miércoles, diciembre 18, 2013

Meditación apocalíptica sobre la Navidad

Después vi en la mano derecha de aquel que estaba sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, y sellado con siete sellos. Y vi a un Ángel poderoso que proclamaba en alta voz: «¿Quién es digno de abrir el libro y de romper sus sellos?». Pero nadie, ni en el cielo ni en la tierra ni debajo de ella, era capaz de abrir el libro ni de leerlo. Y yo me puse a llorar porque nadie era digno de abrir el libro ni de leerlo. Pero uno de los Ancianos me dijo: «No llores: ha triunfado el León de la tribu de Judá, el Retoño de David, y él abrirá el libro y sus siete sellos».

Entonces vi un Cordero que parecía haber sido inmolado: estaba de pie entre el trono y los cuatro Seres Vivientes, en medio de los veinticuatro Ancianos. Tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete Espíritus de Dios enviados a toda la tierra.

El Cordero vino y tomó el libro de la mano derecha de aquel que estaba sentado en el trono. Cuando tomó el libro, los cuatro Seres Vivientes y los veinticuatro Ancianos se postraron ante el Cordero. Cada uno tenía un arpa, y copas de oro llenas de perfume, que son las oraciones de los Santos, y cantaban un canto nuevo, diciendo: «Tú eres digno de tomar el libro y de romper los sellos, porque has sido inmolado, y por medio de tu Sangre, has rescatado para Dios a hombres de todas las familias, lenguas, pueblos y naciones. Tú has hecho de ellos un Reino sacerdotal para nuestro Dios, y ellos reinarán sobre la tierra».

Probablemente este texto no sea el más apropiado para hacer una reflexión sobre la Navidad. Yo mismo lo vuelvo a leer y me pregunto si alguien podrá avanzar un poco más allá de los primeros tres renglones. No obstante la dificultad de esta página del Apocalipsis, cuando le doy vueltas al misterio que se aproxima y que celebraremos, éstos son los versículos que se me presentan para rezar y meditar. Estoy bastante seguro de que el clima escatológico del adviento, tan afín a hablar de las últimas cosas, ha colaborado para que estas líneas del último libro de la Biblia vuelvan a colarse entre mis trasnochadas cavilaciones.

Encuentro especialmente sugerentes dos signos en esta lectura. El primero es el rollo, el libro sellado. Es el símbolo de la historia. La historia humana, tan difícil de entender, de interpretar, de escrutar. Por eso está sellada. Nadie puede abrirla. El llanto del vidente es el dolor provocado por la imposibilidad que encuentra el entendimiento y el corazón para penetrar en el interior de los acontecimientos. No puedo dejar de pensar en la dificultad que tenemos también muchas veces para analizar nuestra propia historia, para descubrir el hilo de oro que la conduce y le da sentido. Una traba que se vuelve aún más difícil de desatar por las heridas, por la fuerza del mal que una y otra vez nos golpea.

¿Es que al final del día son el poder, la violencia, la muerte los que dominan? Si la historia la escriben los que ganan, el panorama es oscuro. Las lágrimas de Juan son un reflejo del dolor de tantos frente a una vida que a tantos se les presenta dura, irremontable. La impotencia a la hora de querer cambiar la propia realidad o la de otros. ¿Cómo cavar un surco de amor en esta historia, cómo encontrar en ella una luz que nos permita caminar con esperanza?

Entra en escena en ese momento otra imagen. El Cordero, inmolado pero de pie. Muerto y resucitado a la vez. Alguien que se ha ofrecido (no es cualquier muerte, es muerte de Cordero, de entrega de sí, de sacrificio) y que ha pasado por la oscuridad. Alguien que ahora está de pie. Triunfante y viviente. Es Jesús.

Hay decenas de símbolos y títulos para referirse a Él. Pero creo que pocos llegan a sintetizar y al mismo tiempo sugerir el núcleo, la raíz de la persona de Jesús como la figura del Cordero. Es el amor manso, inocente, sacrificado. La imagen misma de la vulnerabilidad y la ternura.

Contra todo pronóstico y perspectiva humana, es él quien puede abrir el libro. El secreto de la historia (la universal y la nuestra) está en manos de un corazón expuesto. No del poder ni de la violencia. Es el Cordero el Señor de todos nuestros acontecimientos. Es su amor el que nos da la clave para entender el mundo. Para poder descubrir la esperanza aún en las situaciones más oscuras. Puede parecer una locura o un pensamiento para azucarar la amargura de la existencia. Pero el que tiene experiencia de amor, de amor de verdad, lo sabe:

“Sólo el amor es capaz de las más profundas intuiciones” (Pablo VI). Sólo quien ama (quien ama bien) puede revelar a los demás su misterio más profundo. Solamente el que te mira como te mira el Cordero te puede ayudar a abrir el libro de tu historia. Solamente quien ama como el ama el Cordero llega a transformar en serio la realidad: exponiéndose, no imponiéndose.[1] Es el secreto de la historia, el que aprenden los locos, los santos, los sabios, los frágiles.

Pero no es fácil (nadie dijo que lo fuera). Tal vez por eso el misterio se nos va regalando de a sorbos, se va tejiendo de a retazos. Y sobre todo se manifiesta claramente en sus dos extremos: el Niño y el Crucificado. Nadie puede dudar de ver allí un amor manso. Alguien que parece no hacer nada, y sin embargo cambia todo (lo sabe toda madre o padre primerizo). Delante del Niño, acurrucados en el pesebre, podemos creer en ese amor sereno. Hecho así de pequeño para que ningún pequeño se sienta intimidado. En un rincón, en un lugar de ausencia total de poder, para que nadie tema ser aplastado u oprimido. En el borde de la historia para transformar la historia. Desde su reverso, desde el lugar del olvidado y el excluido, para que nadie lo sea. Para que todos sepan que hay un lugar donde todos se pueden encontrar. En el corazón de Jesús. En la sencillez del pesebre.

Delante de este amor, en estos días de esperanza y anhelo, pido sobre todo una cosa. Que podamos dar al menos un paso más de fidelidad a este misterio. Que esta manera de amar se introduzca en cada resquicio de la vida eclesial: en nuestro ejercicio de la autoridad, en nuestra manera de relacionarnos, de mirarnos, de acercarnos unos a otros. Y sobre todo, que, como el Cordero, vayamos al encuentro de todos aquellos que hoy nos reflejan su misterio. Los que el mundo quiere olvidar. Los que hoy lloran porque no encuentran quién les abra el libro de su historia. 

Estoy convencido, realmente convencido, de que esto se nos está dando aquí y ahora. Que hoy, en medio de tanto dolor, de tantas situaciones que nos golpean y nos lastiman, se escucha todavía la voz del Cordero. Aún están los que lo siguen a dondequiera que va, a llevar a otros algo de su misericordiosa ternura.


Yo rezo para ser uno de ellos. Para que todos lo podamos ser.


[1] Expresión del jesuita-poeta B. González Buelta.

domingo, diciembre 08, 2013

Desprolijos apuntes para la fiesta de la Inmaculada

Una señora amiga de Tokyo me regaló hace unos años unas estampas de María "a la japonesa" y quedé perdidamente enamorado de ellas. Va una acá, para acompañar la reflexión.

Es así: los que no tenemos facilidad para los arreglos florales (o cualquier cosa que pida un mínimo de coordinación psicomotriz, en mi caso), tenemos que encontrar otras maneras de arrimarle un gesto de cariño a la Virgen. Ramo improvisado (típico de hijo varón medio bestia), pero ojalá que sirva para estar un poco más cerca de María en este día muy suyo, y por eso, muy de la Iglesia también.

Estamos celebrando una fiesta de María en un contexto litúrgico particular, el del Adviento. Dios viene para intervenir en nuestra historia, para irrumpir en ella con lo nuevo, con la novedad de su amor que transforma nuestra historia.

Es en este tiempo que celebramos un aspecto del misterio de la Virgen. Celebramos que ha sido concebida sin pecado, que su vida ha sido preservada de eso que a todos nos lastima y nos hace lastimar. Por eso en María brilla algo de esta novedad de Dios. Con todo, si esta fiesta fuera para mirar a la Virgen en vitrina, sería algo triste. Decir algo sobre ella es decir algo que siempre se refiere a nosotros también. María nos hace de espejo, nos recuerda lo que somos y estamos llamados a ser. Esta plenitud que se da en María es también para sus hijos, para la Iglesia. Como a ella, Dios también se nos acerca con una promesa de alegría, de plenitud, de vida. Una vida que viene de abrirse a la presencia de Jesús, a su adviento, su venida.

Es interesante, entonces, ver que, frente a esta venida, al escuchar el anuncio, María se ve sacudida. La novedad de Dios la desconcierta. Se pregunta “¿cómo?”. El futuro se le presenta desbordante, la avasalla. Se anima a presentar su interrogante delante de Dios.

Este aspecto de la vida de María nos hace mucho bien. La Inmaculada es una mujer que no sabe todo, que no tiene todo claro, que se anima a poner una pregunta delante de Dios. Y es que la promesa de Dios llega en medio de la complejidad de la vida. El porvenir, aunque en teoría somos un pueblo de la esperanza, muchas veces nos inquieta. Creo que a los católicos nos cuesta demasiado conjugar el futuro. Los pretéritos nos salen con mayor facilidad.

María se pregunta. Se permite la perplejidad. Pero confía. No deja de buscar. No necesita tener todo claro para seguir avanzando, y quizás sea eso lo que le permite justamente ir hacia adelante. Este tiempo de Adviento quiere reavivar nuestra esperanza frente al futuro. Lo que vendrá también viene de Dios. No porque todo sea directamente de parte suya, sino porque su amor puede transformar nuestro futuro, puede hacer de nuestra historia una historia de promesa, de gracia, como lo hizo con la historia de María, atravesada también de dolor, de cruz, pero llena de promesa, de vida. Entonces quizás este adviento podemos animarnos a confiar. Poner nuestras preguntas delante de Dios. Nuestros "cómo puede ser", nuestra perplejidad. Pero no dejar de confiar. Dios es quien tiene nuestro futuro en sus manos. Eso nos permite entregarnos. Y cuando el corazón se abre a esa confianza, Dios puede hacer algo nuevo con nosotros