento culminante cuando nos hace irreconocibles a nosotros mismos.

El Espíritu es quien obra este milagro de vinculación en nosotros. Como es el Amor, el Vínculo entre el Padre y el Hijo, su misión en la tierra es ir generando comunión. Nos regala el ser hijos de Dios, y también hermanos entre nosotros. Él es quien funda las comunidades, Él es quien mantiene la Iglesia[14]. Por eso, donde está el Espíritu, está la unidad. Unidad que no significa uniformidad. Vivir en comunión no quiere decir que seamos todos igualitos y cortados por la misma tijera. Es intentar vivir en nuestras familias, nuestras comunidades, esa misma unión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu: suprema diversidad y a la vez infinita unidad. El Espíritu hace que nosotros nos unamos sin perder nuestras peculiaridades, sino poniéndolas como dones al servicio de los demás (nuestros carismas).

¿De dónde beber el agua viva del Espíritu? Hay dos lugares que me vienen ahora a la mente.
La oración, especialmente la comunitaria[15], es donde podemos pedir con especial fuerza la venida del Consolador, que el Padre desea darnos ardientemente[16]. Cada vez que nos reunimos para rezar, reproducimos ese misterio de amor que es la Trinidad. Allí el Espíritu vuelve a repetir ese milagro de comunión que es la unidad de los Tres, y la apertura a la misión.

Los sacramentos son el otro camino. Por el Espíritu, las palabras y los gestos sacramentales se vuelven eficaces y así son un canal de divinización para nosotros, para que nuestra vida sea irrigada por la corriente de vida que es el Don-Persona de Dios, el Espíritu Santo.

4. La misión, tiempo del Espíritu

El Evangelio de Juan nos muestra que la misión y el envío del Espíritu están íntimamente unidos[17]. Compartir la vida de Jesús que se nos da en el Santificador nos hace también compartir su misión. Por eso, el Espíritu Santo es el gran protagonista de todo el proceso evangelizador. Él nos vincula con la Trinidad para que continuemos la misión del Hijo en Su fuerza y así llevemos a todos los hombres al Padre. Somos instrumentos de la Trinidad en la medida en que nos abrimos a la conducción del Espíritu Santo.

Así, volvemos a ver que la fecundidad de nuestra misión no depende de nuestras fuerzas, sino de la intensidad de nuestro amor, de nuestra unión en el Espíritu. Ahora sabemos que amarnos entre nosotros no es simplemente una cuestión de actitudes, sino algo infinitamente más profundo: es vivir en la fuerza del Espíritu la comunión que vive internamente la Trinidad, y por eso, es la mejor forma de misionar. Desde lo que somos, y no sólo desde lo que hacemos. Nuestra unidad es el mejor y el primer testimonio.

A la vez, el Espíritu siempre proyecta hacia fuera, hacia los demás, hacia la misión. Desde la comunión en que vivimos, nos vemos impulsados a compartir lo vivido, a buscar a los otros. En este éxodo hacia los hermanos, el Paráclito nos regala el don del discernimiento, pues en la misión estamos desprovistos de muchas ayudas humanas: es un tiempo para gustar especialmente el don de consejo. En general tenemos que tomar soluciones de manera rápida, y estar siempre flexibles, atentos a muchas situaciones nuevas[18] que nos piden reformular muchas de nuestras concepciones y expectativas.

5. María, sagrario del Espíritu Santo[19]

Quisiera terminar esta reflexión sobre el Espíritu mirando a María. Ella es de forma especial santuario del Espíritu de Jesús. En ella, la docilidad al Espíritu es total[20]; sus gestos logran que los demás también perciban su acción santificante[21]; y en la primera comunidad, en torno a ella se unen los discípulos para pedir su venida[22].
Todo esto nos muestra que María está unida de una forma especial a la acción del Espíritu Santo. La oración a María trae como fruto una docilidad más intensa a lo que Él quiera decirnos y una vitalidad más profunda por su acción en nosotros. Pidámosle a ella que nos sumerja en lo profundo de la hoguera del Espíritu, para ser, como María, sagrarios vivos, presencia comunicante de la acción de Dios en medio de los hombres.

Edu Mangiarotti
Parroquia Santa Teresita, 3 de septiembre de 2002

[1] Lc 4, 18-19
[2] Cf. Lc 11, 20. Esta era una forma de llamar al Espíritu de Dios que la Iglesia conservó. Por ejemplo, en el famoso Veni Creator: "En cada sacramento te nos das/dedo de la diestra paternal/eres tú la promesa que el Padre nos dio/con tu palabra enriqueces nuestro cantar".
[3] Lc 1, 35
[4] Lc 3, 21-22
[5] (Lc 1, 26-38)
[6] San Pablo, el gran misionero de la Iglesia Primitiva, le escribía a una de sus comunidades de esta manera: "¡Hijos míos, por quienes estoy sufriendo de nuevo dolores de parto hasta que Cristo llegue a tomar forma definitiva en ustedes!" (Gál 4, 19).
[7] Gn 1, 2
[8] Jn 14, 28
[9] Gál 4, 6
[10] Rm 8, 26
[11] Jn 10, 10
[12] Credo Niceno-Constantinopolitano
[13] Lc 3, 21-22
[14] Durante la celebración eucarística, se pide de forma explícita la acción del Espíritu Santo en dos momentos: antes de la consagración sobre el pan y el vino (se le llama epíclesis de consagración) y durante las intercesiones, sobre la Iglesia (se le llama epíclesis de comunión). Esto quiere decir que la fuerza que hace que el Pan y el Vino se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Jesús ¡hace que nosotros seamos Iglesia!
[15] Cf. Hchs 1, 14
[16] Cf. Lc 11, 13
[17] Jn 20, 21-23
[18] En nuestra primera misión en San Clemente, este último verano, nos sorprendimos por la proliferación de Iglesias Evangelistas en la ciudad. Después de pensarlo un poco hicimos una opción por incluir un trabajo ecuménico dentro de la misión, visitándonos mutuamente los miembros de las Iglesias y participando con ellos del culto hasta llegar a la oración por la Paz que compartimos el 1 de enero. Creo que esto fue un discernimiento obrado por don del Espíritu y un signo claro de que Él estaba obrando allí en la misión.
[19] Constitución Dogmática Lumen Gentium, sobre la Iglesia, n. 53
[20] Lc 1, 26-38
[21] Lc 1, 41-42
[22] Hch 1, 14

miércoles, febrero 16, 2005

Que venga tu Reino

“...venga tu Reino...” (Lc 11, 2b)

La idea del “Reino de Dios”, pedir “la venida del Reino” y expresiones similares resuenan constantemente en nuestros oídos. Cada vez que rezamos el Padre Nuestro, en las oraciones de la misa, en numerosos textos bíblicos el Reino se hace presente en nuestra oración y reflexión.
Sin embargo, la experiencia nos muestra que la mayoría de las veces la “categoría” del Reino de Dios no es algo muy vinculado a nuestra vida espiritual, ni siquiera en el caso de los misioneros. Así, nos perdemos uno de los aspectos centrales de nuestra fe, y se nos escapa una de las grandes pasiones de Jesús: el anuncio del Reino. Vamos a poner nuestra mirada en el Señor, para que él vuelva a descubrir el velo de su corazón y así podamos acercarnos a este misterio tan hermoso y especialmente vinculado a la misión.

1. “... empezó Jesús a predicar diciendo: - Conviértanse, porque está llegando el Reino de los Cielos.”
[1]

Así empieza la vida pública de Jesús, con este anuncio un tanto misterioso. La expresión “Reino de Dios”, sólo aparece ¡una vez! en todo el Antiguo Testamento. Y de hecho, después de Jesús, no parece ser el tema más abarcado por los primeros misioneros. Los apóstoles no predican el Reino, sino que anuncian a Jesús muerto y crucificado. ¡Estamos ante algo que nos viene directamente de él!

Ahora, ¿qué significa “Reino de Dios”? No es algo que se pueda definir. Es una realidad muy rica y profunda como para decir: “El Reino es esto o aquello”. Nos podemos acercar a él viendo las palabras y los gestos de Jesús. Esto ya nos revela algo: el lugar privilegiado para entender el Reino es el mismo Jesucristo. Volveremos un poco más adelante sobre este aspecto. Una buena “descripción” de qué es el Reino me fue dada por uno de mis profesores: “El Reino es Dios que se empieza a meter en la vida de la gente”. Viendo cómo obra Dios entre los hombres, empezamos a entender el dinamismo del Reino. Y podemos sacar muchas conclusiones para nuestra vida misionera. Para esto, tomemos algunos pasajes del Evangelio y profundicemos desde ellos. Tengamos en cuenta que no agotan la realidad del Reino. Simplemente los elegí porque creo que de una forma u otra arrojan más luz en este momento de nuestro camino. Así que desempolvemos la Biblia y emprendamos el viaje

2. El Reino que sana e integra: el leproso (Mc 1, 40-45) y Mateo (Mt 9, 9-12)

El leproso

El relato del leproso nos muestra a este Jesús, que, como veíamos en la primer ficha, traspasa fronteras. Aquí vemos una de las características del poder del Reino que se manifiesta en Jesús: salir a buscar a los olvidados. La curación del leproso no tiene por fin simplemente sanar, sino restituir al enfermo a su comunidad. Esto es, lo importante eran los vínculos que se quebraban al quedar enfermo (porque para los judíos la enfermedad era un castigo por el pecado cometido, así que se cortaban los lazos entre el enfermo, la comunidad y Dios). La fuerza del Reino hace que los que estaban afuera recuperen sus vínculos.
La sanación nos muestra que el Reino se hace presente dondequiera que la gente crece en libertad, supera y rompe sus cadenas. Y esto por la compasión de Dios, porque la acción de Dios es compasiva (sufre-con la gente). Jesús asume el dolor del otro, lo toca. El Reino es Dios que se inclina sobre el sufrimiento del hermano y lo libera de él.

Mateo

La vocación de Mateo está puesta en el centro de una seguidilla de milagros que manifiestan el poder de Jesús. ¿Qué hace en medio de tantos signos grandiosos este llamado, sencillo, que culmina con Jesús almorzando con los pecadores?
El secreto es que este relato también es una historia de sanación. Pero de una sanación más importante que la de la enfermedad física: la del corazón. El relato de Mateo está en el centro porque el Reino no se manifiesta con fuerza donde los enfermos se curan, sino donde la vida de la gente cambia[2]. Y que aquí se empieza a adelantar el cielo. ¡El cielo cristiano no está al final del camino! Se va manifestando en la vida de cada día, cada vez que el Espíritu de Jesús va haciendo presente “en semilla” el amor definitivo que viviremos en el Paraíso.
Mateo, como el leproso, se descubre amado por Jesús, y eso lo invita a seguir al Nazareno, a abandonar su mesa de cambios (el lugar del pecado, donde se encuentra sentado-estancado), y a ponerse en camino detrás de él.

Como misioneros, nosotros somos un signo de este Reino de Dios, que se manifiesta justamente en los lugares más alejados. Cada acto de amor gratuito que realizamos (y la misión es un tiempo especialmente fuerte para esto), hace llegar a los demás la iniciativa misericordiosa del Señor, partiendo desde nuestra propia experiencia de ser salvados, amados, valorados. Compartimos lo que hemos recibido, como nos dice Jesús al enviarnos: “... gratis lo han recibido, entréguenlo también gratis.”[3]
Somos quienes muchas veces vemos y tocamos las situaciones que otros no pueden o quieren tocar. Cada vez que por nuestras palabras, nuestros gestos o nuestra sencilla presencia, alguien puede ser consolado u alegrado, cada vez que alguien vuelve a la comunidad por el ministerio de los misioneros, el Reino de Dios sigue llegando con poder a los más necesitados, los preferidos del amor de Dios.

3. El Reino que crece: la semilla de mostaza (Mt 13, 31-32) y la que germina por sí sola (Mc 4, 26-29)

La semilla de mostaza

Esta parábola nos muestra que el crecimiento del Reino no obedece a nuestros criterios de efectividad y producción. El Reino sigue las leyes de la vida, y el crecimiento de la vida siempre es lento. No podemos pretender cambios de la noche a la mañana, ni pensar que una semana de misión hará milagros. Pero este texto nos llena de esperanza, porque nos recuerda una constante de la Historia de Salvación: que Dios es un enamorado de los comienzos pequeños. Pensemos en la locura de un Anciano como Abraham que se pone en camino en su vejez tras la promesa de descendencia. En la miseria de un pueblo explotado por el imperio más poderoso del mundo antiguo que es liberado por el Señor y sobrevivirá a lo largo de 5000 años. En la sencillez de un carpintero y sus amigos pescadores que empiezan una aventura distinta. Y en la locura de un grupo de chicos que hace cinco años armaron un grupo de misión que sigue creciendo más y más. Por eso, nos animamos a seguir, descubriendo que en la pobreza de medios de la misión, se manifiesta más transparentemente la fuerza del Reino.
Y que justamente porque somos pocos, allí el Señor quiere estar con más intensidad[4].

La semilla que crece por sí sola

Una vez más, Jesús se vale de la naturaleza para explicarnos cómo se desenvuelve el Reino. Sorprende escuchar que el sembrador no cuida de la semilla. Simplemente la deja ser y ella crece sola.
Al leerla tomamos conciencia de una dimensión fundamental del Reino: este brota de la iniciativa de Dios.
El Reino no crece a fuerza de voluntarismo ni de planes bien armados. Es el amor del Padre el que hace que su acción siga manifestándose en la vida de los hombres.

Como misioneros, a veces podemos olvidar esta iniciativa primordial del Señor. Estamos para ayudar a preparar la venida del Reino[5]. Pero no somos los que dimos el puntapié inicial. En la oración recordamos especialmente esta verdad: que toda nuestra fecundidad depende de la respuesta entusiasta al primer paso de Dios.
A la vez, la imagen que Jesús nos regala es muy liberadora. Es muy difícil captar la eficacia de nuestras palabras y gestos durante la misión. En más de una oportunidad, gente a la que creíamos muy entusiasmada con nuestra propuesta no responderá, y personas que parecían habernos atendido tibiamente aparecerá en los encuentros o en la misa. Y aunque así no fuera, nosotros sabemos que la semilla ha sido sembrada. Y que esta crece, aunque no sepamos cómo. Este es quizás uno de los aspectos más difíciles de la vida del misionero: ir aprendiendo que nos movemos pensando en ser fecundos, no productivos. Pero a la vez, nos sentimos en paz al porque hemos depositado nuestra confianza en la acción de Dios, el único que puede tocar los corazones.

4. Un Reino que no es algo, sino alguien

Decíamos un poco más arriba que al ver las palabras y los gestos de Jesús (basten los ejemplos anteriores para demostrarlo) descubrimos que es justamente en su vida donde descubrimos el Reino y cómo este trabaja.
Después de la Pascua de Jesús, los apóstoles empiezan a predicar a Cristo muerto y resucitado. ¿Qué sucedió? Simplemente que fueron descubriendo este misterio del Reino llegando a su plenitud entre la Cruz del Viernes y la Luz del Domingo. Dios se había metido tan a fondo en la vida de los hombres que había traspasado los umbrales de la muerte y, así como su poder había brillado en los cuerpos enfermos de los paralíticos y en los corazones de los pecadores, reengendrando la vida, ahora llegaba a su punto culminante, trayendo de entre los muertos a Cristo. Mostrándonos no sólo el poder de Dios sobre la muerte por su gran amor, sino la vida en abundancia a que nos invitaba[6].
Juan Pablo II lo sintetiza de forma notable en la encíclica Redemptoris Missio:

“El Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen de Dios invisible.”[7]

Así, descubrimos que el misterio de la acción de Dios en la vida de los hombres, se revela a través de la acción de una persona. Es a través de la mediación de hombres como el Reino se va haciendo paso.
Uno de los grandes misterios de la Historia de la Salvación es que Dios nunca quiere actuar solo: siempre pide nuestra participación. Él puede (y de hecho a veces lo hace) obrar directamente. Pero casi siempre elige que nosotros participemos libremente de su obra salvadora.

La misión es un tiempo especial para comprobar existencialmente esta verdad. Cada vez que nos abrimos al amor de nuestro Padre abriéndose paso en nuestra vida por la fuerza del Espíritu, el rostro de Jesús vuelve a manifestarse en la vida de los demás (y en la nuestra). Las misiones son fuertes tiempos “del Reino”. Nuestra pobreza de medios y de tiempo, la pequeñez de nuestros gestos, y todos los límites morales y espirituales que experimentamos durante la misión hacen que la fecundidad de nuestros esfuerzos sean aún más notables. Se debe a que el Señor está actuando a través nuestro.

Es bueno recordar esta doble dimensión del Reino (la acción de Dios en la vida de la gente –primera dimensión- que se manifiesta plenamente en la muerte y resurrección de Jesús –segunda dimensión-.) Pues si olvidamos la primera pensamos que nuestra misión es estéril si no llegamos a hablar directamente de Jesús. Pero el Reino llega en cada gesto de amor. Y si no recordamos la segunda estaremos haciendo buenas obras, pero perderemos de vista el corazón que une cada palabra y gesto de nuestra vida: el amor de Jesús. No debemos desdeñar esta polaridad.

Como comunidad misionera, somos una pequeña Iglesia. Y ella es siempre signo, instrumento y germen del Reino[8].
Signo, porque cada vez que nos hacemos presentes frente al sufrimiento y la necesidad del hermano, lo hacemos ver más allá de nosotros, hacia el designio amoroso de Dios que nos hace llegar hasta él.
Instrumento, siempre que elegimos libremente colaborar con la obra de la Trinidad entre los hombres.
Germen, porque, como la semilla de la parábola, vamos creciendo de a poco, y así, esperamos la venida definitiva del Reino, cuando Dios sea todo en todos.


Eduardo Mangiarotti
Parroquia Santa Teresita, 25 de agosto de 2002
[1] Mt 1, 16
[2] En la diócesis de San Isidro funciona un retiro-impacto que trabaja especialmente con adictos a la droga. Se llama Columna. Los que lo coordinan han pasado exactamente por las mismas situaciones que los “columnistas”: son ex drogadictos, ex convictos, ex ladrones o asesinos. Cuando los chicos llegan a la Columna todavía el primer día se pueden drogar. Cuando uno llega al cierre de una Columna no puede creer el cambio interior de los columnistas. Y entonces se vuelve a descubrir que el mayor milagro del Reino es la conversión. Que en donde reina la muerte con más fuerza, que no es en el cuerpo, sino en el corazón, irrumpe el Dios de la vida con toda su fuerza.
[3] Mt 10, 8b.
[4] Esta relación entre pobreza de medios y fecundidad que regala el Señor está en toda la Biblia, pero les recomiendo especialmente el relato de Gedeón, un joven que con un puñado de israelitas vence a sus enemigos, y un texto de Pablo muy conocido: 2 Cor 4, 7- 5, 10 y Jueces 7
[5] Pleg. Euc. sobre la Reconciliación I
[6] Jn 10, 10
[7] Redemptoris missio, nº 18
[8] Ídem.

Más allá de las fronteras (sobre la misión)

“Más allá de las fronteras”

“En este momento, llegaron sus discípulos y se sorprendieron de que Jesús estuviera hablando con una mujer...” Jn 4, 27ª.

Elegir este pequeño fragmento del diálogo de Jesús con la samaritana puede parecer extraño a la hora de pensar en la misión. ¿Por qué este texto? Porque quisiera, en orden a reflexionar sobre qué significa evangelizar, tomar un acontecimiento como punto de partida. Es, casi siempre, lo primero que nos ocurre a la hora de salir hacia la misión: traspasar fronteras.

Jesús, hombre de fronteras

El Evangelio nos muestra constantemente a Jesús yendo más allá de las fronteras religiosas de su tiempo. Sin negar todo lo rico que hay en su tradición religiosa (no viene a cambiar ni un punto ni una i de la ley), no se deja atrapar por las rigideces y formalismos de su época, sino que toma lo mejor de la misma, lo encarna, lo profundiza... y lo lleva más allá.
En toda la praxis de Jesús, en todo su ministerio, lo descubrimos quebrando barreras. Se acerca a todos aquellos que eran considerados impuros o despreciables: los enfermos, los pobres, los pecadores... ¡inclusive a los muertos! Puesto que entrar en contacto con ellos implicaba quedar “contagiado” de la impureza que ellos poseían.
Sin embargo, Jesús cruza esa frontera de su tradición (o mejor, del tradicionalismo religioso del momento), y, no sólo no queda manchado por la impureza de aquellos a quienes se acerca, sino que transmite su propia pureza con sus gestos y palabras. Y entonces cura, exorciza, reconcilia... ¡en la frontera se da el milagro!

A medida que profundizamos, descubrimos en estos “cruces de frontera” que realiza Jesús, algo aún más profundo. Él es el Hijo, el Amado de Dios, que desde el corazón de la Trinidad “cruza las fronteras” del cielo para entrar en la historia de los hombres. Se derrama en la historia, asumiendo todo lo humano, salvo el pecado.
Y así, lleva a la plenitud el camino que Dios venía realizando con Israel, pues Él constantemente había salido de sí para buscar al hombre, y había invitado a su Pueblo a desarrollar un corazón cada vez más universal.
Pero este cruce de barreras que Jesús realiza en la Encarnación anticipa el más definitivo, el traspasar el límite de la muerte, para volver de allí victorioso y resucitado por el Padre en la fuerza del Espíritu Santo. Él cruza la frontera que sólo Dios podía franquear: la del dolor y la alienación provocados por el pecado y su fruto definitivo, la muerte. Hasta allí lo lleva su misión, y de allí vuelve, pero no para quedarse quieto.

Él envía a los apóstoles, como el Padre lo envió a él. A partir de la entrega del Espíritu Santo, los Doce no son simples repetidores de las palabras de Jesús. Empiezan a compartir su vida, y por eso, también su misión. Ellos repiten en su existencia el Éxodo que realizó Jesús, saliendo del corazón de Dios hasta las profundidades de la muerte y siendo allí resucitados. En ellos se da este cruce de límites, para que la Palabra llegue a todos. Y desde ese entonces, cada uno de nosotros está invitado a esa misma experiencia, compartiendo la vida de Dios por el bautismo y por ende, también su tarea de hacer llegar el amor a cada hombre y mujer del mundo.

2. ¿Y nosotros qué tenemos que ver con todo esto?

Volvamos un poco a nuestra experiencia misionera. No dudo que cada uno de nosotros tiene muy grabada en su corazón la primera vez que misionó: por distintos motivos.

En la misión hacemos una experiencia muy fuerte de desfasaje. Salimos de todo lo ordinario que nos rodea: dejamos por unos días a nuestras familias, amigos y comunidad; a la vez, vamos hacia un lugar con una forma distinta de encarar la vida, la fe, los vínculos... con una experiencia de Dios distinta, y muchas cosas más. El lugar de misión se nos presenta con una historia que no es la nuestra. No sólo eso, sino que muchas veces no responde a nuestras expectativas evangelizadoras. Quizás en aquel lugar esperábamos una gran fecundidad todo se nos presenta árido. Y allí donde no teníamos puestas demasiadas esperanzas se nos manifiesta una respuesta increíble de la gente.
Además, en general, la misión nos revela un mundo al que muchas veces habíamos permanecido ajenos: el del dolor y la pobreza. En efecto, especialmente si uno se dirige al interior, va descubriendo la inmensa miseria moral y material del pueblo, que está a veces verdaderamente crucificado (después descubrimos que es igual aquí en la ciudad). Y frente a eso descubrimos de una manera nueva nuestra forma de vivir, tener y crecer.

Esta experiencia puede ser a veces muy dolorosa, pues captamos con más fuerza la fragilidad del otro y su entorno con la claridad que muchas veces da estar a una cierta distancia[i]. Pero además, percibimos con mayor luz lo inmensamente relativo de muchas cosas que nosotros solíamos dar por sentadas (desde nuestra estabilidad económica hasta nuestra forma de relacionarnos con Dios). Y esto nos desestructura y desestabiliza.

Y el viaje no se detiene allí. En la misión, por la intensidad emocional y espiritual que casi siempre vivimos, se nos revelan nuevos aspectos de nosotros mismos: reacciones, actitudes, sentimientos que no habíamos vivido antes, o gestos que antes no habíamos tenido, de repente emergen en nosotros, tanto positivos como inquietantes. Y así, franqueando los confines de nuestro pequeño mundo externo, descubrimos también que hemos entrado en un terreno nuevo de nuestro propio corazón. Cada misión es también un momento de autorrevelación. Pues todo viaje es también un recorrido interno.

Pero esto, que por momentos se nos puede antojar incómodo e inquietante, es una verdadera gracia, por dos grande motivos:

a) La misión nos invita a ser más libres, descubriendo que cosas en nuestra experiencia de Dios tiene sus matices, y pueden (y a veces deben) ser adaptados o aún eliminados, pero encontrando a la vez lo que es genuinamente nuestro y que puede servir para el crecimiento del otro. Podemos profundizar aún más en nuestra propia riqueza. Nos descubrimos únicos y capaces de entregar algo muy nuestro al mundo. Nuestras fragilidades quedan más expuestas, pero sólo así pueden ser sanadas y maduradas.
b) El descubrimiento de otro mundo nos abre a una etapa nueva. Encontramos otros que no somos nosotros, que merecen respeto pues su historia y su perspectiva también son sagradas. Y eso nos invita a dialogar desde el amor y la amistad.
Así, el Otro nos abre el tesoro de su corazón y la misión se vuelve oportunidad de enriquecernos con el camino recorrido por aquellos a quienes misionamos
c) El encuentro no se queda en un esto, sino que va generando vida, una vida nueva. Y esto es fruto de ambas partes, la misionera y la misionada. Aparecen nuevas formas de rezar, vivir y amar. Pensemos en uno de los mejores ejemplos: la imagen de la virgen de Guadalupe, donde se combinan de forma orgánica elementos de la cultura nahuátl con la europea.

Encontrar este equilibrio es algo difícil. Podemos caer en un relativismo que no nos permita enriquecer al otro con nuestra riqueza, y que además nos impida encontrar lo universal compartido con todos que nos une. O asustarnos ante lo nuevo y así rigidizar nuestras formas para evitar caer en una disolución de nuestra identidad. ¿Cómo hacer? Necesitamos volver a Jesús para descubrir como el Nazareno pudo romper fronteras sin dejar de ser él mismo.

3. “Tú eres mi Hijo amado...”

El texto de Lucas sobre el Bautismo de Jesús (que es desarrollado o nombrado en todos los Evangelios) nos puede dar una pista para encontrar el camino:

“Un día cuando se bautizaba mucha gente, también Jesús se bautizó. Y, mientras Jesús oraba se abrió el cielo, y el Espíritu Santo bajó sobre él en forma visible, como una paloma, y se oyó una voz que venía del cielo:
- Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco.”[ii]

Este texto es fundamental para entender a Jesús. En su bautismo, Jesús tiene un momento espiritualmente fortísimo. El Padre le revela de una forma inusitada quién es él por la fuerza del Espíritu Santo. Jesús se descubre como el Hijo amado de su Abbá, su papá. Y eso le cambia la vida para siempre.

Es notable que este episodio de la vida de Jesús está puesto justo antes de que empiece su ministerio, su actividad misionera. ¿Por qué? Porque Jesús empieza a misionar no desde lo que hace, sino desde lo que es. Este es un tema riquísimo, pero no para profundizar ahora. Lo que queremos destacar en este momento es que como Jesús se descubre intensamente amado por Dios, en Él se encuentra libre. Y esta experiencia de saberse amado por su Padre a Jesús le hace posible mantener las tensiones, rompiendo las fronteras pero respetando siempre su tradición religiosa, sin violencias innecesarias ni actitudes rebeldes estériles. Y desde esto no permite que su traspaso de límites le desdibuje su identidad. Él nunca deja de ser quién es.

Para nosotros es igual. En la medida en que nuestros vínculos, y sobre todo nuestro vínculo de amor con Dios es fuerte, nos atrevemos a atravesar barreras, sabiendo que el amor del Padre nos sostiene en Jesús por el impulso del Espíritu Santo. Pues estos vínculos nos hacen arraigarnos sanamente en nuestra identidad. De otra forma, o nos perdemos en la forma de ser del otro o nos endurecemos y no permitimos que el otro entre en nuestro corazón.

Por eso la misión es un tiempo fuerte para enriquecerse con otras experiencias de Iglesia, de vida, de fe, pero a la vez, para consolidar, conocer y amar mejor lo propio. Es aceptar esas tensiones y dejar que esto nos enriquezca.

¿Cómo mantenemos y fortalecemos ese vínculo? Se me ocurren dos caminos para recorrer.
El primero es ser perseverantes y cada vez más profundos en nuestra oración. Es llamativo que Lucas quiere enmarcar este momento fundante de la vida de Jesús en un contexto de oración. Es mientras rezamos que el Padre nos revela quiénes somos. Y es desde allí que descubrimos dónde el Espíritu nos lleva a romper fronteras.

El segundo es un sano realismo que nos permita ver las cosas tal cual son, reconociendo dónde hay algo mudable y dónde nuestra experiencia de Dios se nos revela como decisiva. Así, llamamos a las cosas por su nombre y vamos creciendo en vínculo con nuestro entorno.

Así, seguiremos creciendo hasta el día en que crucemos la frontera final, para ser infinitamente enriquecidos por aquel que siempre nos revela lo únicos que somos y lo Único y eternamente Nuevo que es él.

Eduardo Mangiarotti
Pquia. Santa Teresita, 12 de agosto de 2002

.
[i] Recuerdo una misión en Salta. Uno de mis compañeros y yo fuimos a visitar a una mujer. Separada y con un pequeño bebé que sufría de Síndrome de Down, esta señora vivía profundamente dolida por la pobreza que la obligaba a pelear todo el tiempo el tratamiento de su hijo y por la marginación a la que la tenía sometida el resto de la comunidad de su pueblo, aún la parroquial. Para mi compañero fue un terrible impacto: su situación, y la increíble fe y serenidad con que la vivía rompían un montón de esquemas que él hasta ese momento había considerado inamovibles. Volvimos a la parroquia y desde el principio de la misa hasta un buen rato después de finalizada la misma, mi amigo estuvo llorando terriblemente acongojado. Creo que él vivió de una manera increíblemente fuerte este traspaso de fronteras. Y que en ese momento Dios le regaló nacer a una nueva etapa de su fe.
[ii] Lc 3, 21-22

Regalar un tesoro (sobre la evangelización)

Regalar un tesoro

La última vez estuvimos reflexionando sobre la experiencia de traspasar fronteras que todos vivimos al misionar. Otro planteo que suele surgir al llegar a la misión, en parte como fruto de esta experiencia de desfasaje, es: ¿Y qué vengo a hacer acá? ¿En qué consiste misionar? ¿De qué va esto de evangelizar, y la evangelización, que suena más a un proceso químico que al anuncio de Jesús? Vamos a ir reflexionando, ayudados por Jesús, por el Magisterio de la Iglesia y por nuestra experiencia.

1. La Evangelización... ¿Y con qué se come eso?

Pablo VI, el Papa que llevó adelante el Concilio Vaticano II, nos regaló a modo de Testamento a todos los cristianos un documento que se llama Evangelii Nuntiandi. Es una reflexión excelente sobre la Evangelización. En este documento, a la hora de definirla, nos dice:

“Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad.”
[i]

¿Qué quiere decir esto? Por un lado, que la Evangelización no es algo para algunos, o para realizar en un templo o reunión religiosa, sino que abarca todas las actividades humanas. Esto nos invita a pensar en cómo nuestra vida cotidiana nos regala constantemente la oportunidad de compartir la Buena Noticia. El trabajo, los amigos, la familia, las actividades que realizamos todos los días (¡aún nuestros pasatiempos!) pueden volverse un lugar donde evangelizar.

Por otro lado, este anuncio se hace desde dentro, o sea, no como mirando un poco asustados o cayendo como comandos en distintas situaciones de la vida (¿Se imaginan pegarle un grito al quiosquero diciéndole: “¡Sonríe, Jesús te ha salvado!”?). Nos invita a asumir los distintos lugares, vínculos y actividades que realizamos y hacer que allí vayan naciendo actitudes y gestos evangélicos.

En esto, como siempre, seguimos el camino de Jesús. Jesús no cayó de un meteorito. Desde la eternidad, quiso tomar para sí nuestro ser humanos, el lenguaje, los sentimientos y las tradiciones de un pueblo. Se metió bien a fondo, se hizo carne y puso su casa entre nosotros
[ii]. Y desde adentro fue transformando las situaciones de muerte, pecado e injusticia que se daban alrededor de él. ¡Aún cuando no estuviese hablando explícitamente del Reino de su Abbá, de su Papá! Y esto porque todo su ser era Evangelizador, todos sus gestos y palabras eran Buena Noticia (y él, muerto y resucitado, es la Buena Noticia que estamos llamados a compartir). Esto nos recuerda que el primer paso para evangelizar siempre será...




2. El Testimonio

La Escritura nos dice que Jesús es el Testigo Fiel, o creíble
[iii]. En cada gesto suyo, se manifestaba el rostro amoroso de Dios. Verlo a él era ver a su Padre[iv]. Por eso, cada acción de Jesús era un interrogante para la gente de su tiempo. ¿Quién era este hombre, que hablaba y actuaba de manera tan distinta a los demás? Así, vemos que muchos se acercaban a preguntarle, interpelados por el estilo de vida tan singular de este carpinterito a quien de golpe se le había dado por hablar de Dios...

Cuando nosotros, animados por el Espíritu Santo, llenamos del amor de Dios cada cosa que hacemos, vamos transformando nuestro entorno y provocando preguntas: “¿Por qué estas personas se acercan a nosotros? ¿Por qué están tan alegres? ¿Por qué su preocupación por nosotros?” Y estos interrogantes son el surco de donde puede surgir el anuncio del Evangelio. Al dar testimonio, ya predicamos
[v].
El reverso de la moneda es que un anuncio sin el respaldo de una vida con valores evangélicos es más un anti-signo que otra cosa. Todos hemos escuchado alguna vez los comentarios sobre los Católicos, tan piadosos en misa y tan impíos en el trato con los hermanos.

Esto también nos recuerda que la Evangelización es un proceso lento, que lleva tiempo. Lo más probable es que otros recojan lo que nosotros sembramos. Pero tarde o temprano llega la pregunta por el motivo de nuestra acción. Y entonces no podemos permanecer callados.

3. “... dispuestos a dar respuesta a todo el que les pida razón de su esperanza”
[vi]

El testimonio queda trunco si no desemboca en algún momento en el anuncio explícito del Evangelio de Jesús. Queremos compartir con el mundo que nuestro motivo para salir al encuentro de los hombres es el de haber experimentado el amor de nuestro Padre que se manifestó en Jesús por la fuerza del Espíritu Santo, y que ese amor hoy se les ofrece por medio nuestro también a ellos. “No podemos callar lo que hemos visto y oído”
[vii].

Y entonces abrimos nuestro corazón para regalarles nuestro tesoro, que es el nombre, las palabras, el misterio, la vida de Jesús. Decirle al hermano que es amado por Dios, buscado apasionadamente por Él, que Jesús es todo lo que esta persona esperaba y más aún.

Pero aquí no termina todo...

4. “¿Qué hemos de hacer, hermanos?”
[viii]

Esto le preguntan a Pedro los primeros receptores del anuncio de Jesús resucitado. Porque la Evangelización no son palabras al viento. Es compartir la vida de Dios con personas de carne y hueso en una situación determinada. Y por eso, ella pide una respuesta concreta de quien la recibe.
Cuando los que reciben el anuncio lo reciben de corazón, su vida va cambiando, porque asumen el “programa de vida” de Jesús. En esto se manifestaba también la fuerza evangelizadora del ministerio de Jesús. No porque hablara mucho o bien, sino porque por donde Jesús pasaba, la vida de la gente cambiaba. Al descubrirse amados y valiosos a los ojos de Dios salían de la miseria física y espiritual. Los que se encontraban con Jesús se convertían en personas nuevas.

Esto mismo debe suceder cuando evangelizamos. Lo que nosotros le proponemos al que nos escucha empieza a ser vida para el otro sólo si este lo acoge en su corazón y lo traduce en actitudes y gestos que encarnen esta nueva decisión. Y no sólo esto, sino que produzcan el ingreso en la comunidad de la Iglesia.

5. Pasar la antorcha

La madurez de todo este camino se da cuando las personas con quienes compartimos el Evangelio se vuelven ellas mismas evangelizadoras, cuando empiezan a transmitir su experiencia de Dios a los demás
[ix].

Ahora bien, ya sabemos qué es Evangelizar, y cómo se va dando este proceso. Pero, ¿cuáles son los contenidos de esta Evangelización? Eso lo averiguaremos... en la próxima ficha. Les propongo, mientras un par de textos bíblicos que reflejan este proceso evangelizador. Un buen ejercicio es leerlos con la ficha al lado e ir descubriendo que rasgos peculiares encontramos de la forma de evangelizar de Jesús. Un abrazo y nos estamos viendo.

Gracia y paz,

Edu Mangiarotti
San Isidro, 17 de agosto de 2002


Textos propuestos:

ü Jn 4, 1-45
ü Mc 1, 40-45
ü Mc 5, 1-20
[i] Evangelii Nuntiandi, 18
[ii] Cf. Jn 1, 14
[iii] Ap 1, 5
[iv] Cf. Jn 14, 9b.
[v] Recuerdo que una chica perteneciente a un grupo de misión contaba que una señora paró a unos misioneros , sin saber qué hacían, para preguntarles ¡por qué estaban tan contentos! Qué hermoso es ver que hasta en una sonrisa podemos transmitir el amor de Jesús.
[vi] 1 Pe 3, 15
[vii] Hchs 4, 14
[viii] Hchs 2, 37b
[ix] La primera vez que misioné fui a Capilla del Señor. El grupo misionero cerraba un ciclo de cuatro años muy fecundo en el lugar. Se había armado un grupo de jóvenes muy lindo y sólido. Tanto así que ese mismo verano yo volví a misionar, esta vez en el Delta del Tigre, y un grupo de chicos de Capilla del Señor vino con nosotros. Les aseguro que hay pocas cosas tan emocionantes como ver a alguien a quien uno acompañó empezar a hacer el mismo un camino de misión, de evangelización, ya maduro en su fe.