miércoles, marzo 29, 2006

"Recibieron gratuitamente, den también gratuitamente"

No hago comentarios personales en mi blog, por lo menos en general. Pero en este caso la alegría era tanta y las ganas de contar un poco lo que se siente el paso de Dios por la vida que escribir sobre esto era una necesidad impostergable.

Este último viernes me ordenaron diácono al servicio de la Iglesia de San Isidro, junto con dos compañeros más. Todavía estoy decantando todo lo que viví. Pero la primera sensación es la de "llegar a casa", de estar donde quiero estar. En ese sentido, llegar a la ordenación y empezar a vivir el ministerio es empezar a vivir lo que siempre quise, para lo que me preparé en estos años de seminario y que, al menos en cierta medida, ya estaba viviendo. Pero por otro lado la novedad es total... porque es un regalo de Dios, y por eso siempre es gracia, siempre desborda, siempre sorprende. Más no puedo decir sobre esto, porque... ¿qué más se puede agregar?


Al preparar la celebración, elegimos el lema "Recibieron gratuitamente, den también gratuitamente" (Mt 10,8). El viernes comprobé una vez más que uno piensa que elige la Palabra, pero es la Palabra en realidad quien nos elige y "nos dice". En la misa se me hizo palpable todo lo recibido: todo el amor de Dios manifestado en una innumerable cantidad de personas que me han marcado con su cariño (desde mis papás hasta personas desconocidas que, sin embargo, han rezado por mí); todo lo que Él puso en mis manos sin condiciones ni advertencias, con una generosidad como sólo Dios puede tener; todo el misterio de la Iglesia que en ese momento está ahí rezando por los ordenandos. Sólo desde ese amor se puede entender la vocación; desde la gracia; desde el misterio de comunión por el cual no queda otra que entregarse. Como dice una canción de León Gieco, "yo por amor doy la vida/ porque de amor mi vida un día nació".

Ahora quiero seguir dando gracias, y pedirle a Dios que cada día me abra más a su don, para que pueda también ser más fecundo en mi entrega como servidor.

domingo, marzo 05, 2006

Per crucem ad lucem ("De la cruz a la luz")

La cruz de Cristo está llena de luz. ¿Por qué? El relato de la pasión en Marcos dice que en ese momento la tierra se cubrió de tinieblas. Y sin embargo, si este momento parece, como dice Jesús, la hora del poder de las tinieblas, la tradició unió la cruz a la luz, "per crucem ad lucem". Juan especialmente nos muestra la cruz como epifanía, como manifestación de la gloria. Sólo entiende esta paradoja quien se atrave a sumergirse en la noche para encontrar la luz escondida. No creo, sin embargo, que esa luz esté en la opacidad del madero, sino en el cuerpo crucificado de Jesús.

En su cuerpo roto por la cruz está el amor que se entrega al abismo, confiado en que el Padre lo arrancará de ahí. Llegar a las tinieblas de la muerte es llegar al fondo de la experiencia humana en lo que tiene de distancia de Dios y de la vida. Jesús baja al abismo de nuestra condición humana. Si hacía siglos el salmista se preguntaba "¿se anuncia tu fidelidad en el reino de los muertos?", Jesús cruficicado, muerto y resucitado es la respuesta a esa pregunta. El abismo ahora también es un lugar de esperanza, porque el amor ha llegado hasta allí.

La luz escondida, entonces, es el amor loco, hasta el extremo, de Jesús. Nos espera un abrazo en el frío de la noche. Son las manos abiertas del Señor crucificado. La luz de su amor es cálida, es fuego que ilumina y calienta a la vez.

La cruz de Jesús es nuetra zarza ardiente, que "arde sin consumirse". Hacia ella nos acercamos como Moisés en el Horeb, intrigados por la paradoja de tanto fuego en tanta fragilidad; de Dios presente de modo supremo en el lugar donde el pecado ha querido dar su testimonio máximo de la negación al amor; de este mismo amor victorioso donde más parece que el odio ganó la partida. La cruz es el lugar de la revelación y la atracción. "Y cuando sea levantado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí", "...entonces sabrán que yo soy". Y desde ella la voz de Dios se nos revela solidaria del que sufre, y nos compromete a salir al encuentro del hermano.

sábado, marzo 04, 2006

Hacia el desierto del corazón (1° domingo de Cuaresma, ciclo B)

Hace apenas unos días empezamos a recorrer la cuaresma, el camino hacia la Pascua. Es un camino que tenemos que transitar junto con Jesús; es marchar con él hasta la cruz y la resurrección.

Y justamente, hoy el Evangelio nos pone delante el inicio de la vida pública de Jesús, de este camino. Jesús acaba de vivir una experiencia que le cambiará la vida: su bautismo, donde el Espíritu le hace descubrir de un modo nuevo que él es el hijo amado de Dios, que Dios es su Padre. Éste mismo Espíritu es el que lo va a impulsar al desierto, para un tiempo de prueba.

El desierto es un lugar muy especial. Allí no hay casi nada. En el desierto la vida y la muerte son realidades concretas y decisivas. Por eso allí aflora con más facilidad lo que llevamos en el corazón. Y por eso ahí se manifiesta más claramente Dios... y también el mal. El desierto es un símbolo de nuestra vida, de nuestro corazón.

En ese desierto quiere entrar Jesús. Él no viene a salvarnos “desde arriba”: comparte hombro con hombro nuestra lucha. Quiere meterse en el desierto de nuestro corazón, de nuestra existencia cotidiana donde tantas veces nos sentimos sedientos, tentados y necesitados de Dios. Y desde ahí, nos abre el camino a una mayor libertad, a una nueva relación con Dios y con el mundo. Por eso aparece servido por los ángeles y tranquilo entre las fieras: en Jesús tenemos un nuevo comienzo, una nueva creación.

Esta es la propuesta de Jesús, ese reino de Dios que en seguida comienza a anunciar: es saber que Dios, en Jesús, quiere meterse en nuestra vida hasta el fondo. El reino que predica Jesús es: vengan a vivir mi experiencia, a descubrir que Dios nos ama, que somos sus hijos queridos, y que eso nos cambia la vida, nuestro modo de verlo a Dios, de entendernos a nosotros mismos y a los demás, nuestro modo de vivir en comunidad.

La invitación de Jesús a convertirse, esa misma invitación que escuchamos el miércoles de Ceniza, “convertite y creé en el evangelio”, es justamente esta: no es empezar a “apretar los dientes” para ser más fuertes, sino estar más disponibles a que Dios entre en los distintos rincones de nuestra vida. Es dejarle a Dios otra vez tomar la iniciativa. No nos convertimos tanto para dejar atrás lo malo, sino que buscamos abrirnos a algo muy bueno. La cuaresma no se vive mirando para atrás, sino mirando para adelante.

Esta experiencia del reino de Dios, del amor de Dios que quiere hacerse presente en nosotros, la vivimos como la vivió Jesús: en medio del desierto. Hoy, frente a la voz de este Dios que nos dice que somos sus hijos amados hay tantas otras que nos dicen que no valemos, o que valemos si hacemos tal o cual cosa. A veces no terminamos de darnos cuenta que esas voces viven en nuestro corazón. Ir al silencio, al desierto, nos puede ayudar para que, de la mano de Jesús, podamos descubrir esas otras realidades que nos quitan libertad, que no nos permiten escuchar esa voz de Dios que nos dice que somos sus hijos amados.

Hoy venimos aquí con un profundo deseo de ir al desierto con Jesús. Para que las distintas realidades que nos tientan, que nos limitan, aparezcan más claramente; pero, sobre todo, para que la voz del Padre, que nos vuelve a decir, “vos sos mi hija muy amada, vos sos mi hijo muy amado”, resuene cada vez más fuerte en nuestro corazón.