Me pidieron dar una charla sobre la reconciliación a los coordinadores de confirmación de la parroquia. Acá va el apunte:Dios crea de la nada, pero sobre todo, tiene como atributo principal crear vida donde sólo hay muerte. Saca orden del caos, luz de la oscuridad, amor del odio... Esto es importante porque esto se manifiesta de modo especial cuando Dios perdona. El salmo 50 lo canta cuando le pide a Dios que cree "un corazón puro"... el perdón repite en la vida del hombre el milagro de la creación.
Esto nos hace comprender que el pecado no es simplemente “romper una norma”. Es empezar a borrar nuestro rostro original, es olvidarse de quién somos realmente. Dios no quiere eso, no quiere que su obra se pierda... y por eso, pone gestos de amor, sale a nuestro encuentro.
En esa búsqueda, Dios se revela como el misericordioso. Esto en la Biblia se dice de modo muy gráfico: Dios tiene rehemim “entrañas de madre”. Siente lo nuestro como una madre siente al niño que lleva en su vientre. El amor de Dios no es una cosa teórica, abstracta, de manual: es una pasión, un fuego devorador que no se detiene hasta alcanzarnos, hasta que logra encender lo que está muerto y apagado.
El gesto máximo de este amor es Jesús. En él, el amor del Padre se hace palpable, visible, sacramento. La gente descubre en Jesús ese amor que no juzga ni condena, y por eso mismo, un amor que saca a la gente de esas situaciones sin salida. El amor misericordioso libera a la gente de su imagen negativa, del peso de su historia, de los prejuicios y las heridas... Jesús con su amor hace presente el amor creador de Dios. Esto hasta llegar a la cruz y la pascua, hasta el lugar de la compartida máxima, del máximo don. Jesús muerto y resucitado es la prueba viviente de que el amor es más fuerte que el pecado y la muerte. Jesús nos acerca ese amor en los gestos sacramentales.
La reconciliación es el espacio donde vivimos ese momento de encuentro con la misericordia de Dios. Nosotros, como todos, necesitamos de gestos concretos y sensibles de perdón. Es natural que a veces esto nos cueste, pero después ¡es algo tan liberador!
En la reconciliación:
- Jesús nos muestra que el bien es más fuerte que el mal. Llegamos a la confesión a veces dudando, con miedos, con culpa... la reconciliación nos devuelve la certeza de que lo primero en nuestra vida es siempre la gracia, el don que antecede a toda falta, a todo pecado... ese mismo don que se nos da generosamente en el sacramento.
- Nos devuelve nuestro rostro original. Sólo el amor de Dios nos puede revelar nuestro misterio, nuestra vocación a la plenitud, nuestra llamada a la santidad. El pecado oscurece ese llamado y la reconciliación nos ayuda a redescubrirlo y purificarlo. Cuanto más avanzamos por el camino de la reconciliación, más descubrimos nuestro fondo: el amor infinito de Dios.
- Nos sana el corazón: todos tenemos heridas, vacíos, dolores... en la reconciliación, al reconocer esas heridas y ponerlas en manos de Jesús, al entregar lo que nos duele, abrimos esas zonas de nuestra vida a la compasión del Señor.
- Nos ayuda a crecer - ¡por eso es para recibirlo de modo frecuente! Es un camino constante el de la reconciliación... pero cada paso trae consigo un nuevo avance, un nuevo crecimiento, una certeza creciente del amor incondicional de Jesús.
- Nos ayuda a hacernos cargo y a la vez nos libera de darle vueltas a las cosas. El que se acerca a la reconciliación realiza uno de los gestos de mayor valentía: asumir responsabilidad y tomar conciencia de lo hecho. Al mismo tiempo, de ese modo nos salvamos de caer en el autoencierro que el repreguntar permanente produce.
- Nos hace encarnar la misericordia de Dios para compartirla con los demás. El perdón va haciendo su obra en nosotros... y cuando queremos darnos cuenta, nos hemos convertido en un instrumento de ese amor infinito del Padre, que sana, reconcilia y envía.