jueves, marzo 22, 2012

"Si me olvido de ti, Jerusalén..." (Crónicas de Tierra Santa VIII)


"Junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar, con nostalgia de Sión (otro nombre para Jerusalén)" dice uno de los salmos. El aeropuerto Ben Gurion de Tel Aviv está muy lejos de ser como esos canales... pero desde que dejé a los chicos en Jerusalén hasta que me bajé del minibus que me trajo hasta el aeropuerto lloré prácticamente todo el tiempo. De nostalgia, que ya empezaba a sentirse. De alegría.De emoción. De extrañar a mis compañeros peregrinos. Motivos sobraban. Pero me estoy adelantando.

Después de nuestras andanzas jerosolimitanas del día anterior, salimos caminando temprano de la casa de las salesianas hasta el Monte de los Olivos, donde están la Basílica de la Agonía (allí se recuerda la oración de Jesús en el Huerto). También se la conoce como la Iglesia De Todas Las Naciones porque muchos países colaboraron en su construcción. ¡Argentina tiene su cúpula muy cerca del altar!

Concelebramos misa con el P. Marcelo y el P. Pablo, otro cura argentino que trabaja en los territorios palestinos. Después recorrimos la gruta del prendimiento, el famoso huerto y de ahí nos subimos al auto y enfilamos para Belén. La primera parada era en la basílica ubicada justo en el lugar del nacimiento de Jesús.

La iglesia de la Natividad es un templo enorme pero un poco maltrecho, cargado de imágenes y faroles al estilo oriental. Tiene una particularidad. En tiempo de las invasiones persas la puerta se redujo a una abertura mínima para que no se pudiera entrar a caballo. De hecho sólo puede ingresarse agachándose. No deja de ser sugerente que uno tenga que hacerse chiquito para entrar al templo donde celebramos la pequeñez de Dios.

Una cola inmensa nos esperaba para llegar hasta el lugar donde venera el nacimiento. El efecto embudo hacía que por momentos estuviéramos al borde de la avalancha (o del ataque declaustrofobia). Pero una vez que uno llega a la estrella de plata que marca el lugar del nacimiento hay lugar adentro para quedarse rezando mientras el resto de la gente pasa.

 

 
Con los chicos y los dos sacerdotes leímos los relatos Navideños y el prólogo de Juan. Rezamos en silencio y realmente uno podía gustar un calorcito especial en esa mañana fría. Calorcito de pesebre.

Luego fuimos a una casa que las monjas del Verbo Encarnado tienen en Belén, donde reciben y cuidan a chicos especiales. Como la cultura local suele despreciar a los chicos discapacitados, ellos suelen quedar sumamente desprotegidos. Compartimos un rato con los chicos y después una mesade comida al estilo árabe, llena de risas. En una misma mesa un seminarista holandés y su hermana que estaban haciendo voluntariado; hermanas de Egipto, Arabia, Estados Unidos y España. Y nueve peregrinos que volvieron a vivir lo lindo que es ser Iglesia y tener un hogar en cualquier lugar del mundo.

Panza llena, corazón contento. La lluvia fue nuestra compañera en el pequeño viaje hasta Bet Sahur, el campo de los pastores que recibieron el anuncio de los ángeles, donde una capillita que imita las tiendas de los cuidadores de ovejas de esos tiempos nos ayudó a rezar. Cantamos juntos el Gloria y seguimos camino hacia Ortás. Ortás es un pueblito cerca de Belén donde hace ya más de un siglo las Hijas de Nuestra Señora del Huerto dan educación inicial y atención médica básica a la población. La población es completamente musulmana: un siglo después, las hermanas siguen siendo las únicas cristianas del lugar.
Rosa, la superiora, nos dio un testimonio espectacular sobre lo que significa evangelizar desde la presencia, el silencio y el respeto al otro. Una charla impresionante.

Faltaba todavía una parada: el inevitable shopping religioso. Gabriel, otro cura argentino del mismo instituto que el P. Pablo, nos llevó hasta un Gift Shop donde nos hicieron un muy buen descuento. Por la cantidad de cosas que compraron parecía que los chicos estaban con ganas de armar una versión religiosa de La Salada a la vuelta. Fue muy divertido.

Volvimos por la noche a Jerusalén y nos despedimos de Marcelo, uno de los grandes regalos de esta peregrinación. Pizza por medio, un poco más tarde, compartimos a la noche todo lo vivido.

La Ciudad Santa amaneció llovida. Pero emprendimos igual la marcha hacia Dominus Flevit, una iglesia bien arriba en el Monte de los Olivos. Dominus Flevit te quita el aliento, tanto por la vista de Jerusalén que tiene (allí se recuerda el llanto de Jesús por la ciudad antes de su entrada triunfal) como por lo empinado de la subida. Casi dejo la camiseta ahí.

 
Terminamos nuestra mañana en el Huerto de los Olivos y de ahí a un almuerzo rapidito y un último saludo de mi parte al Santo Sepulcro. Llevé rosarios y medallas (y una estola) al Calvario primero y al Sepulcro después. Y salí de allí alegre y dispuesto a emprender el viaje de regreso.

Un poco a las corridas hicimos nuestra última compartida. El corazón de todos estaba todavía demasiado movilizado: pero ya van despuntando algunos de los regalos que Jesús nos hizo a cada uno en esta peregrinación. Estaba terminando de compartir el último cuando nos avisaron que llegaba el transporte para mí. Llorando me subí a la camioneta y no paré hasta arribar al aeropuerto. 

Todavía tengo mucho para decantar y seguir rumiando, pero estoy seguro de dos cosas.

La primera es que lo antes que pueda vuelvo a Jerusalén.

La segunda es que me ha pasado como a todo peregrino. Vuelvo distinto. Feliz, bendecido y vulnerable, como uno suele quedar después de un encuentro con Dios.

¿Qué querrá decirme Jesús con tanto regalo?

Muchas cosas, seguramente. La certeza primera y fundamental es que Él está vivo. Resucitado. Y por eso mismo el futuro está siempre abierto a la esperanza. El mío. El de todos.

Y el de esta bendita y dolida Tierra Santa que en medio de tanta complejidad sigue siendo un sacramento, "el quinto evangelio", como la llaman los padres de la Iglesia. Amén. 




Pequeña pascua en Jerusalén (Crónicas de Tierra Santa VII)


La ciudad antigua de madrugada
Después de la experiencia de nuestro providencial encuentro con el Santo Sepulcro, sentía que Jesús me invitaba a redoblar la apuesta. A buscarlo un poco más de cerca en esos días. Era una oportunidad, un llamado, una pregunta. Estaba decidido a tratar de aprovechar esta ventana abierta que Jerusalén me ofrecía.

La madrugada siguiente a nuestra llegada a la Ciudad Santa salí del Citadel Hostel y caminé por las calles de la ciudad Antigua hasta llegar a la Basílica, que abre sus puertas a las cuatro de la mañana. A esa hora la ciudad parecía otra de la que habíamos encontrado el día anterior. Todos los negocios cerrados y ni un alma por la calle. Llegué a la puerta guiado por los cantos de los monjes coptos, que se escuchaban a lo lejos.

Es difícil describir de un trazo la Basílica del Santo Sepulcro. Pero quizás esto ayude a entender: se trata de un templo construido y destruido sucesivamente a lo largo de los siglos, donde hoy conviven la iglesia católica (aquí nos llaman “latinos”, por el idioma de nuestro rito litúrgico), la griega ortodoxa, la armenia, la copta y la etíope.


Estos dos datos ayudan a entender que si hay algo que el Santo Sepulcro no tiene… es prolijidad o limpieza. En él se mezclan los estilos arquitectónicos de distintas épocas y confesiones cristianas, por no hablar de los ritos que a veces se dan de manera casi simultánea. El status quo, un delicado equilibrio alcanzado hace décadas, hace que introducir reformas o cambios en el templo sea una tarea virtualmente imposible.
 Dentro del Santo Sepulcro están la roca del Calvario (donde Jesús fue crucificado) y la tumba donde fue sepultado y desde la cual resucitó (recuerden que por ser sábado Jesús fue enterrado cerca del lugar de su muerte). Subiendo por una escalera empinada a la derecha de la entrada está la capilla del Calvario, que en realidad son dos: una católica y otra ortodoxa, donde por un orificio uno puede meter la mano y tocar la piedra del Calvario. En el centro de la Basílica está el “Edículo” (“Pequeña casa” en latín). Éste contiene una reliquia de la piedra que se puso en su momento sobre la tumba y al sepulcro mismo. En torno a ella están las distintas capillas de las confesiones cristianas que despliegan, aluden o desarrollan el misterio de la Pascua contenido entre estos dos lugares.

Después de un buen rato de oración en silencio y soledad (no había prácticamente nadie salvo los religiosos que custodian el lugar) volví al Hostel a buscar a los chicos. Nos esperaba Ain Karem, a 6 km de la ciudad, donde la tradición ubica la casa de Isabel y Zacarías, es decir: el lugar de la Visitación y el nacimiento de Juan el Bautista. Un lugar lindísimo, de casas y edificios de piedra, con jardines que en esta temporada de lluvias se lucen especialmente. Celebramos misa en la basílica de la Visitación (¡el lugar de la primera visita misionera a una casa!), y le pedimos a María por nuestro apostolado.

De todos modos, y a pesar de la belleza del santuario, no creo equivocarme al decir que la mañana nos la hizo el encuentro con Fray Gottlieb (“Amadeo” en alemán), uno de los franciscanos que atiende la iglesia. Un austríaco simpático y luminoso como pocos. Nos preguntó por nuestra vida en Argentina y terminó pidiéndonos un canto a María. Obviamente, salió “Santa María de la Estrella” con traducción posterior al inglés. Al partir recibimos su bendición al mejor estilo franciscano y en un alemán que por primera vez en mi vida me sonaba dulce.  

Salimos volando del santuario para devolver los autos alquilados para el viaje. Liquidado el trámite nos dirigimos a Notre Dame, el hotel de los Legionarios de Cristo. Allí nos había citado Horacio Wamba, diplomático acreditado tanto frente a Israel como a los territorios palestinos. Compartimos un café y una charla interesantísima. Lo escuchamos hablar y preguntamos sobre la historia de la república de Israel, la situación de los estados palestinos y su visión sobre el tema. Una perspectiva lúcida, esperanzada, apasionada y apasionante.

Apareció también el P. Marcelo Gallardo (el sacerdote argentino que está ahora aquí como canciller del Patriarcado – es decir, el obispado – y con quien ya habíamos entrado en contacto), que compartió su experiencia sobre el tema como sacerdote en la zona. Los chicos y yo quedamos fascinados, y nos llevamos en el corazón una preocupación por la tensa y delicada realidad que nos rodeaba… y el compromiso de rezar y trabajar por la paz.

Un almuerzo a las apuradas en el barrio árabe nos dejó los minutos contados para hacer el Via Crucis con los franciscanos por la Ciudad Antigua. Es toda una experiencia tratar de rezar en medio de semejante barullo. Termina convirtiéndose en parte de la oración. ¿O acaso Jesús no llevó su cruz en medio de tanta gente que no entendía lo que estaba pasando? El recorrido terminaba en el Santo Sepulcro, y de ahí nos quedaba la última parada del día: el muro de los Lamentos.

El muro es lo único que queda del templo de Jerusalén. El lugar a donde miles de judíos piadosos van a orar, con la certeza de que “la divina presencia no abandona jamás el muro”. Traten de imaginarse a cientos de judíos ortodoxos (nosotros estábamos del lado de los varones), vestidos de negro casi todos, algunos con vestimentas más modernas, con su kipá, su talit (el gorrito y manto rituales), bailando, cantando, estudiando la Torah o meditándola al ritmo de un vaivén cadencioso. Una mezcla de fiesta, emoción y encuentro. En medio de ese enjambre fervoroso nos encontramos con un grupo de judíos argentinos. Fue una emoción charlar un rato y rezar por la paz. Dejé en el muro, escritas en un papelito como es costumbre, mis intenciones.

Había que dormir temprano, porque al día siguiente nos levantábamos a las 3:30 de la mañana. Volvíamos a la basílica del Santo Sepulcro, esta vez todos juntos. A las seis teníamos un horario reservado para celebrar misa en el edículo. Queríamos vivir antes una pequeña vigilia, para preparar el corazón como la ocasión ameritaba.

Juntos, en la capilla del Calvario leímos de nuevo los textos de la pasión, para entrar en clima de Pascua. Silencio, oración, muchas lágrimas y un ingreso callado en el misterio de amor y entrega del cual nacemos todos.

Pero no hay cruz sin resurrección. Y a las seis entramos (como sardinas, porque el espacio es mínimo, mínimo) en el edículo, donde pegados a la piedra de la resurrección, celebramos finalmente la eucaristía. Escuchamos una vez más el relato del encuentro de los discípulos con el sepulcro vacío. Antes de la misa habíamos anotado los nombres de las personas que queremos y los pusimos en el altar.

Los que me conocen saben que soy un tipo bastante reflexivo y cerebral. Sin embargo no saqué ninguna conclusión de este momento, no apareció ninguna intuición ni concepto. Simplemente una alegría inmensa, explosiva, que desbordaba por mis cuatro costados. Pura alegría pascual, gozo de muerte en vida, de tiniebla en luz, de pecado en gracia, de soledad en encuentro.



En el edículo no se puede cantar. Pero nosotros estábamos que reventábamos, así que apenas terminó la misa salimos de la basílica para ir un lugar con una muy buena vista de la ciudad y allí cantar todas las canciones sobre la resurrección que conocíamos. El clima era de fiesta. Había que celebrar con todo, así que después compartimos un riquísimo desayuno en el buffet de Notre Dame (los cocineros deben estar todavía sorprendidos de cómo 9 personas comen como 18… pero ésta es tierra de milagros).


El desayuno nos sirvió de impulso para caminar hacia el monte Sión, donde primero pasamos por la Iglesia de la Dormición, una abadía benedictina que recuerda la muerte de María.
De allí calle arriba a la iglesia de San Pedro in Gallicantu. Se llama así por ser el lugar donde se tuvo preso a Jesús y se lo sometió a interrogatorio por el Sanedrín… es también el lugar donde el gallo cantó después de las negaciones de Pedro. Y el Cenáculo, donde se realizó la última cena y descendió el Espíritu Santo en Pentecostés.
Gallicantu es un lugar donde uno puede acceder al misterio de la pasión de una manera sencilla y profunda. Estar en el pozo donde se tuvo a Jesús prisionero ayuda a hacer carne sus sentimientos. Leímos salmos y lecturas y continuamos hacia el Cenáculo. A diferencia de otros lugares santos no tiene ninguna capilla ni templo. Es parte de una segmento turístico más bien orientado al público judío y en posesión del estado de Israel.

Voy a serles muy sincero: no daba un peso por la experiencia. Al estar en un lugar de paso, la gente viene a raudales al Cenáculo camino a otros lugares turísticos, saca fotos y se va, haciendo muchísimo ruido. Pero aquí vino una enorme gracia para mí. Tomar conciencia de que este es el lugar de la eucaristía me ayudó a renovarme como nunca en mi compromiso sacerdotal. Y también a volver a dar gracias por la Iglesia, nacida en ese recinto por la eucaristía y el don del Espíritu. Volvimos enamorados una vez más de nuestra comunidad, y deseosos de caminar más cerca de los pasos de Jesús.

Unas pizzas en la calle del Patriarcado Latino al final de nuestra travesía fueron la excusa ideal para que el P. Marcelo se diera otra vuelta para encontrarse con nosotros. Los chicos lo ametrallaron a preguntas, y él nos dio otro regalo inmenso de esta peregrinación. Nos llevó a conocer el Patriarcado y le pidió a Fouad, el Patriarca, que nos saludara.

El Patriarca de Jerusalén es un obispo de lo más simpático y dado. Se tomó un buen rato para hablarnos de la situación aquí en Israel y de la Iglesia en Tierra Santa, pero también de él: de lo que descubre de Jesús en este momento de  su vida, de la importancia del apostolado en los jóvenes, y la necesidad de no desanimarse. Una calidez y un amor a Jesús deslumbrantes.

Volvimos a la casa muertos, pero felices. Nos tomamos un rato largo para compartir lo que habíamos vivido en este par de días. El final de nuestra peregrinación estaba cerca, pero antes nos quedaban unas cuantas visitas importantes. Al día siguiente habíamos arreglado para celebrar misa en Getsemaní y de allí, a Belén.