Dándole vueltas al Evangelio de este domingo recordé un episodio de mi último año en el seminario.
Durante los fines de semana iba a una parroquia en Virreyes, San Pablo y me dedicaba sobre todo a acompañar la vida de la capilla San Roque, ubicada en el barrio del mismo nombre. Era una comunidad integrada en su mayoría por paraguayos que habían llegado acá como tantos otros buscando probar suerte.
Un domingo a la mañana, después de la misa, me fui a visitar a Mirta, una chica apenas un poco más grande que yo con tres hijos que participaba de la catequesis de primera comunión. Vivía en una de las casillas más pequeñas del barrio. Compartíamos una gaseosa y un vaso entre los cuatro mientras charlábamos de la catequesis y de la vida en el barrio y en Paraguay.
En eso, pasó por la puerta una chica que saludó a Mirta y siguió su camino. Le pregunté quién era y me dijo:
- ¡Ah! Es una amiga, estuvo viviendo acá hasta la semana pasada.
Me asombré mucho, por supuesto, y le pregunté:
- ¿Acá en tu casa? ¿Y cómo hicieron?
- Y, nos acomodamos. ¿Sabe qué pasa, padre? Cuando yo llegué acá, no tenía nada ni a nadie. Estaba sola con mis tres chicos. Y Margarita me recibió en su casa hasta que yo me pude acomodar.
Margarita era una señora del barrio con diez hijos y muy presente en el barrio y la capilla. No pude dejar de conmoverme. Mirta continuó:
- Ella me hizo un lugar. ¿Cómo no iba a hacer lo mismo yo?
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