Hace mucho que no lo doy tantas vueltas a una
idea antes de sentarme a escribir. Quizás porque ésta, como pocas, es
más personal y al mismo tiempo sobre algo que me desborda y de lo cual
sólo puedo hablar con mucho respeto y cuidado. Espero no decir ninguna barbaridad.
Ayer me invitaron a comer un grupo de señoras de la parroquia. Veinticinco viejas tanas, una más simpática que la otra, con una fe a prueba de balas (y de curas). De la charla anecdótica y superficial, típica entre gente que no se conoce tanto, la conversación con las dos mujeres que estaban más cerca mío en la mesa derivó lenta e imperceptiblemente hacia la pastoral, la vida de los curas y las realidades que encontramos en el ministerio. Y una me preguntó: "¿Y cuándo alguien muere, en los funerales, usted qué le dice a la gente?". Un poco seco, cosa rara en mí, le dije: "Nada. Bah, mejor dicho, casi nada".
En realidad no es exactamente así. Pero les expliqué que, frente a dos realidades tan desbordantes, tan inmensas como la muerte y el dolor que ella produce, mejor decir poco que mucho. Uno está tocando el borde del misterio en esos momentos. Es una de esas ocasiones donde aún el más inconsciente está especialmente sensible y donde el corazón se agita y debate entre mil sentimientos. Hablo del consuelo que nos quiere dar Dios; de un Cristo que nos entiende porque él mismo se dejó atravesar por el misterio; del permiso que nos tenemos que dar para desahogar el corazón frente a Dios y del acompañarnos mutuamente. Y basta. Todo lo demás me parece dicho más para ahogar el momento que otra cosa.
Esto para mí no es estrategia ni sentido de la ubicación. Es lo que experimento cada vez que me acerco a acompañar momentos de esa intensidad. Realmente no me sale decir mucho. Porque cuando la vida está así de expuesta, el lenguaje es el silencio, el gesto, la oración. El abrazo.
Me llamó la atención que justo fuera éste el tema de nuestra charla en la cena. Porque dos días antes había ido a Pisa básicamente movido por el deseo de sentarme delante de un sarcófago. El mismo que había visto un año antes en el Camposanto de la Plaza de los Milagros. Es el de esta foto.
Ayer me invitaron a comer un grupo de señoras de la parroquia. Veinticinco viejas tanas, una más simpática que la otra, con una fe a prueba de balas (y de curas). De la charla anecdótica y superficial, típica entre gente que no se conoce tanto, la conversación con las dos mujeres que estaban más cerca mío en la mesa derivó lenta e imperceptiblemente hacia la pastoral, la vida de los curas y las realidades que encontramos en el ministerio. Y una me preguntó: "¿Y cuándo alguien muere, en los funerales, usted qué le dice a la gente?". Un poco seco, cosa rara en mí, le dije: "Nada. Bah, mejor dicho, casi nada".
En realidad no es exactamente así. Pero les expliqué que, frente a dos realidades tan desbordantes, tan inmensas como la muerte y el dolor que ella produce, mejor decir poco que mucho. Uno está tocando el borde del misterio en esos momentos. Es una de esas ocasiones donde aún el más inconsciente está especialmente sensible y donde el corazón se agita y debate entre mil sentimientos. Hablo del consuelo que nos quiere dar Dios; de un Cristo que nos entiende porque él mismo se dejó atravesar por el misterio; del permiso que nos tenemos que dar para desahogar el corazón frente a Dios y del acompañarnos mutuamente. Y basta. Todo lo demás me parece dicho más para ahogar el momento que otra cosa.
Esto para mí no es estrategia ni sentido de la ubicación. Es lo que experimento cada vez que me acerco a acompañar momentos de esa intensidad. Realmente no me sale decir mucho. Porque cuando la vida está así de expuesta, el lenguaje es el silencio, el gesto, la oración. El abrazo.
Me llamó la atención que justo fuera éste el tema de nuestra charla en la cena. Porque dos días antes había ido a Pisa básicamente movido por el deseo de sentarme delante de un sarcófago. El mismo que había visto un año antes en el Camposanto de la Plaza de los Milagros. Es el de esta foto.
Sarcófago en el Camposanto de la Piazza dei Miracoli de Pisa. |
Las ondas que rodean el bajorrelieve central son típicas del arte mortuorio grecorromano. El mar era símbolo de la eternidad, y por eso adorna muchos monumentos fúnebres de la época, retomados también más tarde por los cristianos.
Lo que me atrajo en su momento, sin embargo, es la puerta entreabierta. Como invitando a pasar. O tal vez, como si el difunto, olvidadizo, hubiera dejado, al atravesarla, un resquicio del otro mundo, abierto a los que seguimos de este lado.
Como sea, me quedé fascinado e impactado mirándolo aquella vez. Y regresé para verlo y fotografiarlo. Para pensar en lo que vendrá, algún día, en algún momento. Para recordar a los que ya cruzaron el umbral de la puerta. Aquellos que, al abrirla, me hicieron pensar en esa Pascua que nos espera a todos.
Sé que hoy es tabú hablar de estas cosas. La muerte, como decía Philippe Ariès, ha reemplazado al sexo como principal censura. Me da pena cuando a veces, con la mejor de las voluntades, los creyentes aportamos nuestra cuota a la cuestión poniendo una pátina de piedad, frases hechas y lugares comunes tan ineficaces como molestos.
Creo, por el contrario, los cristianos tenemos una palabra para decir. Una que sea al mismo tiempo humana y divina, es decir, dicha desde Jesús y su Evangelio. Respetuosa y compasiva. Con el sentido del abismo al que nos asomamos. Con la esperanza de que alguien ya lo ha franqueado y nos acompaña. Como la pequeña cruz que adorna el dintel en la puerta de este sarcófago. Como el Buen Pastor representado en sus hojas.
Mientras tanto, sigo viendo la puerta. Para no perder de vista lo importante. Para que este misterio de dolor y amor me ayude a percibir que en realidad siempre estamos de cara a algo que nos sobrepasa. Y frente al cual, todavía hoy, podemos decir muy poco. O nada.