Estoy recién llegado a la parroquia después de haber vivido una de las experiencias más lindas, profundas e intensas que he me han tocado en suerte (o mejor, en Providencia): con ocho amigos compañeros de misión hemos compartido una peregrinación a Tierra Santa.
Han sido días de una gracia enorme. Y como toda gracia, no puede guardarse. Tiene que convertirse en vida y en palabra. Por eso nacen estos apuntes, a manera de pobre balbuceo sobre lo mucho que Jesús nos regaló durante el tiempo que caminamos por sus pagos.
Lo primero que quizás haya que aclarar (y la primera enseñanza que nos dejó Tierra Santa) es que nuestro deseo fue el de vivir ese viaje como lo que era: una peregrinación. Esto implicaba un compromiso fuerte de nuestra parte: asumir una cierta inseguridad. No la que uno experimenta frente al peligro (que gracias a Dios no hubo ninguno), sino la que brota de tener el corazón abierto y dispuesto a dejarse a afectar por su entorno. Vivir el tiempo que teníamos como una ventana abierta para Dios y los demás. Aceptar lo diferente, lo novedoso, lo imprevisto como parte del camino... y ver qué es lo que suscitaba dentro nuestro.
Evidentemente el cuerpo, la mente y el corazón se rebelan un poco o mucho frente a situaciones como ésta (el dolor palpitante que me provocó mi muela del juicio - en general está muy tranquila - en los días previos al viaje es una prueba contundente). Pero eso mismo es lo que hace también que uno sepa que va por buen camino. El sacudón y la incertidumbre vienen de saber que uno está jugándose algo en este paso.
De hecho, no tardaríamos mucho en darnos cuenta que íbamos a estar en manos de la Providencia más de lo que imaginábamos. Porque en nuestro primer día en Tierra Santa... no pudimos visitar absolutamente nada. Llegamos tarde a Nazareth después de largas negociaciones para conseguir un buen precio en el alquiler de autos. Y una vez en la ciudad donde vivieron muchos años María, José y Jesús... nos perdimos. Después de encontrar finalmente un hotel, caminamos en búsqueda de un lugar para comer algo.
Por suerte al haber bastante población árabe en Nazareth, no todos los negocios habían cerrado (llegamos en viernes, vísperas de sábado... ¡el aeropuerto estaba virtualmente vacío!) y pudimos compartir unos sandwiches de shawarma. Marco, un amigo nuestro, que junto con otros había peregrinado a Tierra Santa un par de años atrás, nos escribió una carta que escuchamos con atención. Nos compartió su experiencia y nos invitó a vivir a fondo nuestro viaje. Escuchar su testimonio nos ayudó a tomar conciencia del lugar en donde estábamos, de la oportunidad que nos había concedido... del regalo de estar allí.
Y aquí se hizo palpable la segunda enseñanza de la peregrinación, que se haría más sólida con el paso de los días: sólo es posible peregrinar con otros. Tanto los compañeros de peregrinación, como los que ya habían hecho la experiencia y nos alentaron con palabras y oración... y los innumerables habitantes de Tierra Santa (cristianos, judíos, religiosos y laicos) que nos dieron una mano - uno de los integrantes de nuestro grupo los nombró acertadamente "cireneos" - fueron una parte fundamental de lo que viviríamos. En este caso, las palabras de Marco fueron el puntapié inicial que necesitábamos para entrar en clima y empezar a vivir lo que sería para todos una verdadera Pascua, es decir: un paso transformador de Dios por nuestras vidas. ¡Y esto recién empezaba!
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