Con los curas de la parroquia charlamos siempre lo que vamos a predicar este fin de semana, para compartir lo que la Palabra le sugiere a cada uno y para ir "hilando" temas y perspectivas. Esto es lo que salió de nuestro último encuentro para la fiesta de la Trinidad, acompañado por algunos textos del Magisterio.
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El cierre del tiempo pascual nos abre a la experiencia del tiempo durante el año. Después de haber recorrido el camino de la cruz y la resurrección, nos sumergimos de nuevo en el camino cotidiano de la Iglesia, pero siempre desde una mirada profunda, de fe. Caminamos ahora sabiendo que el año “está salvado”, que transitamos nuestra vida diaria pero siempre con el corazón puesto en la pascua, buscando descubrir la presencia del Resucitado en “lo de siempre”.
Pero además, como si la alegría de Pentecostés quisiera prolongarse aún un poco más, el tiempo pascual nos deja con dos regalos, frutos de la venida del Espíritu Santo que con tanto fervor e insistencia invocamos este último fin de semana: la revelación del corazón de Dios, cuyo nombre es Trinidad, comunión amorosa y misionera de personas; y el don de la Eucaristía, donde Dios no sólo se nos revela sino que nos comunica su amor, que celebramos al actualizar el misterio pascual de Jesús.
Así, celebramos hoy la fiesta de la Santísima Trinidad, un misterio de Alabanza y Comunión.
Antes que nada, esta es una fiesta de Alabanza... contemplamos deslumbrados y agradecidos el misterio de este Dios que con la venida del Espíritu se revela plenamente. Es un Dios de amor que se entrega, que sale a buscar al hombre. Tanto el texto del Éxodo como el de la carta de Pablo y el Evangelio tiene un elemento común: son revelaciones de este amor de Dios en medio de situaciones complejas, conflictivas. Difíciles.
Pareciera que cuanto más aparece en el mundo la dureza de corazón del hombre, más se empeña Dios en salir a nuestro encuentro con su misericordia y su gracia, en revelarnos que su plan para nosotros es de amor y salvación. La lectura del Éxodo está puesta en un contexto de infidelidad religiosa; la comunidad de Corinto atraviesa serios conflictos internos y divisiones; y Nicodemo, que es quien recibe el anuncio de Jesús, busca a tientas en medio de la noche y las dudas.
Por eso mismo, hoy nos acercamos para agradecer y dejarnos iluminar una vez más por este misterio de amor. La liturgia es el mejor marco para vivir esto, y las lecturas también tienen esta tonalidad litúrgica. Moisés cae de rodillas frente al amor compasivo de este Dios fiel y “lento para enojarse”, así como nosotros aquí nos ponemos de rodillas para contemplar humildemente la entrega de Jesús en la Eucaristía; el saludo de la paz que Pablo propone es el mismo de nuestras celebraciones eucarísticas, la expresión de esa comunión que Dios quiere regalarnos y que brota del ser más profundo de Dios.
Y como siempre, del misterio de alabanza y celebración brota nuestro compromiso de vida. Como celebramos, así queremos vivir. Por eso, el amor de la Trinidad... ese amor jugado, comprometido, es el que tiene que ir transformando nuestro corazón para que nosotros traduzcamos esa comunión en nuestra vida cotidiana. En medio de los numerosos desgarros que encontramos en nuestra sociedad; en nuestros barrios y en nuestras casas; en nuestras amistades; en los matrimonios, etc., estamos invitados a desarrollar un verdadero servicio de comunión.
La experiencia de esta unión profunda que Dios vive y que nos participa tendría que lanzarnos a buscar superar discordias y divisiones, a tener una actitud que deje de lado competencias, prejuicios, divisiones... para en cambio construir proyectos en común, uniones sólidas, vínculos verdaderos. Cuando descubrimos esto nos damos cuenta que esta fiesta de la Santísima Trinidad está muy lejos de ser un acontecimiento que no toca nuestra vida diaria: por el contrario, llega al corazón de muchos de los desafíos que hoy como familia y como Iglesia debemos enfrentar.
Todos tenemos en nuestro corazón limitaciones y dificultades para asumir este servicio de comunión. Por eso, acerquémonos con fe a la Palabra de Dios y a la Eucaristía, donde descubrimos una vez más a la Santísima Trinidad obrando constantemente, actuando en medio nuestro, saliendo a nuestro encuentro para comunicarnos su vida y su amor. Nuestro mundo, herido tantas veces por violencia y peleas, encontrará en nuestro servicio un signo más de la comunión que Dios quiere ofrecer a todos los hombres.
Textos magisteriales
Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo.
¿Qué significa todo esto en concreto? También aquí la reflexión podría hacerse enseguida operativa, pero sería equivocado dejarse llevar por este primer impulso. Antes de programar iniciativas concretas, hace falta promover una espiritualidad de la comunión, proponiéndola como principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades. Espiritualidad de la comunión significa ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado. Espiritualidad de la comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como « uno que me pertenece », para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad. Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un « don para mí », además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente. En fin, espiritualidad de la comunión es saber « dar espacio » al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias. No nos hagamos ilusiones: sin este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento. Juan Pablo II, Novo Millenio Ineunte 43.
Del Documento de Aparecida
240. Una auténtica propuesta de encuentro con Jesucristo debe establecerse sobre el sólido fundamento de la Trinidad-Amor. La experiencia de un Dios uno y trino, que es unidad y comunión inseparable, nos permite superar el egoísmo para encontrarnos plenamente en el servicio al otro. La experiencia bautismal es el punto de inicio de toda espiritualidad cristiana que se funda en la Trinidad.
241. Es Dios Padre quien nos atrae por medio de la entrega eucarística de su Hijo (cf. Jn 6, 44), don de amor con el que salió al encuentro de sus hijos, para que, renovados por la fuerza del Espíritu, lo podamos llamar Padre: Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su propio Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo el dominio de la ley, para liberarnos del dominio de la ley y hacer que recibiéramos la condición de hijos adoptivos de Dios. Y porque ya somos sus hijos, Dios mandó e Espíritu de su Hijo a nuestros corazones, y el Espíritu clama: ¡Abbá! ¡Padre! (Ga 4, 4-5).
Se trata de una nueva creación, donde el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, renueva la vida de las criaturas.
242. En la historia de amor trinitario, Jesús de Nazaret, hombre como nosotros y Dios con nosotros, muerto y resucitado, nos es dado como Camino, Verdad y Vida. En el encuentro de fe con el inaudito realismo de su Encarnación, hemos podido oír, ver con nuestros ojos, contemplar y palpar con nuestras manos la Palabra de vida (cf. 1 Jn 1, 1), experimentamos que el propio Dios va tras la oveja perdida, la humanidad doliente y extraviada. Cuando Jesús habla en sus parábolas del pastor que va tras la oveja descarriada, de la mujer que busca la dracma, del padre que sale al encuentro de su hijo pródigo y lo abraza, no se trata sólo de meras palabras, sino de la explicación de su propio ser y actuar.
Esta prueba definitiva de amor tiene el carácter de un anonadamiento radical (kénosis), porque Cristo “se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2, 8).
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