En el Antiguo Testamento,
En el Nuevo Testamento, esta invitación se hace mucho más clara en Jesús. La mesa es el lugar donde él enseña y comparte, el lugar de la comunión con otros, donde todos (¡y especialmente los pecadores!) son llamados. En esa compartida sencilla, fraterna, Jesús manifiesta el amor de un Padre que nos invita a la alegría y el encuentro.
Y de todas las mesas que Jesús preside en los Evangelios, sobresale, por supuesto, la de la Última Cena. Es el momento de la traición y la angustia, pero, por eso mismo también, de la máxima entrega y de la intimidad total. Allí, Jesús no se guarda nada: dice lo que tiene en el corazón, y en los signos del pan fraccionado y el cáliz compartido encontramos simbolizada toda la vida de Jesús: darse a los demás para unirse a todos y para unirnos a todos.
Por eso, hay una felicidad escondida en la invitación que nos hace el sacerdote en la misa. La comunión es uno de los nombres más lindos de la felicidad... vivir en esa intimidad profunda con Dios y con los otros, sentir que Jesús nos une a todos al compartir el único pan, que encontramos en esa unión el sentido de nuestras vidas.
No es una felicidad cualquiera... en eso, la bienaventuranza de la eucaristía va en la misma dirección que las del sermón de la montaña... la felicidad que Jesús regala en la eucaristía atraviesa los dolores, es una felicidad pascual, probada y forjada a través de la cruz y del sepulcro. Por decirlo así, la comunión no es un calmante. Al contrario: es un encuentro ardiente con ese amor que nos compromete, y nos invita a recorrer su camino de entrega, a ser, donde nos corresponde, verdaderos servidores y testigos de la comunión.
La felicidad, el gozo de Jesús, es darse a sí mismo, amar como el Padre lo amó a él. Pero ese gozo se participa, se hace accesible a nuestros corazones en la eucaristía. “Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y este gozo sea completo”. La bienaventuranza de la comunión no puede nunca terminar en un encierro. Es necesario salir a los caminos, como el servidor anónimo de la parábola de los invitados que no fueron al banquete, para que nadie se quede fuera de esta fiesta, para que todos puedan participar del banquete de Jesús.
“Hay una felicidad en el sencillo don de sí mismo”, decía el Hno. Roger de Taizé. Es la felicidad eucarística, la que vive Jesús al entregarse al Padre y a nosotros, la que podemos vivir si, entrando en comunión con él, recorremos su camino de amor. Realmente, felices los invitados a la mesa del Señor, y felices quienes extienden su llamada a todos cuantos conocen, especialmente a los que están al borde del camino, esperando que alguien los convide a su mesa.
1 comentario:
Eduardo, vamos! en estos tiempos de tanto "movimiento", precisamos una "excusa" para pensar y reflexionar un poco otras cosas... Espero alguna otra buena lectura en tu blog pronto!Cariños CrisM
Publicar un comentario