Pedí a amigos y conocidos temas para tratar en el blog. Salió primero que nada un pedido sobre la soberbia. Como todo lo que va aquí, se escribe a boca de jarro y sin intentar agotar ni definir nada. Pero quizás algunas cosas que surgen en la reflexión sirven.
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Santo Tomás define a la soberbia como el vicio de alguien que, por su voluntad, aspira a algo que está sobre sus posibilidades (S.Th. II-II. Q. 162, a. 1... espero recordar bien cómo se citaba la Summa). Implica un no someterse: a la norma, a Dios...
Es todo un desafío encontrar hoy una manera de hablar de la soberbia que sea al mismo tiempo accesible a nuestro lenguaje y sensibilidad contemporáneos y fiel a nuestra tradición. Hoy estamos especialmente atentos a todo discurso que niegue nuestra vocación a la excelencia. Estamos siempre llamados a más. Y muchas veces se ha acusado a la religión (no siempre sin razón) de promover y moldear personalidades pusilánimes y quedadas.
Con todo, hay un núcleo de verdad profunda, humana, que yace en la percepción del riesgo de un afán de superación desmedido. El pretender no tener límites, que se manifiesta de mil maneras, desde las pequeñas mezquindades que revelan nuestro ego inflado hasta la pretendida omnipotencia destructora que arrasa con nuestro planeta y con los pueblos.
¿Cómo se puede evitar esto? Tal vez lo primero sea reconocer que esas tendencias están dentro de nosotros. El deseo de afirmarnos a toda costa, de ganar a cualquier precio, de no dejarnos conducir ni corregir. El sentirnos inmortales e infalibles. ¿Quién puede decir que nunca ha sentido al menos un poco de esto? Yo no puedo hacerlo.
Creo que un camino posible es el de cultivar un sentimiento profundo de interdependencia. Esa conciencia de necesitar de los demás, que en general brota a través y a partir de las crisis. Es una certeza que al mismo tiempo nos ayuda a darnos cuenta que nuestros actos tienen consecuencias, tanto para nosotros como para los demás.
Al mismo tiempo, y en una clave más espiritual, el agradecimiento y la alabanza son fuentes para una vida más humilde. El reconocimiento alegre de que todo lo recibido es un don, y la mirada alabadora a Dios nos ubican en nuestro lugar y lo hacen de la mejor manera. Sin llevarnos a la amargura o el desprecio de uno mismo (que también son formas de soberbia), sino conduciéndonos al otro (y al Otro).
Y si todo eso no funciona, siempre viene bien pegarse una patinada en el suelo o un tropezón. Cuanta más gente haya alrededor, mejor.