Dios vio todo... y vio que era bueno. Dios ve, con una mirada profunda, que transmite su belleza al objeto de su visión. La mirada de Dios crea belleza. Nadie mira como mira Dios. No es el ojo escrutador que a veces imaginamos. Es la ternura hecha visión, es esa mirada que afirma y crea.
Nunca nadie miró así... hasta que los ojos de Jesús miraron a María y por primera vez alguien contemplaba el mundo con ojos humanos y mirada de Dios. Es la mirada que ama cuando descubre la potencialidad oculta en el joven rico; la que puede ver la fe en el corazón de los amigos del paralítico; la que puede ver dos moneditas de cobre que esconden la vida ofrendada de la viuda... la mirada que suscita el arrepentimiento de Pedro y la confianza del leproso.
Nosotros tenemos la mirada oscurecida, velada... algo nos impide descubrir la presencia de Jesús a nuestro lado. Pero él nos explica las Escrituras y hace que nos arda el corazón. La Palabra de Jesús, justamente, despierta en nosotros la fe, y, como dice Pablo, al que se convierte al Señor, se le cae el velo.
La fe, entonces, nos regala una mirada nueva sobre la realidad... el que cree puede contemplar, descubrir en cada cosa la presencia escondida de Dios. Contemplar, para el cristiano, es descubrir la belleza del Creador en cada aspecto de su obra. Pero también es reconocer la huella de su amor que permanece imborrable aún en la persona más miserable... es descubrir su mano compañera en los momentos de dolor... es mirar hacia atrás en nuestra historia y poder percibir el hilo de su misericordia. Más aún: el contemplativo puede descubrir en el pobre y el sufriente el grito de Jesús crucificado. Puede percibir el paso resucitador del Dios de la vida en medio de la muerte.
Esto sólo se aprende en la intimidad con el Maestro y en el ejercicio constante de mirar nuestra realidad. Hay que pedirle al Espíritu Santo que realice en nosotros ese doble movimiento: llevarnos a la intimidad con Jesús e introducirnos en una experiencia cada vez más honda de la realidad. Para poder mirar las cosas desde el corazón de Dios. Para poder percibir la luz de Dios brillando en todo y en todos...
Nunca nadie miró así... hasta que los ojos de Jesús miraron a María y por primera vez alguien contemplaba el mundo con ojos humanos y mirada de Dios. Es la mirada que ama cuando descubre la potencialidad oculta en el joven rico; la que puede ver la fe en el corazón de los amigos del paralítico; la que puede ver dos moneditas de cobre que esconden la vida ofrendada de la viuda... la mirada que suscita el arrepentimiento de Pedro y la confianza del leproso.
Nosotros tenemos la mirada oscurecida, velada... algo nos impide descubrir la presencia de Jesús a nuestro lado. Pero él nos explica las Escrituras y hace que nos arda el corazón. La Palabra de Jesús, justamente, despierta en nosotros la fe, y, como dice Pablo, al que se convierte al Señor, se le cae el velo.
La fe, entonces, nos regala una mirada nueva sobre la realidad... el que cree puede contemplar, descubrir en cada cosa la presencia escondida de Dios. Contemplar, para el cristiano, es descubrir la belleza del Creador en cada aspecto de su obra. Pero también es reconocer la huella de su amor que permanece imborrable aún en la persona más miserable... es descubrir su mano compañera en los momentos de dolor... es mirar hacia atrás en nuestra historia y poder percibir el hilo de su misericordia. Más aún: el contemplativo puede descubrir en el pobre y el sufriente el grito de Jesús crucificado. Puede percibir el paso resucitador del Dios de la vida en medio de la muerte.
Esto sólo se aprende en la intimidad con el Maestro y en el ejercicio constante de mirar nuestra realidad. Hay que pedirle al Espíritu Santo que realice en nosotros ese doble movimiento: llevarnos a la intimidad con Jesús e introducirnos en una experiencia cada vez más honda de la realidad. Para poder mirar las cosas desde el corazón de Dios. Para poder percibir la luz de Dios brillando en todo y en todos...