En general escribo siguiendo un esquema prefijado, tomando dos o tres cosas que me gustaron o resonaron más para compartir con los demás. Pero esta vuelta no pude. Tal vez por eso esta vez esta crónica se demoró aún más de lo que suele hacerlo. Quería ubicar dos o tres cosas en claros, distintos y delineados compartimentos. Pero no hubo manera. No es algo malo, de todos modos. Al fin y al cabo, si hay un adjetivo que le cabe a la vida es "desprolija", ¿no es cierto? Encantadoramente desprolija.
Varios ya lo saben, otros seguramente no, pero hace ya un mes y monedas me operaron de la vesícula. Todo el proceso que me llevó hasta la operación, fue cualquier cosa menos linear. Desprolijo, como decía antes. Lejos de ser algo planeado, empezó con un dolor fuertísimo en el costado que alcanzó para asustarme, luego de semanas con dolor de estómago (autodiagnosticado por mí como gastritis... porque como ustedes saben, los curas dominamos todas las áreas del saber) y mandarme con un compañero de casa al hospital.
Fui a la Isola Tiberina, donde desde hace casi 500 años los hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios tienen un sanatorio. Lo que pensé que sería un "toco y me voy" terminó en internación, prolongada por 16 días con moño de endoscopía primero y cirugía después. Nada grave, por suerte. Quizás si no fuera por el hecho de estar en el extranjero, y porque soy intrínsecamente miedoso, no hubiera sido para tanto.
Pero el hecho es que estaba afuera, y que soy miedoso, así que la noche que pasé en la guardia hasta que me internaron la verdad estaba muy asustado. Me animaría a decir que pocas veces como en los días del hospital me sentí tan vulnerable. La situación misma te pone en esa actitud: estar más de una vez medio desnudo, disponible para que te pinchen, te midan, te analicen, te controlen, te despierten y te duerman...
La oración en esos días bajó a un nivel muy pero muy básico. El dilema era confiar o temer. Se me hizo palpable algo que había aprendido en mis clases de Biblia. En los Evangelios, lo opuesto de la fe no es la duda. Es el miedo. Me di cuenta de que me faltaba fe, pero no porque tuviera algún planteo teórico con respecto a Dios, la vida eterna, etc. Simplemente porque en esto, que ni siquiera era un trance terrible, me encontraba más de una vez muerto de miedo. Me tenía que entregar y me estaba costando mucho. Y ni siquiera es que estaba en un trance de vida o muerte. Pero el paso a dar era uno de abandono.
Creo que si algo me ayudó a ir dando ese paso (además de unos buenos ratos en la capilla del hospital dándome de cabeza contra el banco), fue la presencia de tantos. Después de un mail que escribí avisando de mi internación varios me escribieron o llamaron pensando que estaba solo acá. Al contrario. No voy a negar que extrañé como un perro y sentí muchísimo la distancia de mi familia y amigos de Buenos Aires... pero sería un ingrato si no dijera que hubo miles (¡en serio, miles!) de gestos de amor.
Mis compañeros de casa, el Colegio Sacerdotal Argentino, vinieron en todo momento, organizados en turnos para que siempre, si hacía falta, hubiera alguien. Curas conocidos (y no tan conocidos) que pasaban a verme. Hasta el regalo inmenso de tener amigos que justo estaban de viaje y se clavaban en la silla del cuarto para conversar. Desde Buenos Aires y otros lados, un montón de mensajes, saludos, llamados... ¡hasta un video! Por sobre todo, la presencia de mi familia, de fierro. Hay una cercanía que da el amor que no la consigue ni el mejor de los medios de comunicación. Una Francesco, uno de los enfermeros, me cargaba y me decía "Demasiadas visitas. Le va a hacer mal a la salud. Esto ayer parecía el santuario de Lourdes".
La otra compañía deslumbrante fue la de los enfermeros y enfermeras. Yo sé que nunca me daría ni el estómago (y ahora el hígado tampoco) para encarar una tarea como la de ellos. Una inmensa ternura, atención y paciencia para conmigo y mis compañeros de cuarto. Gente increíble. Nunca me hubiera imaginado que Dios se parecía tanto a un enfermero... o al revés. Mirko, la hermana Elisabetta, Domitila, Mikhailos, Francesco y varios nombres más que me llevo en el corazón.
Creo que al final fue eso lo que me permitió encarar los últimos días de internación (y la operación) tranquilo. Como decía un teólogo, "sólo el amor es digno de fe". Y ante tanto amor (signo y expresión de un Amor único)... me pude animar a soltar un poco el borde la pileta y tirarme. No faltó la nota de humor (un poco negro, cierto). Cuando me estaba poniendo la simpática y reveladora batita que te hacen vestir para la operación, en el baño estaba también Pellegrino, un compañero de cuarto al que estaba afeitando uno de sus hijos. Reproduzco el diálogo:
- ¿De qué se opera?
- La vesícula. Estoy un poco nervioso, pero es una operación simple.
- Eh, depende. A mí me la sacaron hace unos años, pero me agarró una septisemia y casi me muero.
Un alegre pensamiento para llevarse al quirófano. Espero que este hombre no se dedique a la diplomacia, la pedagogía o la psicología.
Todo salió bien, gracias a Dios (y al doctor Angrisani, el médico que me operó y el único que me dio un poco de bola en todo el tiempo de operación). Dos días después, volví a casa, pero tras dieciseis días de no comer (salvo un par de días a sopa y uno y medio glorioso de comida sólida), era un fantasma. Hizo falta una semana más de cama en casa hasta que empecé a tener un poco más de fuerza para caminar y moverme tranquilo. Sigo sin poder hacer grandes esfuerzos y tengo que cuidarme en la comida. Pero estoy vivo, coleando y más flaco. Algo es algo.
En mi primer año de seminario Gerardo, el cura que me acompaña, nos dijo en un retiro que uno sale de los encuentros con Dios bendecido y rengueando. Como Jacob después de reventarse a trompadas con el Señor a orillas del Yaboc (¡posta, está en la Biblia, busquen Gn 32, 23-33 para uno de mis pasajes preferidos de la Escritura!). Así salí yo de esto. Bendecido y vulnerable. Muy débil. Pero con un par de certezas de esas que te te acompañan por un buen rato. Por lo menos espero que así sea.
Estas semanas posteriores a la recuperación fueron de visitas, puesta a punto académica (con la suerte de tener un director de tesis comprensivo y misericordioso) y mudanza de cuarto. No sé cómo pero llegué con todo antes de venirme a Courmayeur. Ahora estoy disfrutando de volver a hacer vida de cura en un lugar lindo como pocos, y rumiando un poco más mis hospitalarias andanzas. Seguro que hay mucho para seguir poniendo en limpio ("tematizando", dicen que hay que decir ahora). Por lo pronto, me reencontré con los textos de Madeleine Delbrel. Los dejo con ella, que escribe (y vivió) mucho mejor que yo, y con un poema que volví a leer estos días y me recordó la aventura de confiar a la que el Jefe me está llamando en estos días.
Gracias por estar. Los quiero mucho.
LA ESPIRITUALIDAD DE LA BICICLETA
«Id...», nos dices en todos los momentos cruciales
del Evangelio.
Para coincidir con tu sentido hemos de ir,
aunque nuestra pereza nos suplique que nos quedemos.
Nos has elegido para estar en un extraño equilibrio.
Un equilibrio que sólo puede establecerse y mantenerse
en movimiento,
en el impulso.
Es algo similar a una bicicleta,
que no se tiene en pie sin avanzar,
una bicicleta que está apoyada contra una pared
mientras no nos montamos en ella
para hacerla marchar velozmente por la carretera.
La condición que nos ha sido dada
es una inseguridad universal, vertiginosa.
En cuanto nos detenemos a observarla,
nuestra vida se tuerce y flaquea.
Sólo podemos mantenernos en pie para caminar,
para lanzarnos en un impulso de caridad.
Todos los santos que se nos han dado como modelos,
o muchos de ellos,
estaban bajo el régimen del «Seguro»
—una especie de Seguridad Espiritual que les protegía
contra los riesgos y las enfermedades,
que asumía incluso sus alumbramientos espirituales.
Tenían tiempos oficiales de oración,
métodos para hacer penitencia,
todo un código de consejos y de defensa.
Pero en cuanto a nosotros,
la aventura de tu gracia
se desarrolla en un liberalismo un poco loco.
Te niegas a darnos un mapa de carreteras.
Hacemos el camino de noche.
Cada uno de los actos que realizamos se van iluminando
como señales que se relevan.
A menudo, lo único garantizado es este puntual cansancio
del mismo trabajo que hay que repetir cada día,
de la misma limpieza que hay que recomenzar,
de los mismos defectos que hay que corregir,
de las mismas tonterías que hay que evitar...
Pero aparte de esta garantía,
todo lo demás depende de tu fantasía
que se toma muchas libertades con nosotros.