Respirar es uno de los actos más importantes, y que realizamos menos conscientemente.
La tradición oriental da una importancia fundamental a la respiración adecuada, como elemento indispensable para la meditación (y esto no sólo en el budismo, o las otras religiones, sino también en el oriente cristiano).
La tradición oriental da una importancia fundamental a la respiración adecuada, como elemento indispensable para la meditación (y esto no sólo en el budismo, o las otras religiones, sino también en el oriente cristiano).
Tomar conciencia de nuestra respiración nos hace centrarnos en el aquí y ahora, prestar atención al hecho de que estamos vivos, detener el fárrago de pensamientos y preocupaciones que generalmente nos ancla a un pasado estéril o nos lanza a un futuro tan angustiante como inexistente.
Es interesante ver que una de las primeras acepciones de la ruah, del aliento de Dios, es la de la atmósfera. Y desde entonces el aire, el viento, son imágenes para describir a Dios y su acción.
A veces, cuando me concentro en mi respiración, me agrada pensar que así como hay un reflujo de aire que renueva mi cuerpo, hay un respirar del Espíritu en mí que oxigena mi corazón, lo ensancha y vigoriza, sacándola de la inercia y el estrechamiento.
Así, el Espíritu utiliza nuestros “pulmones espirituales”. Y no sólo en nosotros: él es el fuego de pentecostés, pero también es el viento que abre las puertas y ventanas de la Iglesia encerrada por el miedo. ¿No decía Juan XXIII al convocar el Concilio Vaticano II que la Iglesia necesitaba “un soplo de aire fresco”? Ese soplo lo trae el Espíritu de Dios, directo del corazón del Padre, que sabe lo que la Iglesia y los hombres necesitan... una bocanada de aire puro.