Creo que todos tenemos la experiencia de algún encuentro, algún acontecimiento que adquiere una densidad especial, como si el hecho mismo fuera el trampolín para zambullirse en aguas más profundas.
Esta historia es una de esas parábolas.
Hace dos años acompañaba a un grupo de chicos de Catequesis de Confirmación a una convivencia en Luján. Después de las actividades hicimos el obligatorio paso por la basílica y los infinitos puestos de regalos y recuerdos en torno a ella.
Yo caminaba tranquilo. Conmigo venían una catequista y una de las chicas asistentes a la convivencia, que nos contaba de su vida. Inmigrante, venía con una historia muy difícil desde su país de origen. Sin embargo, se la veía serena, con esa madurez precoz que tienen los chicos que han sufrido mucho.
Cuando llegamos a los puestos, ella frenó en uno donde vendían unas imágenes muy chiquitas de la Virgen. Quería comprar una para la mamá. "¿Cuánto cuestan?", preguntó. "Tres pesos", respondió la vendedora. "Ah", dijo un poco frustrada "¿y esas más chiquitas?" "Uno". Sacó su billetera, contó las monedas y, compró tres, quedándose sin nada en el bolsillo. Tomó las imágenes contentísima y nos dijo "Bueno, esta para mamá" y guardó una en el bolsillo "y estas para ustedes" y nos dio las otras dos a la catequista y a mí.
En seguida vino a mi mente el relato de la viuda del Evangelio, que puso sus dos moneditas en la ofrenda. Dio de su pobreza. Esta chica había compartido de lo poco que tenía para tener un gesto de afecto para con su catequista y conmigo. ¡Y me había conocido ese mismo día!
Guardo esa imagen como un sacramento, una invitación constante a la generosidad con lo que uno tiene y uno es, con la propia pobreza. Nuestras manos, nuestra capacidad de obrar, siempre es limitada en su alcance. Pero si vivimos esos gestos con amor, cobran una intensidad inesperada. Como el regalo de mi Virgencita.