Ora et labora: una fórmula que todavía funciona
Hace casi ya mil quinientos años, San Benito, el fundador de numerosos monasterios que se agruparían más tarde para ser conocidos como monjes benedictinos, acuño una frase que sería el lema de sus hermanos y pasaría a la historia como la síntesis de su misión y espiritualidad: "Ora et labora", "reza y trabaja".
Hoy en día nos puede resultar muy extraña la unión de dos palabras que no parecen tener demasiado que ver. ¿En qué se relaciona nuestra oración con el esfuerzo por ganar el pan de cada día? ¿Cómo nuestro diálogo con Dios influye o es influido por nuestro oficio u profesión? Pareciera que sólo los monjes pueden unir sin grandes complicaciones dos términos tan distintos. Y sin embargo, hoy queremos adentrarnos en el profundo vínculo que tienen, y trazar algunos caminos para unirlos cada vez más. Pero antes, pongamos las cosas en claro.
Despejando la maleza
Una de las mayores complicaciones a la hora de rezar es que no entendemos bien qué es exactamente la oración, o, si se prefiere, tenemos una cierta idea de qué significa rezar "bien", y descartamos cualquier otro modo como inválido, poco apropiado, o no tan bueno. Así, confundimos a veces la oración con repetición de fórmulas, o con un tiempo y un espacio que sólo podemos experimentar en un retiro o en la iglesia. Así vamos poniendo alambradas de púa en torno a la oración. La separamos de la vida, y no pueden encontrarse.
Otra dificultad reside en elegir la "materia" de nuestra oración. La Biblia, un buen libro de espiritualidad, una canción, los textos litúrgicos, son buenos trampolines para el encuentro con el Señor. Sin embargo, hoy queremos, sobre todo, encontrar la fuente de nuestra oración en los acontecimientos cotidianos, en lo que nos pasa en nuestro trabajo.
¿Y cuál es el sentido de todo esto?
La misión del bautizado, especialmente de los laicos, está en santificar la realidad en la que vive. Por el bautismo, recibe el participar en el sacerdocio de Jesús. Esto quiere decir que está llamado a santificar, a ofrecer a Dios su vida, sus afectos, su trabajo cotidianos, sus alegrías y dolores, para llenarlos con la buena noticia de Dios.
Esto trae dos consecuencias. La oración se vuelve entonces una necesidad para irradiar el amor del Señor en nuestras tareas. Pero a la vez, sabemos que nuestras ocupaciones pueden ser un sacramento para el encuentro con Dios, esto es, un signo de su presencia salvadora. ¡Dios nos está esperando en la oficina, en el aula, en el consultorio! ¡En el campo y en la ciudad, nos dirige su Palabra! De aquí que, por un lado, estemos llamados a una vida de oración intensa, que nos haga transparentar cada vez más la presencia del amor del Padre, y, por otro lado, busquemos enriquecer nuestra oración con el trabajo cotidiano.
¿Y cómo hacemos?
No existe "la oración" como tal. Existen personas orantes, mujeres y hombres que buscan a Dios y se dejan encontrar por él. Sería muy arriesgado pensar que hay sólo uno, dos, o tres caminos para la oración, pues hay tantos como personas. Dios es eterna novedad, manifestándose siempre de un modo distinto, buscando hablar en nuestro dialecto para que podamos entenderle. Aún así, sí podemos proponer algunos senderos a recorrer. Que cada uno tome a su gusto lo que le sirva, y lo someta a la mejor prueba de fuego que hay: la propia experiencia.
Detenerse y contemplar
Uno de los grandes males de nuestra cultura es la ansiedad (lo digo como víctima más que como denunciante). Nos cuesta detenernos, llevados por el vértigo y el miedo a que el vacío esté esperándonos detrás de nuestro ritmo afiebrado pero también anestésico. Además, admitámoslo: hoy da un cierto prestigio "estar a mil", y a quien no tenga cantidades monstruosas de actividad se lo tiene por vago. La oración se nos antoja más un privilegio o un entretenimiento para gente sin responsabilidades que una parte de nuestra vida.
No obstante, una posibilidad al alcance de todos en medio del trabajo cotidiano es frenar y... respirar. Para la contemplación hace falta detenerse, tomar un poco de distancia. Al menos por algunos segundos (quizás algún afortunado pueda dedicarle cinco minutos), pensar que estamos realizando algo importante. Que somos parte del trabajo fecundo de Dios; que lo que estamos haciendo en ese preciso instante forma parte del inmenso impulso de vida del Padre, que sigue sosteniendo el mundo y lo hace crecer. Descubrir que estamos inmersos en el amor creativo y creador de Dios, haciéndolo llegar a nuestra realidad. Dar gracias, pedir, ofrecer... y seguir trabajando. Quizás nos puede ayudar alguna breve jaculatoria, o simplemente, dejar que nuestro corazón se eleve a Dios por unos instantes.
La intercesión: dejar que los demás entren en nuestro corazón
Nuestro trabajo nos inserta en la sociedad, nos involucra en el ritmo de nuestras ciudades y pueblos, nos hace entrar en relación con mucha gente. Algunos pasan brevemente por nuestras vidas; otros comparten un buen tramo del camino. De un modo u otro, su presencia nos recuerda que la vida y el trabajo siempre son compartidos, tienen su origen y su destino en otros.
Algunos, por su tipo de trabajo, tienen más acceso al mundo de estas personas. Conocen sus vidas, sus preocupaciones y deseos, sus inquietudes y necesidades. Otros simplemente comparten el ajetreo de cada día con ellas. De un modo u otro, se vuelven una parte de nuestra vida. Y delante de Dios, la forma de expresarlo se llama intercesión. Quizás después de algún encuentro, o de un saludo (o de alguna discusión), presentarle esa persona a Jesús, pedirle por ella o ponerla en su presencia. Abrirse a la presencia del Señor en la oración nos llevará forzosamente a comprometernos más con el prójimo. Y ese compromiso a la vez alimentará nuestra oración delante de Dios, haciendo de la vida del hermano una parte de la nuestra.
Las dificultades y el cansancio
Pero no todas son rosas en el trabajo. Experimentamos a menudo nuestros propios límites en el mundo laboral: cuando el cansancio, la presión o los nervios nos juegan una mala pasada; cuando a pesar de nuestros esfuerzos las cosas no salen como quisiéramos; cuando no logramos relacionarnos con algún compañero o no sabemos cómo prestar nuestra ayuda a quien la solicita. Tocamos entonces el dolor del otro y el nuestro.
En esos momentos nos aproximamos al misterio de la cruz de Jesús. Vivimos la distancia entre nuestro corazón (nuestro deseo de amar y entregarnos) y nuestras manos (nuestra capacidad de obrar y actuar, nuestra eficacia). Nos toca, quizás, de un modo u otro, morir un poco: cediendo en criterios, sufriendo una crítica innecesaria o un cambio en nuestros planes... son muchas las dificultades que tenemos que enfrentar.
Vividos desde Dios, los momentos de dolor pueden ser portadores de salvación. Entregamos gratuitamente nuestro amor unido al de Jesús, para seguir salvando. Pero además, el dolor trae como fruto un despojo que nos une más a Dios y a los hombres. Pues todo sufrimiento nos va quitando la coraza que a veces llevamos puesta. Nos recuerda que estamos vivos y nos pone en contacto con nuestra fragilidad. La profunda necesidad que tenemos de Dios y de los demás (para ser consolados y escuchados) aflora en nuestro corazón. Y nuestra capacidad para compadecernos, para entender el dolor del otro, gana en profundidad y en luz.
Un camino extraordinario
El unir el trabajo a la oración hace que ambos se enriquezcan. La oración se encarna, se hace vida en nuestra vida; el trabajo gana una nueva dimensión, se hace un puente entre Dios y los hombres, y recibe una capacidad de transformación insospechada.
Unir estas dos dimensiones de nuestra vida nos ayudará en un camino de integración y plenitud, para que nuestro corazón, tanto en el trabajo como en la oración, vaya latiendo cada vez más en sintonía con el corazón de Dios y el de tantos hombres que día a día, salen al mundo a transformarlo con su afán.
Octubre de 2003