Jesús dijo a sus discípulos:
«Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.
Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto.
Este es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre.
No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá.
Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros.»
Con el Evangelio de este domingo cerramos esta parte del discurso de despedida en el Evangelio de Juan referida a la Vid y los Sarmientos. El centro de este fragmento es la invitación a permanecer. Hoy aparece con más claridad cuál es el núcleo de esta permanencia: el amor de Jesús. Él ha confiado todo lo que recibió del Padre a sus discípulos, no se ha guardado nada. La intimidad de amor entre Jesús y su Abbá se abre generosa e incondicionalmente a los suyos. Pero es necesario permanecer en ese lazo de confianza, gratitud y entrega.
La permanencia se expresa, sobre todo, en el
amor mutuo. Un amor que ya no tiene la medida del prójimo, sino la de Jesús.
Asusta semejante profundidad. Pero los que saben de Biblia dicen que ese “como
yo los amé” puede entenderse tanto de manera indicativa como causativa. El amor
de Jesús es la medida, pero antes es el don, la fuente, la raíz.
Estamos tocando el centro de todo en este
domingo: el amor, que es, lo sabemos, el corazón del cristianismo y de la vida.
Sin embargo, nos hace bien entenderlo desde este evangelio. No es cualquier
amor el que recibimos: es el amor de Jesús. Y no es cualquier amor el que somos
invitados a entregar: es el amor de Jesús.
¿No es sorprendente darnos cuenta de esto?
Somos destinatarios de un amor infinito, hecho de ofrenda en cruz. En el centro
de nuestra existencia está siempre la Pascua de Jesús, ese amor hasta el
extremo. Y esto nadie nos lo puede quitar. Tener en la misma raíz de nuestro
ser la presencia de Jesús es lo que a su vez nos lleva a vivir de esa misma
manera. Hay algo dentro de nosotros que no se sacia hasta que nos animamos a
entregarnos a algo o alguien más grande que nosotros.
Entonces nos damos cuenta que este “permanecer
en el amor” tendría que ser nuestro norte, nuestra brújula: buscar cada vez más
abrirnos al amor, dejarnos querer. Buscar cada vez más entregarnos al amor. Y
quizás acá es donde esté la cuestión más difícil.
Porque la realidad es que permanecer en el amor
no parece tarea sencilla en estos tiempos. Tal vez porque vivir de esta manera
(a la manera de Jesús, tan abierto y tan libre, tan vulnerable) nos expone
demasiado. Como decía Borges: “Es
el amor. Tendré que ocultarme o que huir. Crecen los muros de su cárcel, como
en un sueño atroz”. Es una apuesta definitiva a entender
la vida desde lazos de ofrenda, desde un amor hecho de comunión, de entrega
recíproca.
Y sin embargo, a esto se nos llama. A
permanecer en un amor recibido. Abrirnos cada vez más al amor de Jesús, que nos
va transformando lenta y progresivamente, si nos animamos a permanecer. Y desde
ahí a permanecer en el amor recibido de los demás. Si no me puedo abrir al amor
de los otros, difícil permanecer en el de Jesús. Con todo lo que esto implica:
animarnos a pedir ayuda, a dejarnos querer, a aceptar ser vulnerables frente al
otro. Dejar que el otro sea una presencia en nuestra vida, no tener miedo de
esa llegada del otro, que siempre es un don y nunca una amenaza.
Permanecer en el amor implicará también amar a
los otros al estilo de Jesús: con su compasión, su ternura, su libertad y
apertura. Hacer de los vínculos el sentido de nuestra vida, imprimirle a todo
rasgos de comunión. Para un cristiano, no se trata realmente de hacer mucho, sino de darle a todo una
dimensión de encuentro: es el “si yo
no tengo amor” de San Pablo, el “amor extraordinario” de Santa Teresita, el
tomar conciencia de que el amor es “forma y raíz” de todo obrar cristiano, como
decía Santo Tomás. Es un amor verdadero, con peso (ese amor que manifiesta la
gloria, que en su acepción hebrea original tiene, justamente “peso”, densidad).
Este no es un servicio menor a nuestro tiempo.
Ofrecer lo que da el amor verdadero: reconocimiento a los excluidos y anónimos;
cercanía a quienes se sienten alejados; perdón a los que están enemistados y
heridos… Sostener los lazos cuando tantos están tentados de aislamiento,
reconocernos y acercarnos unos a otros… tal vez sea una forma actual del
permanecer. Y esto no sólo en el campo de nuestras relaciones más íntimas. Al
contrario: creo que uno de los desafíos es darnos cuenta que estamos llamados a
plasmar esto en los ámbitos laborales, sociales, políticos… El amor puede ser
universal, pero nunca impersonal. A veces confundimos una cosa con la otra. Si
apostamos a este estilo de ser, de vivir, entonces podremos fracasar en
emprendimientos, pero nunca dejaremos de ser fecundos, nunca dejaremos de dar
fruto.
Desmitificar al amor y al mismo tiempo darle
sus rasgos verdaderos, que son los de Jesús. Otra poeta, la cubana Dulce María
Loynaz, lo dice de una manera inmejorable. Lo copio porque aunque es demasiado
largo para leerlo en la homilía, no tiene desperdicio:
Amar la gracia delicada
del cisne azul y de la rosa rosa;
amar la luz del alba
y la de las estrellas que se abren
y la de las sonrisas que se alargan...
Amar la plenitud del árbol,
amar la música del agua
y la dulzura de la fruta
y la dulzura de las almas dulces....
Amar lo amable, no es amor:
del cisne azul y de la rosa rosa;
amar la luz del alba
y la de las estrellas que se abren
y la de las sonrisas que se alargan...
Amar la plenitud del árbol,
amar la música del agua
y la dulzura de la fruta
y la dulzura de las almas dulces....
Amar lo amable, no es amor:
Amor es ponerse de almohada
para el cansancio de cada día;
es ponerse de sol vivo
en el ansia de la semilla ciega
que perdió el rumbo de la luz,
aprisionada por su tierra,
vencida por su misma tierra...
para el cansancio de cada día;
es ponerse de sol vivo
en el ansia de la semilla ciega
que perdió el rumbo de la luz,
aprisionada por su tierra,
vencida por su misma tierra...
Amor es desenredar marañas
de caminos en la tiniebla:
¡Amor es ser camino y ser escala!
Amor es este amar lo que nos duele,
lo que nos sangra bien adentro...
de caminos en la tiniebla:
¡Amor es ser camino y ser escala!
Amor es este amar lo que nos duele,
lo que nos sangra bien adentro...
Es entrarse en la entraña de la noche
y adivinarle la estrella en germen...
¡La esperanza de la estrella!...
y adivinarle la estrella en germen...
¡La esperanza de la estrella!...
Amor es amar desde la raíz negra.
Amor es perdonar;
y lo que es más que perdonar,
es comprender...
Amor es apretarse a la cruz,
y clavarse a la cruz,
y morir y resucitar ...
Amor es perdonar;
y lo que es más que perdonar,
es comprender...
Amor es apretarse a la cruz,
y clavarse a la cruz,
y morir y resucitar ...
¡Amor es resucitar!
En la eucaristía encontramos este misterio de
permanencia. Somos llamados a recibir, a acercarnos como pobres, necesitados de
este amor y al mismo tiempo ella es la que nos convierte en alimento para los
demás. Amor que permanece de manera activa, saliendo al encuentro y
transformando a quienes lo reciben. Amor de ofrenda que suscita ofrenda.
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