Una certeza que me ha alcanzado después de numerosos cabezazos contra la pared es esta: a la hora de encarar un conflicto, solucionar un problema o tomar una decisión, suele ser peor la imaginación que la realidad, la amenaza anticipada, temida y sufrida interiormente que lo que de hecho se da cuando finalmente nos lanzamos a acometer lo propuesto. Eso que a veces postergamos tanto tiempo porque al imaginarnos la tarea parecía infranqueable, demasiado ardua, dolorosa o incoveniente.
¡Qué diferencia cuando saltamos el charco y nos damos cuenta que era sólo eso: saltar un charco y no cruzar a nado el Río de la Plata!
Creo que esto tiene que ver con la fuerza incrementada que tienen estos miedos y sospechas cuando permanecen en la irrealidad de nuestro interior. Allí tiene pasto de sobra para crecer y hacer un barullo que en realidad está beneficiado por el eco, por el encierro. En el momento en que confiamos estas inquietudes a otro, sus voces se debilitan. Y en cuanto empezamos a dar pasos concretos, se callan cada vez más. El eco pierde su fuerza. Y lo que parecía un alud que nos iba a llevar puestos, es apenas una piedra en el zapato.
Enviado desde el Camino
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