Las parábolas son un don de Jesús
para entrar en el corazón del Reino, para poder estar más abiertos y
perceptivos al modo en el que Dios se manifiesta y actúa en nuestra realidad:
nuestra historia, nuestra Iglesia, nuestro corazón.
Y si bien todas ellas nos llaman
a dar pasos de crecimiento, me animaría a decir que esta parábola es
especialmente adecuada para acercarse a la madurez. Tal vez porque tiene tintes
de aquellos que se avecina con la vida adulta, o mejor, con las crisis que nos
pueden ayudar a crecer en esa etapa de la vida. La imagen de la cizaña es
sumamente evocativa. La pregunta de los servidores es entre ingenua y
desgarradora, con esa carga de desilusión e incomprensión que tiene el
encuentro con la realidad del mal (con mayúscula o minúscula): “Señor, ¿no
habías sembrado buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que ahora hay cizaña en él?”.
La pregunta no es menor, y es más
acuciante aún para el creyente. Para quien cree en un Dios amoroso, que es
Padre, el encuentro con el mal en sus distintas dimensiones (sea moral,
natural, espiritual, etc.) es más chocante que para quien no cree. ¿Cómo
conjugar nuestra fe con esta experiencia? No quiero hacer (no me da ni la
cabeza ni el corazón) una teoría sobre el mal y temas afines a partir del
texto. Pero sí creo que la parábola da luz para avanzar en el camino.
El dueño del campo responde con
austeridad a la pregunta de los servidores: “Un enemigo ha hecho esto”. Nada
más. Queda claro que la presencia de la cizaña no es obra del hombre que ha
sembrado trigo. El resto se pierde en la noche, donde el hombre tiene que
renunciar al control y a ver todo claro. Quizás misterio no sea la mejor
palabra para hablar de la cizaña, pero sirve para entender que nos enfrentamos
a algo que nos desborda y cuyo sentido más profundo no siempre se puede
desentrañar. No siempre se encuentra un por qué. Pero más real aún es que, si
se lo encuentra, no siempre conforta. A
una persona que descubre que está enferma; a alguien que ha perdido un ser
querido, podemos darle mil explicaciones científicas, filosóficas o religiosas…
y no servirán para nada.
La reacción de los siervos no se
hace esperar. La ansiedad, la necesidad de hacer algo frente a la cizaña, pide
una acción directa, severa, total. Pero el propietario les recuerda que hay
algo anterior a esta semilla maligna, y que el apuro puede destruir lo que
también hay de bueno. Este dato es clave: antes
que todo mal, antes que la irrupción de aquello que parece frustrar el destino
del campo, hay un don de vida, de bondad, de belleza, que aún está presente y
quiere crecer. Esta certeza permite el “dejar crecer”, permite la
paciencia, que pareciera ser la virtud fundamental a desarrollar en este “mientras
tanto” que es la vida.
Dejar crecer, porque creemos en el
Reino. Porque confiamos en que no está todo dicho. La cizaña está, pero no
podemos asustarnos ni ser arrastrados por la angustia.
Dejar crecer… la historia no está
cerrada, la cosecha aún no se ha realizado. No anticiparnos a juzgar ninguna
historia, a cerrar un destino (ni propio ni ajeno). El Señor está actuando. En
lo secreto de la tierra, se está fermentando algo nuevo que no puede ser
ahogado por el mal.
Dejar crecer con paciencia, pero
no con pasividad. Aprovechando el tiempo que tenemos entre manos, porque la
semilla crece, y estamos llamados a esperarla, a celebrarla, a compartirla.
Por sobre todo, dejar crecer,
porque no podemos no unir esta parábola a otra historia. De otro campo,
donde al contrario, parecía que la cizaña tomaba el mundo, porque en él se enterraba al Señor. Pero esta vez, era el dueño de
la mies quien aprovechaba la noche para sembrar la semilla de un Hijo,
el don de un trigo que explotaría en vida, amor y esperanza. La certeza de que
nuestra espera tiene un sentido. Mientras tanto, un Dios atravesado por
el enigma del mal y vencedor del mismo, nos comprende, nos acompaña y nos
alienta.
Es el misterio que se nos ofrece
aquí, en la Eucaristía. El alimento que abre los ojos y el corazón, que siembra
a Jesús en lo más profundo de nuestra historia personal y comunitaria, y nos
ayuda a seguir transitándola. Hasta que llegue la hora de la cosecha.