"Junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar, con nostalgia de Sión (otro nombre para Jerusalén)" dice uno de los salmos. El aeropuerto Ben Gurion de Tel Aviv está muy lejos de ser como esos canales... pero desde que dejé a los chicos en Jerusalén hasta que me bajé del minibus que me trajo hasta el aeropuerto lloré prácticamente todo el tiempo. De nostalgia, que ya empezaba a sentirse. De alegría.De emoción. De extrañar a mis compañeros peregrinos. Motivos sobraban. Pero me estoy adelantando.
Después de nuestras andanzas jerosolimitanas del día anterior, salimos caminando temprano de la casa de las salesianas hasta el Monte de los Olivos, donde están la Basílica de la Agonía (allí se recuerda la oración de Jesús en el Huerto). También se la conoce como la Iglesia De Todas Las Naciones porque muchos países colaboraron en su construcción. ¡Argentina tiene su cúpula muy cerca del altar!
Concelebramos misa con el P. Marcelo y el P. Pablo, otro cura argentino que trabaja en los territorios palestinos. Después recorrimos la gruta del prendimiento, el famoso huerto y de ahí nos subimos al auto y enfilamos para Belén. La primera parada era en la basílica ubicada justo en el lugar del nacimiento de Jesús.
La iglesia de la Natividad es un templo enorme pero un poco maltrecho, cargado de imágenes y faroles al estilo oriental. Tiene una particularidad. En tiempo de las invasiones persas la puerta se redujo a una abertura mínima para que no se pudiera entrar a caballo. De hecho sólo puede ingresarse agachándose. No deja de ser sugerente que uno tenga que hacerse chiquito para entrar al templo donde celebramos la pequeñez de Dios.
Una cola inmensa nos esperaba para llegar hasta el lugar donde venera el nacimiento. El efecto embudo hacía que por momentos estuviéramos al borde de la avalancha (o del ataque declaustrofobia). Pero una vez que uno llega a la estrella de plata que marca el lugar del nacimiento hay lugar adentro para quedarse rezando mientras el resto de la gente pasa.
Con los chicos y los dos sacerdotes leímos los relatos Navideños y el prólogo de Juan. Rezamos en silencio y realmente uno podía gustar un calorcito especial en esa mañana fría. Calorcito de pesebre.
Luego fuimos a una casa que las monjas del Verbo Encarnado tienen en Belén, donde reciben y cuidan a chicos especiales. Como la cultura local suele despreciar a los chicos discapacitados, ellos suelen quedar sumamente desprotegidos. Compartimos un rato con los chicos y después una mesade comida al estilo árabe, llena de risas. En una misma mesa un seminarista holandés y su hermana que estaban haciendo voluntariado; hermanas de Egipto, Arabia, Estados Unidos y España. Y nueve peregrinos que volvieron a vivir lo lindo que es ser Iglesia y tener un hogar en cualquier lugar del mundo.
Panza llena, corazón contento. La lluvia fue nuestra compañera en el pequeño viaje hasta Bet Sahur, el campo de los pastores que recibieron el anuncio de los ángeles, donde una capillita que imita las tiendas de los cuidadores de ovejas de esos tiempos nos ayudó a rezar. Cantamos juntos el Gloria y seguimos camino hacia Ortás. Ortás es un pueblito cerca de Belén donde hace ya más de un siglo las Hijas de Nuestra Señora del Huerto dan educación inicial y atención médica básica a la población. La población es completamente musulmana: un siglo después, las hermanas siguen siendo las únicas cristianas del lugar.
Rosa, la superiora, nos dio un testimonio espectacular sobre lo que significa evangelizar desde la presencia, el silencio y el respeto al otro. Una charla impresionante.
Faltaba todavía una parada: el inevitable shopping religioso. Gabriel, otro cura argentino del mismo instituto que el P. Pablo, nos llevó hasta un Gift Shop donde nos hicieron un muy buen descuento. Por la cantidad de cosas que compraron parecía que los chicos estaban con ganas de armar una versión religiosa de La Salada a la vuelta. Fue muy divertido.
Volvimos por la noche a Jerusalén y nos despedimos de Marcelo, uno de los grandes regalos de esta peregrinación. Pizza por medio, un poco más tarde, compartimos a la noche todo lo vivido.
La Ciudad Santa amaneció llovida. Pero emprendimos igual la marcha hacia Dominus Flevit, una iglesia bien arriba en el Monte de los Olivos. Dominus Flevit te quita el aliento, tanto por la vista de Jerusalén que tiene (allí se recuerda el llanto de Jesús por la ciudad antes de su entrada triunfal) como por lo empinado de la subida. Casi dejo la camiseta ahí.
Terminamos nuestra mañana en el Huerto de los Olivos y de ahí a un almuerzo rapidito y un último saludo de mi parte al Santo Sepulcro. Llevé rosarios y medallas (y una estola) al Calvario primero y al Sepulcro después. Y salí de allí alegre y dispuesto a emprender el viaje de regreso.
Un poco a las corridas hicimos nuestra última compartida. El corazón de todos estaba todavía demasiado movilizado: pero ya van despuntando algunos de los regalos que Jesús nos hizo a cada uno en esta peregrinación. Estaba terminando de compartir el último cuando nos avisaron que llegaba el transporte para mí. Llorando me subí a la camioneta y no paré hasta arribar al aeropuerto.
Todavía tengo mucho para decantar y seguir rumiando, pero estoy seguro de dos cosas.
La primera es que lo antes que pueda vuelvo a Jerusalén.
La segunda es que me ha pasado como a todo peregrino. Vuelvo distinto. Feliz, bendecido y vulnerable, como uno suele quedar después de un encuentro con Dios.
¿Qué querrá decirme Jesús con tanto regalo?
Muchas cosas, seguramente. La certeza primera y fundamental es que Él está vivo. Resucitado. Y por eso mismo el futuro está siempre abierto a la esperanza. El mío. El de todos.
Y el de esta bendita y dolida Tierra Santa que en medio de tanta complejidad sigue siendo un sacramento, "el quinto evangelio", como la llaman los padres de la Iglesia. Amén.
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