Una distinción muy importante a la hora de hacer nuestro camino espiritual es que no hay itinerario verdadero sin disciplina, es decir, sin una serie de hábitos que nos ayuden a crecer en libertad interior. Una vida de oración constante; un espacio de pertenencia comunitario y fraterno; algún tipo de servicio a los demás y un trabajo sincero por el autoconocimiento y la integración-superación personal en el plano de lo afectivo y moral son dimensiones insoslayables de cualquier recorrido hacia la plenitud. La palabra disciplina hoy no goza de buena prensa, pero quizás sea porque no logramos distinguirla de la estructura. No es lo mismo una persona disciplinada que una estructurada.
La disciplina nos exige, pero tiene sentido de la gradualidad y del contexto. Brota del interior y lleva a su vez a una vida "interiorizada", que por eso mismo se hace más espontánea y con el tiempo más sencilla. Por eso mismo la disciplina engendra libertad. Encauza energías y potencia capacidades. Necesita un marco, costumbres y ritos, pero estos están al servicio de quien los realiza, y así deben entenderse. Por eso la disciplina subsiste a lo largo de la vida y se convierte en una parte del corazón.
La estructura, por el contrario, se impone desde fuera y la persona tiene que adaptarse a ella a costa de sí misma. Está construida por ideales que se deben alcanzar a cualquier precio, y en general no se preocupa por el proceso interno de quienes las aceptan para sus vidas. Se trata de asimilar su propuesta sin una verdadera apropiación personal. Por eso mismo en general frente a los cambios y las crisis se viene abajo. No hay un núcleo íntimo que la sostenga.
Una buena manera para entender esta distinción (hasta ahora bastante teórica) es la que existe entre los cimientos y los andamios. Un cimiento sostiene por debajo, de manera invisible pero fundamental. Es el sustrato imprescindible para cualquier construcción sólida.
Por el contrario, un andamio es algo que sostiene desde fuera algo que por sí solo se vendría abajo. Pero no fortalece el interior. Simplemente aguanta y protege de un exterior que de todas maneras puede derrumbar todo con un descuido.
Frente a una realidad tan compleja como la de hoy, muchas personas hoy manifiestan una sed de espiritualidad sincera y profunda. Uno de los desafíos, sin embargo, es que para muchos esa sed está teñida de un anhelo por una estructura protectora de este mundo tan desbordante. No es fácil sostenerse en la perplejidad. Muchos optan, entonces, por caminos espirituales que resuelvan todo sin matices ni procesos. Si bien es cierto que todo inicio adolece de una cierta rigidez, el problema es cuando ésta no es un momento del viaje sino el hilo conductor de este camino. Esto se manifiesta en la inquietud frente a las preguntas, la dificultad para dialogar, el miedo a las personas y la obsesión con las normas y el cumplimiento, entre otras cosas.
Parece mentira, pero a despecho de tantos que profetizaban el fin de la religión, el inicio del nuevo milenio nos pone delante de los nuevos fundamentalismos, tanto en los nuevos movimientos espirituales como al interior de las grandes religiones tradicionales.
El riesgo es irse para el otro lado y negar la necesidad de marcos, hábitos y normas. Pero si estos se viven al interior de un proceso (con todo lo que esto implica: darle primacía a la persona, interioridad, autenticidad existencial, matices, etc.), entonces podemos hablar de una disciplina liberadora. Y de creyentes que construyen sobre cimientos sólidos.